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Hasta el monstruo es una víctima
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Manuel Cruz

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Hasta el monstruo es una víctima

De tanto exculpar al individuo a base de responsabilizar a las estructuras, hemos terminado por convertir a aquél en el eslabón más débil de la cadena

Foto: Ilustración: Javier Aguilart
Ilustración: Javier Aguilart

Hace algunas semanas dialogaron en Barcelona, en el trascurso de un acto organizado por Federalistes d’Esquerres, el periodista Joan Tapia y el líder de Izquierda Unida Cayo Lara. Aunque el asunto que les convocaba era el de debatir acerca de las propuestas federalistas presentadas por partidos de ámbito estatal, en un momento dado se suscitó la cuestión de las listas abiertas y, más allá, de la denominada libertad de voto de las personas elegidas en la lista de un partido.

Cada uno de ellos disponía de ejemplos contundentes para reforzar sus respectivas posiciones. Para Cayo Lara, el tamayazo madrileño ejemplificaba a la perfección la estafa a los votantes que podría comportar la consideración del escaño como propiedad del diputado, consideración que subyace a la mencionada libertad de voto. Joan Tapia contraponía aquellos casos -celebrados por toda la ciudadanía- en los que los diputados se han rebelado ante la disciplina de partido y han votado contra propuestas que han considerado decididamente injustas (por ejemplo, la participación en determinadas operaciones militares o la aprobación de leyes que castigaban a los sectores más desfavorecidos).

Someter a un individuo (por más diputado o concejal que pueda ser) a la disciplina de partido no deja de ser una forma de considerarlo menor de edad

En el fondo, más allá de la casuística, lo que parecía estar en juego en esa contraposición era toda una reflexión acerca de la condición humana y, más en concreto, acerca de hasta qué punto recae en los individuos toda la responsabilidad de las acciones en las que intervienen. Someter a un individuo (por más diputado o concejal que pueda ser) a la disciplina de partido no deja de ser una forma de considerarlo menor de edad, o alguien en quien no se puede confiar del todo, en la medida en que no hay forma de garantizar que no ceda a determinadas tentaciones, como sucedió con aquellos dos diputados tránsfugas del PSOE en la Asamblea de Madrid.

Frente a ello, liberarlo del yugo disciplinario parece, a primera vista, una decidida apuesta por la libertad y, en la misma medida, por la plena responsabilidad de los individuos sobre sus actos. Sin duda, este constituye uno de los ejes mayores o pilares sobre los que se diría que se sostiene la visión del mundo hegemónica en nuestras sociedades: la importancia fundamental atribuida a los individuos, entendidos como seres libres y soberanos, importancia de la que se desprenden otras consideraciones, asimismo de la máxima trascendencia, como el valor de la vida humana (puesto en evidencia al contraponerlo a esos fanatismos, tan a la orden del día, capaces de inducir a los individuos a su propio sacrificio personal), de la dignidad de sus condiciones de existencia, etc.

Sin embargo, no está claro que semejante defensa de la libre responsabilidad sea la actitud realmente más extendida en nuestra sociedad, en la que lo que parece generalizado en creciente medida es, por el contrario, la sistemática búsqueda de argumentos exculpatorios (el ambiente familiar, el contexto económico, la inestabilidad emocional...) que minimicen la asunción de responsabilidad por parte de los individuos. Tuvimos ocasión de constatarlo hace algunas semanas, con el caso del avión alemán estrellado por el copiloto en los Alpes. En el momento en el que se conoció la noticia de los problemas psicológicos del Andreas Lubitz, este quedó automáticamente convertido en víctima, lo que a su vez dejó vacante la plaza, aún sin asignar, de responsable del daño.

Algo parecido ocurría poco después en Barcelona. Como señaló Mercé Ivars en un magnífico artículo ("La víctima es Abel Martínez", El País, 07/05/2015), cuando un joven estudiante apuñaló a un profesor en el instituto Joan Fuster de Barcelona, la consellera Irene Rigau se apresuró a señalar que la víctima era el chico, lo que, de manera casi automática, convertía el apuñalamiento en un "desgraciado hecho", "trágica agresión", "triste suceso" o cualquier otro eufemismo con el que quedaba desactivada la auténtica carga de lo sucedido, mientras que, por su parte, el fallecido era relegado a la mera condición de "el maestro difunto", sin más.

Aunque no llegara a tales extremos, análogo bloqueo mental, perplejidad teórica o confusión conceptual parecía detectarse en los redactores de la convocatoria que hizo pública CCOO, titulado "Rebutgem i ens oposem a qualsevol tipus de violència", llamando a una concentración silenciosa de rechazo ese mismo día. ¿A qué aludía ese puntilloso "cualquier tipo de violencia"? ¿Qué reproche temían los autores del escrito? ¿Acaso cuando se denuncia una violación o un episodio de mal trato, de género o infantil, tanto da, alguien añade a continuación la misma puntualización? ¿No se puede condenar un caso de violencia sin, a renglón seguido, condenar "todas las demás"?

No se trata, claro está, de negar la enorme eficacia que desarrollan determinadas instancias estructurales, argumento habitualmente utilizado para rebajar la particular responsabilidad de cada cual. Claro que se puede y se debe hablar de violencia estructural o de daños generados sobre las personas por determinadas realidades sociales, culturales, etc. Pero esa apelación no puede convertirse en coartada justificativa de una enorme y masiva desresponsabilización. El gran peligro -precisamente porque constituye su principal atractivo- de la apelación al mal estructural es que termina por convertirnos a todos en víctimas, por garantizarnos una coartada exculpatoria a cualquier cosa que hagamos. No se trata, repárese en el matiz, de que de esta manera quede negada nuestra libertad, sino de que, cuando ella da lugar a efectos de los que haya que responder, nos blinda de la obligación de tener que hacerlo.

La modernidad pretendía hacer descansar el sentido del mundo sobre el ser humano, y al final ha resultado ser un elemento incapaz de sostener apenas nada

Desde el punto de vista teórico, la paradoja se vería de esta manera culminada. De tanto exculpar al individuo a base deresponsabilizar a las estructuras, hemos terminado por convertir a aquél en el eslabón más débil de la cadena. La modernidad pretendía en un principio hacer descansar el sentido del mundo sobre el ser humano, o convertirlo, copernicanamente, en la nueva clave de bóveda del entero edificio de lo real, y al final ha resultado ser un elemento incapaz de sostener apenas nada o, si se prefiere, de hacerse cargo de acción alguna a poco que ella tenga consecuencias negativas.

Pero que nadie piense que hemos empezado en una anécdota concreta, la del diálogo entre Joan Tapia y Cayo Lara, para terminar en los cielos de la metafísica más abstracta. De lo que se señalaba en el párrafo anterior encontramos ejemplos bien concretos a diario, simplemente consultando la prensa o a través de los informativos de radio o televisión.

La tendencia a la inocentización (que diría el maestro Emilio Lledó) llega al extremo de que se ha convertido en moneda corriente entre políticos e incluso altos cargos económicos culpar al que tiene el cometido de velar por el buen funcionamiento de las instituciones. Lo hacía el PP cuando atribuía la responsabilidad de los desmanes económicos perpetrados por miembros de su partido en diversas instancias al Banco de España por no haberles vigilado. Idéntico razonamiento utilizaba hace escasos días Carme Forcadell al culpar de la corrupción en Cataluña al Estado por no haberla impedido, teniendo, en su opinión, conocimiento de ella (se olvidaba, por cierto, de que cuando éste llevaba a cabo el menor amago de impedirla, el Sr. Pujol, corrupto confeso, sacaba las masas a la calle).

El argumento es tan consistente como el del ladrón que culpara de sus robos a la policía por no haberle controlado lo suficiente. Pero lo más inquietante de todo esto lo constituye que un argumento de semejante entidad haya podido convertirse en moneda corriente en nuestro debate público. El problema, regresando al principio, no es si podemos fiarnos o no de nuestros representantes políticos (de uno en uno o en grupo), sino qué hacemos cuando acreditan que no son de fiar. Ya lo dijo alguien en cierta ocasión, tras los escándalos africanos del anterior monarca: menos retórica de la ejemplaridad y más ejercicio de la responsabilidad.

Hace algunas semanas dialogaron en Barcelona, en el trascurso de un acto organizado por Federalistes d’Esquerres, el periodista Joan Tapia y el líder de Izquierda Unida Cayo Lara. Aunque el asunto que les convocaba era el de debatir acerca de las propuestas federalistas presentadas por partidos de ámbito estatal, en un momento dado se suscitó la cuestión de las listas abiertas y, más allá, de la denominada libertad de voto de las personas elegidas en la lista de un partido.

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