Filósofo de Guardia
Por
'Del porc, se n'aprofita tot' (del cerdo, se aprovecha todo)
El grueso de la responsabilidad por la deriva que terminó adoptando la manifestación del sábado se le debe atribuir a Carles Puigdemont
He esperado a que se celebrara la manifestación unitaria del sábado para escribir estas líneas. Entenderán la razón, digamos que de prudencia. Ustedes, que son personas tan sensibles como razonables, hubieran deseado que en los días inmediatamente posteriores al atentado de las Ramblas los mensajes que lanzaran tanto las fuerzas políticas como los medios de comunicación se centraran en la necesidad de apoyar a las víctimas y a sus familias, en la conveniencia de no criminalizar a ninguna minoría, ni étnica ni religiosa, y en la urgencia de articular la unidad de todos para combatir el terrorismo, debiendo quedar relegado cualquier otro elemento, por importante que pudiera resultar, a un segundo plano. Pero lo cierto es que no ha sido así, y ha sido el desarrollo de la propia manifestación el que ha terminado de certificarlo.
En realidad, cualquier conocedor de la situación política catalana podía verse venir lo que finalmente se hizo patente en el paseo de Gracia la tarde del sábado. Porque desde la primera hora tras el atentado, hubo en las filas independentistas quienes cogían su particular rábano por las hojas y se dedicaban a cosas tales como celebrar como un triunfo diplomático recibir en el aeropuerto de Barcelona a autoridades extranjeras o a proclamar, gozosos, el hecho de que por fin el mundo entero mirara a Cataluña. Pero como no es menos cierto que en la caverna madrileña no faltaban quienes vinculaban los atentados con los refugiados de la guerra de Siria o deslizaban como sospecha la insidia de que el día del atentado no hubiera manteros en las Ramblas, por mencionar solo un par de exabruptos, todavía cabía pensar que estábamos ante meras salidas de pata de banco aisladas.
Pero con el paso de los días se fue viendo con claridad que los independentistas en el poder en Cataluña no se planteaban ni remotamente la posibilidad de que el nuevo y brutal escenario que se había abierto entre nosotros tras los atentados de las Ramblas aconsejara poner en primer plano otras prioridades, y ya no digamos alguna forma de replanteamiento político de su estrategia. Más bien al contrario, estaban firmemente decididos a aplicar a la situación creada lo que el dicho catalán afirma respecto a los cerdos: 'Del porc, se n'aprofita tot'" (del cerdo se aprovecha todo), utilizando en beneficio de su proyecto político cuanto había ocurrido y, por descontado, cuanto pudiera ocurrir como consecuencia de ello.
En esa línea iban buena parte de los elogios oficiales a la actuación de los Mossos. Apuntaban en realidad (como quedó claro al excluir del elogio y del reconocimiento institucional a cualquier cuerpo policial estatal) a introducir entre la ciudadanía catalana la tesis de que la gestión de los acontecimientos había demostrado que el Estado español es aquí rigurosamente innecesario. El mensaje-fuerza que a partir de un determinado momento no cesó de reiterarse, utilizando a la policía autonómica catalana como excusa, fue el de que Cataluña habría acreditado en el plano de los hechos su plena capacidad para gobernarse por sí misma. Según este planteamiento, la gestión del Govern después de los atentados, incluyendo en este capítulo la investigación de los ataques y la desarticulación de la célula terrorista, habría proporcionado al Ejecutivo catalán la oportunidad de demostrar que puede gobernar independientemente de Madrid.
El mensaje no deja de ser contradictorio con el que muchas de esas mismas voces vienen lanzando desde hace tiempo como argumento fundamental a favor de la independencia, pero a estas alturas del 'procés' está claro que las contradicciones no arredran al grueso de sus partidarios. Porque no deja de ser llamativo que el signo del mensaje que se ha difundido estos días sea exactamente el opuesto al que en sus inicios utilizaron los impulsores del 'procés' para defender la inevitabilidad de la independencia. Se dedicaban a repetir entonces que esta era la única opción para evitar el languidecimiento de Cataluña, su proceso de deterioro y conversión en una mera circunscripción administrativa sin el menor contenido político, efectos todos ellos derivados de los procesos de recentralización y laminación de competencias emprendidas por Madrid. Las demandas de autogobierno desembocaban de manera ineludible, según ellos, en la reivindicación independentista.
Pues bien, ahora se nos dice, sin pestañear ni mostrar el menor sonrojo, que el grado de autogobierno alcanzado por la Generalitat es tal que, en realidad, basta con un empujoncito para ratificar la desconexión con España, en realidad ya un mero trámite pendiente del referéndum que se reclama. Repárese que el argumento podría servir exactamente para lo contrario: si ya están satisfechas las demandas de autogobierno, si tan capaz es Cataluña de resolver los problemas que se le plantean sin necesidad de España (como la gestión del atentado acreditaría), ¿qué necesidad hay de independencia? Pero a la vista está que tales minucias argumentativas no hacen mella en los convencidos.
No entiendo cuáles son los aspectos que justifican el estruendo de abucheos, silbidos y descalificaciones del pasado sábado
Ahora bien, sin duda donde con más claridad se ha hecho visible la voluntad del independentismo de utilizar en su provecho las consecuencias del atentado ha sido en la propia manifestación del pasado sábado. Ya sé que se ha convertido en una especie de ritual de obligado cumplimiento en algunos ambientes apresurarse a señalar, cuando se lleva a cabo alguna crítica al independentismo, el aspecto simétrico o equivalente en que el Gobierno del Partido Popular es también merecedor de crítica. Pero, con toda franqueza, no se me alcanza cuáles son los aspectos del comportamiento en estos días del Gobierno del Partido Popular o de la jefatura del Estado merecedores de un reproche mínimamente serio (porque no creo que lo merezca la puntual discrepancia entre el ministro del Interior y el 'conseller' correspondiente respecto a la desarticulación del comando autor del atentado) que justifiquen el estruendo de abucheos, silbidos y descalificaciones que tuvimos ocasión de presenciar el pasado sábado, por encima de la causa común del rechazo al terrorismo y de la solidaridad con las víctimas que supuestamente daba sentido a la convocatoria.
El momento del luto —de los homenajes debidos, de las manifestaciones de repulsa, esto es, de la necesaria liturgia pública para metabolizar el dolor colectivo— no puede ser instrumentalizado para convertirlo, propagandísticamente, en signo de adhesión y respaldo a una determinada gestión. La obligación democrática de rendir cuentas por los propios actos, precisamente por la enorme trascendencia de situaciones como las que hemos vivido, es rigurosamente insoslayable y no puede ser sustituida por baños de multitudes ni otros gestos análogos, destinados en exclusiva a ser reproducidos por los medios de comunicación del día siguiente.
En Cataluña, los responsables políticos llevan demasiado tiempo sin ejercer de tales, esto es, sin responder de sus actos. En el caso del Govern de la Generalitat, porque apenas tiene nada de lo que responder, consagrado en exclusiva como se encuentra a preparar el desenlace del 'procés', y en el del Ayuntamiento de Barcelona, porque la acreditada capacidad de su alcaldesa para decir una cosa y su contraria con escasísima diferencia de tiempo (capacidad que hasta el momento solo había aplicado al debate soberanista, y que ahora ha decidido utilizar para las cuestiones de seguridad, negando y afirmando en la misma semana y con el mismo énfasis la necesidad de colocar obstáculos para la prevención de atentados en el espacio urbano) con demasiada frecuencia es celebrada en medios locales escasamente críticos como muestra de reflejos políticos y no como incumplimiento.
De ambas instancias, ayuntamiento y Generalitat, ha sido la responsabilidad de la organización de la manifestación. De la propia Colau fue, según parece, la idea de desdibujar la presencia de las autoridades políticas del Estado (las locales y autonómicas llevaban expuestas en público varios días) cediendo la cabecera a voluntarios, cuerpos de seguridad, personal sanitario, etc. También fue la alcaldesa la que planteó que no se exhibieran banderas de ningún tipo. Con escaso éxito, como se pudo comprobar, tal vez porque, jaleada por sus afines, ella misma ha acabado por confundir locuacidad con autoridad, hiperactividad mediática con instinto.
Pero, sin duda, el grueso de la responsabilidad por la deriva que terminó adoptando la manifestación del sábado se le debe atribuir a Carles Puigdemont. No solo porque el máximo de responsabilidad corresponde por principio al que más poder detenta, sino porque, en concreto, sus declaraciones al 'Financial Times' del día anterior a la manifestación, acusando al Gobierno central de "jugar a hacer política" con la seguridad de los catalanes, al margen de que constituyeran un obsceno ejercicio de indecencia política, contribuyeron de manera determinante a la generación del lamentable clima de desunión y fractura que se vivió en el paseo de Gracia, clima que habían venido propiciando en los días anteriores personajes y organizaciones en la órbita del Govern.
En estos días me ha resultado poco menos que inevitable recordar el atentado de Atocha y la burda manera en que el Gobierno del Partido Popular de entonces intentó extraer beneficio político de aquel trágico suceso. Al evocarlo, y al comparar su comportamiento con el de quienes hoy gobiernan en Cataluña, no he podido por menos que preguntarme: ¿de verdad se creen mejores que Aznar?
He esperado a que se celebrara la manifestación unitaria del sábado para escribir estas líneas. Entenderán la razón, digamos que de prudencia. Ustedes, que son personas tan sensibles como razonables, hubieran deseado que en los días inmediatamente posteriores al atentado de las Ramblas los mensajes que lanzaran tanto las fuerzas políticas como los medios de comunicación se centraran en la necesidad de apoyar a las víctimas y a sus familias, en la conveniencia de no criminalizar a ninguna minoría, ni étnica ni religiosa, y en la urgencia de articular la unidad de todos para combatir el terrorismo, debiendo quedar relegado cualquier otro elemento, por importante que pudiera resultar, a un segundo plano. Pero lo cierto es que no ha sido así, y ha sido el desarrollo de la propia manifestación el que ha terminado de certificarlo.
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