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España no es país para viejos (que huelen)
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Ángeles Caballero

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España no es país para viejos (que huelen)

El olor a viejo, a anciano, a persona mayor, a abuelo y a cuantos eufemismos quieran ustedes forma parte de mi mapa de olores, y me niego a renunciar a él

Foto: Foto: EFE.
Foto: EFE.

Esta mañana, cuando abrí la puerta del cuarto de mis hijos para despertarles, olía a algo parecido a tigre sudado (como si hubiera tenido uno cerca alguna vez). Para escribir, puse una vela que supuestamente huele a frutos del bosque. Pasé por una casa de cuya cocina salía un aroma exactamente igual al filete de ternera que se freía en la cocina de mi infancia.

La semana pasada, cuando estuve en el hospital con mi madre, olía al mismo desinfectante que me penetró el hipotálamo los dos años que estuve saliendo y entrando en el hospital con mi padre. El padre que se me fue en enero de 2017, el mismo mes y el mismo año que mi madre entró en una residencia de ancianos a la que voy desde entonces todos y cada uno de los santos días. Mi madre tiene 80 años y la piel suave, porque una vez que me hice cargo de ella juré que nunca pasaría hambre y que siempre estaría hidratada. Sus ocho décadas huelen a un perfume de Lâncome, huelen a la casa que lleva más de año y medio sin pisar, huelen a que nada malo va a pasarme, huelen a la mujer que me tomaba la lección a diario (incluye época universitaria).

Sus ocho décadas huelen a la casa que lleva más de año y medio sin pisar, a que nada malo me va a pasar, a la mujer que me tomaba la lección a diario

Una empresa ha lanzado un perfume que cuesta casi 200 euros para eliminar el olor a viejo. El mismo olor que dicen los científicos que empezamos a producir una vez cumplidos los 30 (lo siento, queridos). Un olor a rancio, que dicen algunos, que escriben algunos, y cuya culpa recae en una molécula que se genera en la piel y que responde al nombre de 2-nonenal. El mismo olor desagradable que se respira en los asilos por muy limpios que estén, declaran algunos.

Foto: Vista parcial del huerto y las viviendas de la Cooperativa Trabensol
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En España había a 1 de enero de 2016 más de 8,6 millones de mayores de 65 años. Los octogenarios suponen el 6% de toda la población y las estadísticas y el INE dicen que en 2066 seremos 14 millones de ancianos. Hoy, en uno de cada tres hogares vive una persona mayor, probablemente acompañada de ese combo que viene con la vejez llamado obesidad y diabetes. En España, dice un informe del CSIC, ellos mueren casados, ellas viudas. También dice que son las hijas las que se encargan de los cuidados de ambos. Que no me cuenten esa película que me la sé.

El olor a viejo, a anciano, a persona mayor, a abuelo y a cuantos eufemismos quieran ustedes forma parte de mi mapa de olores, y me niego a renunciar a él. Ese olor que me recibe cada tarde cuando llego a ver a mi madre; como la bendición de Marita, una residente a la que rezar y las canciones de su infancia le ayudan a vivir su vejez; como Carmen, a la que una demencia atroz le hace vivir entre la risa y la pena; como Germán, que una vez fue director de cine pero al que en casi dos años no he escuchado jamás hablar.

Aparcamos a nuestros viejos por las prisas y porque en nuestro día a día repleto de ácido hialurónico, viajes y gimnasio no nos queda tiempo para ellos

En tiempos en los que la juventud está sobrevalorada y sobreatendida, aparcamos a nuestros viejos por las prisas y porque en nuestro día a día repleto de ácido hialurónico, reuniones, viajes y gimnasio no nos queda tiempo para ellos. Yo misma vivo cada día con el peso de la culpa a las espaldas, preguntándome si no sería mejor tener el olor de mi madre en el salón. Como si el olor a bebé, ese al que unánimemente se venera, no incluyera vómitos y pañales con un olor parecido al infierno.

Noticias como esta me trasladan a unos cuantos años atrás, cuando vi 'La isla', una película protagonizada por Scarlett Johansson y Ewan McGregor en la que se proyectaba un futuro a corto plazo llenos de seres clonados. Seres de plástico en una isla de plástico con una vida de plástico. Por eso quiero mantener una carpeta abierta en el cerebro en la que se guarde el olor a viejo de mis padres, el de mi receta de pollo asado, el de mi tía Maricarmen, que nunca se acuesta sin darse crema en los talones… No quiero seres incoloros e inodoros. “El agua, pa’ las ranas”, dice mi madre. Cualquiera le lleva la contraria.

Esta mañana, cuando abrí la puerta del cuarto de mis hijos para despertarles, olía a algo parecido a tigre sudado (como si hubiera tenido uno cerca alguna vez). Para escribir, puse una vela que supuestamente huele a frutos del bosque. Pasé por una casa de cuya cocina salía un aroma exactamente igual al filete de ternera que se freía en la cocina de mi infancia.

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