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La eternidad no es lo que era
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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La eternidad no es lo que era

¿A qué viene seguir reclamando el derecho a la autodeterminación si, según su propio relato, ya ha sido ejercido por los ciudadanos catalanes?

Foto: Manifestación para pedir el referéndum del 1 de octubre en la Diada del año pasado. (EFE)
Manifestación para pedir el referéndum del 1 de octubre en la Diada del año pasado. (EFE)

Aquí, en Cataluña, a lo que algo dura un poco más de la cuenta enseguida le llaman eterno. Creo que fue Carod Rovira quien acuñó la expresión "empate eterno" en la época en la que CiU y PSC andaban estancadas en muy parejas preferencias del electorado y él pretendía que ERC fuera clave para permitir el desempate. Pero no es este el único caso que se puede mencionar de tan peculiar interpretación de la eternidad.

Cuando falleció Tito Vilanova, el sucesor de Pep Guardiola en el banquillo del Barça, en la capilla ardiente instalada en el Camp Nou podía leerse, bajo la foto del fallecido, la frase "eterno para siempre", en lo que no dejaba de constituir una curiosa redundancia (si eterno es aquello que, por definición, no tiene principio ni fin, el "para siempre" resultaba de todo punto reiterativo).

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Sin duda llama la atención que muchos de esos políticos que en la primera década del presente siglo hablaban en tales términos, ahora hayan cambiado de registro a propósito del nuevo empate que existe en la sociedad catalana entre secesionismo y constitucionalismo. Si de verdad se creían lo que entonces decían, ahora deberían proponer una nueva articulación de las fuerzas políticas que permitiera salir del bloqueo institucional en el que se encuentra sumida Cataluña. En cambio, lejos de proponer eso, parecen estar haciendo una apuesta que, como poco, entra en contradicción con sus premisas pasadas. Porque, en efecto, desde hace un tiempo hablan de insistir en el esquema preexistente, el que precisamente ha abocado al empate, solo que intentando "ensanchar la base social" de los suyos. Con este nuevo planteamiento abandonan, es cierto, un esquema de imposible justificación, el de la eternidad, pero para incurrir en otro que también está lejos de ser obvio.

Foto: El exprsidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en una imagen de archivo. (Reuters)

Y es que en la historia, por definición, todo es contingente y finito (por eso es historia), y las apariencias de necesidad o de eternidad no pasan de ser un espejismo engañoso. Un espejismo destinado a consolar o a reforzar —en este punto resulta obligada a la referencia a Gramsci—, pero engañoso al fin. De la apariencia de eternidad, que se da, desde luego, se podría decir lo mismo que decía el poeta simbolista francés Hénri de Régnier acerca de la eternidad del amor: "el amor es eterno mientras dura". Pero aceptar la finitud de algo para, a continuación, atribuirle a su particular duración un signo predeterminado no pasa de constituir la sustitución de un mito, el de su eternidad, por otro. En este caso, por el mito del progreso.

Porque, en efecto, los defensores de acabar con el empate actual a base de considerar asegurada la victoria futura dan por descontado el signo de la evolución que seguirá la realidad. Y así, repiten afirmaciones del siguiente tenor: si en tan poco tiempo —el que ha durado el 'procés'— ya hemos llegado hasta aquí, con un ligero empujoncito más alcanzaremos por fin la meta soñada. El argumento es calcado, cambiando las referencias, del que me presentaba a finales de los años sesenta, recién ingresado yo en la facultad de Filosofía y Letras de la UB, aquel responsable del PSUC que me hacía proselitismo para captarme para la organización: si en los cincuenta años que han transcurrido desde la revolución rusa, un tercio de la humanidad ya vive en países socialistas, estate seguro, me subrayaba con énfasis, que para cuando venga a acabar el siglo XX el planeta por entero habrá abrazado la causa del socialismo.

"No cabe prejuzgar la deriva de los acontecimientos en la historia y hacerlo no deja de ser una variante específica de pensamiento mítico, la progresista"

Cosas semejantes pensaban sin duda los secesionistas quebequenses tras su segundo referéndum o buena parte de los independentistas vascos en la época de máxima euforia del Plan Ibarretxe, por poner solo un par de ejemplos en los que gustan de mirarse los secesionistas catalanes, y ahora unos y otros están como están. Evoluciones ambas que si algo acreditan es que no cabe prejuzgar la deriva de los acontecimientos en la historia y que hacerlo no deja de ser una forma de incurrir en una variante específica de pensamiento mítico, la progresista.

Por supuesto que alguien podría argumentar que a estas alturas resulta francamente difícil continuar manteniendo una idea tan ingenua y lineal del progreso, sobre todo a la vista de las numerosas refutaciones que un convencimiento de este tipo ha padecido desde hace un tiempo. Pero no se olvide que una de las características del fanatismo es precisamente la de ser inmune a la refutación. Baste con constatar el nulo efecto disuasorio que tuvieron sobre el electorado independentista en las autonómicas de diciembre de 2017 los sonoros fracasos que acababan de sufrir las promesas de sus líderes (con la huida de Cataluña de las principales empresas o la nula solidaridad con la recién nacida república catalana por parte de ningún estado europeo).

placeholder Un grupo de personas votan en el referéndum sobre la independencia de Cataluña. (EFE)
Un grupo de personas votan en el referéndum sobre la independencia de Cataluña. (EFE)

Probablemente, tamaña resistencia a la falsación solo sea explicable atendiendo al hecho de que, en el caso del independentismo, el pensamiento mítico de matriz progresista se dobla de pensamiento mágico, uno de cuyos rasgos fundamentales es, como se sabe, el convencimiento de que la mente crea mundo, produce realidad. Pues bien, no deja de ser una variante de este pensamiento el que lleva a sostener a tantísimos independentistas que su sentimiento funda derecho. Y así, proclaman sin pestañear y reiteradamente que, puesto que no se sienten españoles, no son españoles (como si el pasaporte o el DNI fueran cartas de amor, y no documentos civiles). O que, dado que se sienten independientes, son ya realmente independientes. No otros eran, a fin de cuentas, los términos en los que se expresaba hace poco una portavoz de ERC, Marta Vilalta al afirmar: "votamos República, decidimos República, proclamamos República, nos sentimos República [sic], pero no la hemos podido desplegar".

Tal vez tenga razón Daniel Gascón cuando señala que lo que ha ocurrido en Cataluña no ha sido un golpe de Estado tradicional, sino un golpe de Estado posmoderno, pero entonces habría que añadir, para acentuar la especificidad de lo ocurrido entre nosotros, que dicho golpe se ha apoyado en un pensamiento mágico que, en sentido propio, no atiende a razones porque él mismo funda su propia racionalidad. De ahí que no solo las refutaciones resulten irrelevantes, sino que incluso las propias contradicciones carezcan de la menor importancia, sin que generen la más mínima sombra de preocupación o inquietud.

"¿A qué viene seguir reclamando el derecho a la autodeterminación si, según su propio relato, ya ha sido ejercido por los ciudadanos catalanes?"

Únicamente de esta manera se entiende que los independentistas puedan hacer en público determinadas afirmaciones sin que nadie entre los suyos parezca percibir la inconsistencia de lo afirmado. Así, en el fragmento antes citado de la portavoz de ERC se afirmaba, además de la intensidad del sentimiento independentista, alguna otra cosa, de indudable interés añadido en la medida en que señalaba con claridad el punto del presunto trayecto ascendente hacia la cima de la independencia en el que nos encontramos. Porque si, como declaraba esta mujer, el referéndum ya tuvo lugar, el pueblo catalán tomó su decisión y la república ya ha sido proclamada, quedando ahora tan solo pendiente "hacerla efectiva", todo eso significa, en suma, que la autodeterminación ya se ha ejercido y ahora es cuestión de (correlación de) fuerzas su materialización. Pero entonces, ¿a qué viene seguir insistiendo y reclamando como cosa pendiente el derecho a la autodeterminación si, según su propio relato, tal derecho ya ha sido ejercido por los ciudadanos catalanes?

Tal vez lo que de veras debería preocuparnos a todos no es que los secesionistas hayan ganado la batalla del relato, algo que a estas alturas nadie parece dispuesto a discutir, sino que hayan podido hacerlo con un relato errático, trufado de contradicciones, renuncios y promesas incumplidas. Digámoslo, si se prefiere, de esta otra manera: que pueda llegar a proponerse como enésima hoja de ruta ¡un cuarto! referéndum (contando las llamadas plebiscitarias) de presunta autodeterminación, sin que quienes se atreven a formular la propuesta alcancen a sentir ni siquiera un ligero rubor en sus mejillas, resulta, como indicador de la salud política de una comunidad, decididamente alarmante. Nada es eterno, desde luego, pero habrá que convenir que el 'procés' empieza a parecerlo. Eterno para siempre, añadirían algunos a buen seguro.

Aquí, en Cataluña, a lo que algo dura un poco más de la cuenta enseguida le llaman eterno. Creo que fue Carod Rovira quien acuñó la expresión "empate eterno" en la época en la que CiU y PSC andaban estancadas en muy parejas preferencias del electorado y él pretendía que ERC fuera clave para permitir el desempate. Pero no es este el único caso que se puede mencionar de tan peculiar interpretación de la eternidad.

Quim Torra Carles Puigdemont