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La financiación de los partidos políticos (I): planteamiento de la cuestión
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Cristina Falkenberg

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Cristina Falkenberg

La financiación de los partidos políticos (I): planteamiento de la cuestión

Este diario se hizo eco antes que nadie de la presentación en la Asociación de la Prensa de Madrid del estudio sobre “La Financiación de los

Este diario se hizo eco antes que nadie de la presentación en la Asociación de la Prensa de Madrid del estudio sobre “La Financiación de los Partidos Políticos” del Catedrático de Derecho Administrativo y Vicepresidente del Foro de la Sociedad Civil, Gaspar Ariño, en que se denunciaban, entre otras cosas, la excesiva permisividad de los bancos con la deuda de los partidos. Sin embargo ésta no es sino la consecuencia del creciente gasto en que incurren quienes posteriormente son susceptibles de resultar los detentadores del poder. No parece muy realista esperar que nadie vaya a enfrentarse abiertamente a quien luego quizá, vaya a ser quien le gobierne.

Las necesidades ilimitadas de financiación de los partidos políticos, con miles de sedes y “burócratas” al servicio de líderes endiosados, junto a unas severas deficiencias en el sistema de contratación pública, de planificación del suelo y ordenación económica, entre otros factores, sólo han potenciado la arbitrariedad indispensable para saciar el voraz apetito financiero de estas organizaciones. Estamos en una materia caracterizada por la opacidad, tanto ad extra de los partidos -con poca información, incompleta y tardía-, como ad intra de los mismos. Cierto: los partidos funcionan en base a un sistema de caja única controlada por unos pocos individuos con un enorme poder y las cuestiones de los dineros no son objeto de debate ni siquiera a nivel de los órganos directivos de la organización política. La cuestión ha sido objeto de escándalos de corrupción, con frecuencia no aclarados del todo por unos partidos que pactan la omertá entre ellos, al tiempo que tratan de salvar a sus líderes máximos.

El coste de conquistar el poder

El Profesor Ariño sostiene que la financiación de los partidos es un elemento tan importante en la configuración de la democracia de un país, como la ley electoral o la forma de Estado. La financiación de la vida política tiene sin duda su cauce principal a través la financiación de los partidos políticos. La conquista del poder, las elecciones, son hoy en nuestras sociedades fuertemente dominadas por los medios de comunicación, costosísimas operaciones de marketing al alcance de muy pocos.

En España el fenómeno se agudiza a la vista de nuestro sistema electoral proporcional “del resto mayor” o sistema d’Hondt, diseñado en su día precisamente para reducir a unos pocos partidos la llamada “sopa de letras”, la miríada de partidos que surgieron al iniciarse la Transición. Las grandes circunscripciones, provinciales según el artículo 68.1 de la Constitución, encarecen enormemente las elecciones. Frente a él se propondría el sistema de los distritos unipersonales, que permiten unas campañas mucho más económicas -el famoso “puerta a puerta”-, donde los candidatos son responsables ante sus electores, a diferencia de la irresponsabilidad y por ende divorcio de la sociedad, que fomenta el actual sistema de listas cerradas y bloqueadas.

Lo ocurrido en aquellos años de la Transición fue clave en decidir la democracia que tenemos hoy. Y no sólo porque redujo la “sopa de letras” concentrando la representación popular en unos pocos grandes partidos, sino que se pensó que la financiación debía ser esencialmente pública, a fin de evitar que sólo aquellos partidos que tuviesen un grupo de interés económico privado respaldándoles, fuesen los que tuviesen los medios que les facilitasen el acceso al poder. Quizá fue cierto en su día: hoy no lo es.

Una función constitucional esencial que justifica la financiación pública

Financiación pública y crecimiento ilimitado de la misma con partidos incapaces de poner freno a su gasto son las notas que hoy caracterizan al sistema español. Sin embargo sería impensable una democracia moderna sin ellos: su función primordial, “expresando el pluralismo político”, concurriendo a la “formación y manifestación de la voluntad popular” a través las elecciones, los erige, como dice el artículo 6 de nuestra Constitución, en instrumento fundamental para la participación política. Lo que es más: es que su función de indudable interés general, justifica que reciban una porción de financiación pública.

Con una miríada de facciones y “prima donnas” el país sería simplemente ingobernable. Sin embargo entre ese extremo y las máquinas de poder en que se han convertido los partidos, hay una gran diferencia. Una primera exigencia a todos sería la de que su funcionamiento interno fuese democrático, como manda ese mismo artículo 6 de la Constitución en que se basan para vivir a costa del contribuyente a través los Presupuestos Generales del Estado.

Como pone de manifiesto Pilar de Castillo, la formación de la voluntad popular es un proceso previo al Estado. Los partidos políticos son en efecto asociaciones privadas. Como emanación de la sociedad —y no órganos del Estado—, deben hallar su principal sostén en los individuos que se identifiquen con sus ideas. Asimismo se exigen dos notas: transparencia en la gestión y control efectivo de la misma por organismos independientes.

La realidad se aparta empero de este ideal: actualmente el 90% de la financiación la acaparan PSOE y PP, auténticas supraestructuras paraestatales que tienen al ciudadano secuestrado, dice Ariño, oligarquías que viven desconectadas de la sociedad.

A las fuentes de financiación privada han de añadirse cuatro tipos de financiación pública: subvenciones para gastos de funcionamiento ordinario, para gastos electorales, a los grupos (parlamentarios y municipales) y a las asociaciones y fundaciones vinculadas orgánicamente a los partidos. Las subvenciones pueden provenir del Gobierno o de las Cámaras, sean del Estado o de las Comunidades Autónomas, además de las Corporaciones Locales. Pero toda la variedad se funde en la caja única, y el sistema premia claramente a los partidos que obtienen más votos y escaños: es una pescadilla que se muerde la cola pues ellos son de nuevo quienes más recursos tienen para financiar unas elecciones.
Cambiar algo para que nada cambie

La historia legislativa se inicia con el Decreto-Ley sobre normas electorales de 1977 y la Ley de Partidos de 4 de diciembre de 1978; la Ley Orgánica del Régimen Electoral general (LOREG) de 19 de junio de 1985 reguló las subvenciones electorales y la Ley Orgánica 3/1987 de 2 de julio la financiación de los gastos ordinarios. Desde aquella norma a la Ley Orgánica 8/2007 de 4 de julio, como afirma Ariño, los partidos estuvieron veinte años literalmente mareando la perdiz: era importante hacer algo cara a la galería, aunque en el fondo nada cambiase. Y al contrario: alguna vieja reivindicación se vio satisfecha, como la posibilidad de condonar deuda por los bancos, a la que el PSOE llevaba años aspirando y que finalmente consiguió. Lo resuelve la Disposición Transitoria Segunda de la nueva ley bajo la expresión eufemística de “poder llegar a acuerdos respecto de las condiciones de la deuda que [los partidos] mantengan con las entidades de crédito… según los usos y costumbres del tráfico mercantil habitual…” Vamos, que lo habitual es que el banco le perdone a uno el crédito hipotecario…
La semana que viene, más…

Este diario se hizo eco antes que nadie de la presentación en la Asociación de la Prensa de Madrid del estudio sobre “La Financiación de los Partidos Políticos” del Catedrático de Derecho Administrativo y Vicepresidente del Foro de la Sociedad Civil, Gaspar Ariño, en que se denunciaban, entre otras cosas, la excesiva permisividad de los bancos con la deuda de los partidos. Sin embargo ésta no es sino la consecuencia del creciente gasto en que incurren quienes posteriormente son susceptibles de resultar los detentadores del poder. No parece muy realista esperar que nadie vaya a enfrentarse abiertamente a quien luego quizá, vaya a ser quien le gobierne.