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Banalidad, incoherencia, arbitrariedad (II)
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Cristina Falkenberg

El Valor del Derecho

Por
Cristina Falkenberg

Banalidad, incoherencia, arbitrariedad (II)

Decíamos en el anterior artículo que más allá de la desafortunada producción de neutrones legislativos de contenidos y contornos imprecisos, era posible hacerlo aún peor, abundando

Decíamos en el anterior artículo que más allá de la desafortunada producción de neutrones legislativos de contenidos y contornos imprecisos, era posible hacerlo aún peor, abundando así en la banalidad, la incoherencia y la arbitrariedad. Iremos viendo ejemplos extraídos de nuestra legislación reciente.

Un ejemplo de texto d’affichage, instrumento de marketing político más que de gran sustancia jurídica lo pone el profesor Embid Irujo en El Cronista (Editorial Iustel), al estudiar el artículo 75 sobre paridad en los consejos de administración según la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Dice así: “Las sociedades obligadas a presentar cuenta de pérdidas y ganancias no abreviada procurarán incluir en su Consejo de Administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres…”, lo que según la disposición adicional primera quiere decir entre un 40 y un 60% de personas mujeres. El artículo ha hecho correr ríos de tinta pero lo cierto es que se refiere sólo a las sociedades mercantiles, no a las demás, caso de las sociedades profesionales. También excluye otras formas de personificación jurídica como las asociaciones, cuya función es precisamente promover la participación de todas las personas o las cooperativas, tan importantes en la economía social de determinados ámbitos como el rural. Y finalmente tampoco abarca las sociedades que puedan presentar cuentas abreviadas ni las que hayan optado por formas de administración pluripersonal distintas del Consejo de Administración.

Además el citado artículo 75 habla de “procurar”, “clave de la reconstrucción interpretativa de la norma”, en palabras de Embid Irujo lo que según el diccionario de la Real Academia Española significa “hacer diligencias o esfuerzos para que [algo] suceda”. La ley no impone lograr un concreto resultado sino poner los medios para que cierto resultado pueda razonablemente darse pudiendo ocurrir que no se logre pero que la Ley se haya cumplido. Lo que es más, es que en muchos casos resultará harto complicado probar que no se “procuró” con la diligencia necesaria. Descartadas las causas externas —así por ejemplo que no se presente ninguna candidata a un puesto—, deberá probarse además que la falta de elección de una persona fue resultado de una discriminación directa —de trato diverso pese a hallarse en situación comparable— o indirecta —por una práctica aparentemente neutra pero que pone a unas personas en desventaja frente a otras sin que medie causa objetiva que lo justifique (artículo 6 de la Ley). Si quien elige a los miembros del Consejo de Administración suele ser la Junta General de socios, podrá resultar complicado probar que no se diese la obligación de medios o que hubo un acto de discriminación por parte de cada una de las porciones del capital que votó en contra de la elección de una candidata. Más sencillo parece el caso de que la elección corresponda a los miembros del Consejo de Administración, caso de la cooptación o la designación de órganos delegados.

Lástima que una Ley que con pompa se autodenomina Orgánica —lo son sólo la citada disposición adicional primera y, por necesidad, la segunda y tercera que modifican las leyes orgánicas del Régimen Electoral General y del Poder Judicial— en este punto tenga un ámbito tan restringido y de tan difícil prueba, y más vista la solemne proclama del artículo 4 que erige la igualdad de trato y de oportunidades en principio general del Derecho (¡como si de una novedad se tratase!) Sin mecanismos más precisos es difícil que las reclamaciones prosperen, lo que pone en tela de juicio la verdadera sustancia de una norma. Quizá por eso el Profesor Embid sugiera que “las sociedades afectadas por la norma lleven al Reglamento del Consejo de Administración o al de la Junta General… alguna cláusula expresiva de su propósito de hacer posible la participación de las mujeres en el Consejo”. Si no, el Derecho simplemente deviene una cosa mou et flou, blanda y borrosa; aunque si lo que buscaba la Ley era sobre todo publicidad y que se hablase de ella ésta desde luego que lo consiguió.

Y puede hacerse aún peor…

Pero volvamos al artículo de D. Tomás Ramón Fernández que analizábamos la semana pasada. Como apunta el autor la abrumadora Ley 30/2007 de 30 de octubre, de contratos del sector público, (309 artículos, 33 disposiciones adicionales, 7 transitorias, 12 finales, una derogatoria y tres largos Anexos), en su pretensión de reforma global realiza “un sinfín de artificiosas distinciones, perfectamente prescindibles en muchos casos, de las que, no obstante, resultan diferencias de régimen jurídico rigurosamente injustificables”, como la que hace entre Administraciones públicas propiamente dichas y organismos públicos. Según el artículo 175 de la Ley toda contratación se somete “a los principios de publicidad, concurrencia, transparencia, confidencialidad, igualdad y no discriminación”. Entonces ¿por qué las Administraciones públicas deben seguir el detallado procedimiento de la Ley mientras los organismos públicos pueden establecer un procedimiento de contratación propio? Si coinciden los principios y el objetivo de que “el contrato se adjudique a la proposición más ventajosa”, tener distintos los procedimientos de contratación carece de sentido y más habida cuenta de que los organismos públicos sólo son “instrumentos de la Administración, artificialmente personificados por ella”, creados para satisfacer “necesidades de interés general de carácter no mercantil o industrial”.

Peor resulta la conclusión que se deduce de la distinción entre los contratos sujetos a la normativa comunitaria y los demás “en que se quiere preservar la libertad del legislador nacional”. La razón inconfesable es que el recurso comunitario contra el acuerdo de adjudicación provisional de un contrato sí es eficaz porque suspende la tramitación del expediente de contratación evitando que se consumen las eventuales infracciones de los principios y reglas de la libre e igual concurrencia, mientras que en los demás casos “tenemos que arreglarnos con los recursos administrativos ordinarios que no sirven para nada, como es notorio”. Y es que “las garantías realmente eficaces se establecen a regañadientes… y sólo con el alcance que resulta inevitable”. Lo grave de tanta arbitrariedad es que es el régimen aplicable al sector público, el mayor contratista con diferencia.

Aún más grotesca es la Ley del Suelo (Texto refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2008 de 20 de junio), incoherente y arbitraria al liquidar el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) en base a la clasificación del suelo como urbanizable o no que haga el Plan de Ordenación Urbana. Pero en caso de expropiación forzosa el artículo 22 prevé, ¡que el justiprecio se fije “de acuerdo con la situación materialmente rural” en que se halle el suelo! Esto es, prescindiendo de las plusvalías generadas por el Plan que sin embargo sí se tienen en cuenta a la hora de cobrar el IBI.

Desde la Sentencia 49/1988, el Tribunal Constitucional no ha encontrado caprichoso e injustificado ningún acto del legislador “ante el que se muestra sistemáticamente deferente con tal de que respete la sutil línea divisoria que separa las competencias respectivas del Estado y de las Comunidades Autónomas” como si eso fuese lo único importante. Quizá quiera considerar si alguna vez no estaremos ante la violación flagrante del artículo 9.3 de la Constitución que prohíbe la arbitrariedad de los poderes públicos.

Hace siete siglos y medio nuestras Partidas decían que las Leyes deben ser “muy cuidadas… e las palabras dellas, que sean buenas e llanas, e paladinas, de manera que todo hombre las pueda entender y retener” (P I.I.XVIII).

Decíamos en el anterior artículo que más allá de la desafortunada producción de neutrones legislativos de contenidos y contornos imprecisos, era posible hacerlo aún peor, abundando así en la banalidad, la incoherencia y la arbitrariedad. Iremos viendo ejemplos extraídos de nuestra legislación reciente.