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Cajas de Ahorro (y IV): el amargo despertar
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Cristina Falkenberg

El Valor del Derecho

Por
Cristina Falkenberg

Cajas de Ahorro (y IV): el amargo despertar

Veníamos viendo las pasadas semanas que esas curiosas instituciones a las que llamamos cajas de ahorros habían tenido un desarrollo espectacular como entidades de crédito -tanto que

Veníamos viendo las pasadas semanas que esas curiosas instituciones a las que llamamos cajas de ahorros habían tenido un desarrollo espectacular como entidades de crédito -tanto que eran más de la mitad del sistema financiero español-, fuese por activos, pasivos o número de oficinas. Sin embargo, jurídicamente se trata de instituciones que carecen de una definición precisa. La figura a la que más cabría asimilarlas era la de las fundaciones, si bien de éstas apenas quedaban algunos rasgos básicos. No resulta por tanto aventurado afirmar que por disparatado que parezca, la realidad de un país con una tradición jurídica de más veinte siglos es que hoy, más de la mitad de su sistema financiero pasa por manos de unas personas jurídicas carentes de definición precisa.

Tampoco se sabe con exactitud quiénes son los dueños últimos de tan inmensos patrimonios pues al final de toda cadena de personas jurídicas hay unas personas físicas. Las primeras son mera invención de los hombres que mediante la creación de personas distintas de ellos mismos -en Derecho-, logran poner en común “bienes, dinero o industria”, para el logro de unos fines comunes -entrañen un lucro o no-, y susceptibles de integrar un patrimonio separado del de sus titulares últimos. Pero no hay en Derecho bienes cuyo titular final, último, no acabe siendo, más pronto o más tarde alguien de carne y hueso. El problema es determinar quién sea ese alguien en el caso de las cajas… porque lo tenemos difícil.

Las causas de esta indefinición, sobre todo en los últimos años, podría bien decirse que son fruto no ya sólo de la falta de visión político-financiera, de la torpeza o la simple desidia legislativa, sino incluso de la voluntad deliberada. Parafraseando a Madison para quien “sin dinero no hay Estado”, se puede afirmar que cuanto más dinero más Estado. Partiendo de que el político es un ser que por definición tiene por meta maximizar sus cuotas de poder, no es de extrañar la actual deriva de las cajas de ahorros españolas en cuyo seno campan a sus anchas las oligarquías de los partidos, tomando decisiones por las más variadas razones, incluso las personales y las personalísimas como pronto tendremos posibilidad de ver en esta columna.

Problemas de responsabilidad y agencia

En efecto, el cuarto gran problema que se plantea en las cajas de ahorros es el de rendición de cuentas y responsabilidad de directivos y consejeros, como pone de manifiesto el Profesor Ariño Ortiz en su reciente monografía sobre “La necesaria reforma de la Ley de cajas de ahorros” que venimos siguiendo (Editorial Civitas Aranzadi, Madrid 2010).

Parece una exigencia lógica la de independencia y profesionalidad de los gestores de las instituciones financieras de modo que sus decisiones se hallen guiadas por el interés de la caja y no por el -a veces complejo, oscuro y hasta inconfesable- interés de las personas y grupos que los han nombrado. Pero si esta despolitización en el caso de las cajas es algo más que deseable, ello no deja de tener como consecuencia inmediata que los problemas de agencia se planteen de manera especialmente aguda. En efecto, desvinculadas de los partidos (y sindicatos, etc.) que nombraron a sus gestores, ante la inexistencia de unos propietarios definidos -accionistas, inversores institucionales…- y sin un control continuo por el mercado de la cotización de sus títulos, el resultado será que los gestores acaban respondiendo básicamente “ante Dios y ante la Historia”, como han puesto de manifiesto Luis de Guindos, Vicente Martínez-Pujalte y Jordi Sevilla en “Pasado, presente y futuro de las cajas de ahorros”.

Aludir a que el Consejo de Administración rinde cuentas ante la Comisión de Control y la Asamblea General es pura retórica pues todos ellos responden a una dirección común y pertenecen a unos mismos grupos. Es por ello que Ariño aboga por la existencia de una instancia de carácter técnico, independiente, cuya misión sea la de informar acerca de la situación verdadera de cada caja. Lo cierto y verdad es que tan inquietante como resulta no saber quién sea de verdad el dueño último de más de la mitad de los recursos del sistema financiero español, lo es que las instituciones que se asientan sobre tamaños recursos no respondan realmente ante nadie por la mayoría de sus decisiones. El resultado ha sido también, claro, el de una peligrosa opacidad.

Crisis y fusiones

La actual crisis sólo ha traído a primer plano unos problemas más o menos intuidos, pese a la irresponsabilidad y opacidad institucional. Lo irrazonable de los mecanismos de financiación a disposición de las cajas y el hecho de que la competencia sobre autorización para realizar fusiones resida con las Comunidades Autónomas, sólo ha hecho que los males financieros que aquejaban a estas instituciones se fuesen acumulando.

Empero la lógica económica sugiere que las fusiones deben tener precisamente carácter transautonómico, a fin de diversificar riesgos, expandir las redes, integrar sinergias y evitar solapamientos ineficientes o incluso situaciones de disminución de la competencia. Resultan a estos efectos insuficientes las meras alianzas de cajas en las cuales mediante la creación de una tercera entidad, se ponen en común recursos financieros y tecnológicos, personal y servicios, de modo que se centralicen los accesos a mercados mayoristas, las unidades de riesgos, etc. pero se mantengan por lo demás las “marcas” propias: red de oficinas incluido su personal y obra social propia y diferenciada. Se trata de las SIP: sistemas de protección institucional, fusiones llamémoslas “virtuales” (al menos en buena medida).

Y si estas alianzas en principio escapaban de la necesidad de autorización autonómica previa, no han sido pocas las Comunidades Autónomas que enseguida han reaccionado imponiendo o estudiando imponer controles: Andalucía, Madrid o Castilla y León... Se trata de unos controles políticos claramente dañinos desde un punto de vista empresarial. Yendo a más es que son una manera de forzar la creación de unos grandes bancos públicos regionales, claramente dominados por las élites políticas correspondientes.

A la batalla interna de cada caja se suma así la batalla entre éstas y los bancos por el dominio de la escena financiera, y todo ello transido por la tensión entre el Gobierno central y las autonomías aunque ésta sea una guerra que vengan ganando claramente las últimas. Esto sólo ha retrasado y debilitado la imprescindible acción de un Banco de España cuya actuación debería ajustarse a criterios estrictamente técnicos pero para cuya implementación eficaz, a veces muy amarga, es indispensable el respaldo de un Gobierno que crea en si mismo.

El resultado ha sido el fracaso del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, fuese para la fusión —real o virtual (SIP)— de entidades viables o para aquellas con un riesgo permanente en cuanto a sus posibilidades de supervivencia. En la práctica ha sido tarde para reivindicar que la salvaguardia de la solvencia del sistema es una cuestión que incumbe al Estado a lo largo de todo el ciclo jurídico: legislación, desarrollo normativo y ejecución. Y además los problemas de fondo no eran de ayer. Ayer fue simplemente cuando nos despertamos de golpe.

Veníamos viendo las pasadas semanas que esas curiosas instituciones a las que llamamos cajas de ahorros habían tenido un desarrollo espectacular como entidades de crédito -tanto que eran más de la mitad del sistema financiero español-, fuese por activos, pasivos o número de oficinas. Sin embargo, jurídicamente se trata de instituciones que carecen de una definición precisa. La figura a la que más cabría asimilarlas era la de las fundaciones, si bien de éstas apenas quedaban algunos rasgos básicos. No resulta por tanto aventurado afirmar que por disparatado que parezca, la realidad de un país con una tradición jurídica de más veinte siglos es que hoy, más de la mitad de su sistema financiero pasa por manos de unas personas jurídicas carentes de definición precisa.