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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Emociónese y calle

De lo que se trata ahora es de poner el foco de la intensidad emotiva sobre aspectos particulares con el objeto de generar en relación con ellos un fuerte sentimiento de adhesión

Foto: Pancartas en la manifestación contra los atentados yihadistas en Cataluña. (EFE)
Pancartas en la manifestación contra los atentados yihadistas en Cataluña. (EFE)

Lo más normal es que los eslóganes con los que se convoca una manifestación incluyan un elemento de rechazo o repudio, dado que tales convocatorias se suelen hacer tras un suceso que parece, en efecto, digno de una enérgica condena por parte de la ciudadanía. En ocasiones, a ese elemento se le añade otro, complementario, que destaca en nombre de qué se produce la condena o, si se prefiere, a favor de qué se está para evitar que ese tipo de sucesos se repita.

Si alguien, absolutamente desinformado de lo que había sucedido en las Ramblas de Barcelona el 17 de agosto, se hubiera tropezado con la manifestación que tuvo lugar en la misma ciudad una semana después, lo más probable es que hubiera pensado que el ejército español, sirviéndose de un sofisticado armamento de producción propia, había atacado una mezquita o un barrio de una ciudad catalana con mayoría musulmana en su vecindario. Se trataría de una deducción perfectamente lógica por parte de nuestro desinformado imaginario, a la vista del contenido del grueso de las pancartas, en las que en lo que más se insistía era en el rechazo a la islamofobia y en la crítica al Estado español, no solo por las amistades peligrosas de su jefe, sino por la producción armamentística de sus empresas, rechazo y crítica solo contrapesados en la apariencia de positividad por una difusa reivindicación de la diversidad y la tolerancia.

Desde hace unos años, se ha convertido en un lugar común en Cataluña la afirmación según la cual el nuevo independentismo emergente no tiene nada que ver con el nacionalismo hasta ahora hegemónico. Más allá de la inequívoca intención de no verse salpicados por todo lo que han comportado las décadas de poder nacionalista (con una corrupción sistémica que nada tiene que envidiar a la del PP), estos independentistas de nuevo cuño también pretenden marcar distancias con el discurso, fundamentalmente sentimental, del viejo nacionalismo. Viejo pero, por cierto, todavía en vigor hasta hace poco. ¿En cuantas ocasiones el anterior —y astuto— 'president' de la Generalitat no basó en el 'sentiment' todo cuanto defendía, desde la propia existencia como nación de Cataluña a la reclamación de autogobierno, pasando por cada uno de los puntos del listado de sus reivindicaciones?

Estos independentistas de nuevo cuño pretenden marcar distancias con el discurso sentimentalista del viejo nacionalismo

Tal vez ese recurso, globalmente considerado, ya no se vea tan utilizado con Puigdemont, que parece haber hecho suyo el talante de Esquerra al respecto, pero no me atrevería a afirmar que haya desaparecido por completo. Tengo la sensación de que más bien se ha transformado, y que a lo que estamos asistiendo últimamente es a la aparición de nuevas estrategias de ese mismo recurso (si me permiten el abrupto neologismo, de 'sentimentalización'). No tiene mucho de extraña la perseverancia en él, a la vista del magnífico rendimiento que proporcionó en el pasado y de la permanencia de un público muy bien dispuesto, casi en la frontera de la credulidad, y que, aunque pretenda marcar distancias de las variantes más tópicas del mismo, sigue mostrándose receptivo hacia dicha manera, fundamentalmente emotiva, de tratar los asuntos políticos.

Se diría que, frente a la antigua estrategia de intentar generar una intensa identificación emotiva con una idea de carácter general —la de Cataluña como nación—, de lo que se trata ahora es de poner el foco de la intensidad emotiva sobre aspectos particulares, variables según el momento, con el objeto de generar en relación con ellos un fuerte sentimiento de adhesión. Con dicha operación se consigue lo que el viejo nacionalismo ya conseguía respecto a lo que le interesaba, y es sustraerlos del debate y de la crítica.

La defensa de la actuación de los Mossos se volvió un argumento para reivindicar la capacidad de Cataluña para enfrentarse a cualquier reto

La cosa se hizo particularmente evidente tras el atentado de las Ramblas el pasado mes de agosto. La defensa de la actuación de los Mossos se convirtió en argumento apenas disimulado para reivindicar la capacidad de Cataluña para enfrentarse a cualquier reto, incluido el más dramático, sin necesidad de recurrir al Estado español. La utilidad 'publicística' del argumento era evidente, y a remachar el clavo se dedicaron tanto desde el entorno más inmediato del Govern como desde los medios afines. A este respecto, el tan entusiasta como prematuro ensalzamiento de la figura del 'major' de los Mossos, Josep Lluís Trapero, o las precipitadas condecoraciones a este cuerpo jugaban un claro papel político-ideológico en la tarea de generar una fuerte identificación emotiva.

Es desde este propósito desde el que conviene interpretar la airada reacción de los medios oficiales catalanes cuando, tras la publicación de determinadas noticias que ponían en cuestión algunos aspectos de las actuaciones de los Mossos, creyeron ver en peligro el nuevo relato construido al efecto. Un claro representante de dicha actitud airada vino a ser el portavoz del Govern catalán, Jordi Turull, que desafió ("si alguien lo que quiere insinuar es que este atentado se podía haber evitado que lo diga, que tenga el coraje de decirlo") a quien se le pudiera pasar por la cabeza plantear la menor crítica a la policía catalana en lo tocante al aviso enviado por el Gobierno de los Estados Unidos sobre un posible atentado en las Ramblas. Aquel que osara hacerlo ya sabía a qué atenerse y a qué se exponía: pasaría a ser considerado un miserable, lo que en boca de Turull equivale a mal catalán.

Se equivocaría severamente quien pensara que la amenaza de acusación que recibiría el réprobo era puramente retórica o estaba destinada a caer en saco roto. Al contrario: queda fuera de toda duda su eficacia. Incluso me atrevería a afirmar que es mediante este orden de procedimientos como se va configurando esa espiral del silencio de la que una sociedad democrática debería avergonzarse, cuya mera mención tan nervioso pone al soberanismo pero que, al trasluz de los ataques que ha recibido el director de 'El Periódico' (por no hablar de Jordi Évole o de tantos otros en absoluto sospechosos de reaccionarios españolistas), se hace a todas luces evidente que funciona en Cataluña a toda máquina.

Nadie debería extrañarse, en consecuencia, que resulte extremadamente difícil encontrar en la prensa y en los medios de comunicación catalanes de mayor difusión artículos que hayan llevado la crítica un paso más allá de —como mucho y tras los elogios de ordenanza a los Mossos— cuestionar si Younes Abouyaaqoub, el conductor de la furgoneta, debía haber sido abatido o dejado con vida para obtener una información valiosísima. La razón es clara: cualquier otro cuestionamiento provoca que quien lo plantee quede automáticamente ubicado por el oficialismo catalán en lo más profundo de la caverna mediática madrileña, al lado de los opinadores de la derecha más reaccionaria. O si se quiere plantear esto mismo desde la perspectiva de los efectos: la autocensura —esa autocensura de la que tanto se viene hablando últimamente— constituye la desembocadura poco menos que inevitable de premisas como las que acabamos de dibujar.

Cualquier otro cuestionamiento provoca que quien lo plantee quede ubicado por el oficialismo catalán en lo profundo de la caverna mediática madrileña

Ahora bien, si de veras lo único que, tras el duelo, realmente importa es poner los medios para que nada parecido pueda volver a repetirse entre nosotros, la crítica y el señalamiento de lo que no ha funcionado bien deberían resultar a todas luces prioritarios. El problema, a estas alturas, es si efectivamente los políticos catalanes hoy en el poder comparten la misma prioridad. Porque el ejemplo de su incapacidad para asumir el menor reproche, así como el comportamiento que exhibieron en el momento en que lo que tocaba era una clara manifestación de repulsa del terrorismo, de solidaridad con las víctimas y de unidad democrática, nos lleva a ser francamente escépticos al respecto.

No resulta fácil esperar grandes cosas de quienes no solo se resisten como gato panza arriba a reconocer el más mínimo error, sino que utilizan las manifestaciones como ocasión para generar las adhesiones emotivas que les convienen, esto es, para 'sentimentalizar' a la ciudadanía en la dirección de sus intereses políticos más coyunturales.

Lo más normal es que los eslóganes con los que se convoca una manifestación incluyan un elemento de rechazo o repudio, dado que tales convocatorias se suelen hacer tras un suceso que parece, en efecto, digno de una enérgica condena por parte de la ciudadanía. En ocasiones, a ese elemento se le añade otro, complementario, que destaca en nombre de qué se produce la condena o, si se prefiere, a favor de qué se está para evitar que ese tipo de sucesos se repita.

Mossos d'Esquadra Nacionalismo