Ideas ligeras
Por
Las mujeres del campo: la trinchera olvidada por el feminismo militante
Si pensaban que la igualdad era complicada en nuestras vidas urbanitas, con el campo hemos topado
La Encuesta de Población Activa del tercer trimestre de este año pone los números: en España, 768.400 ocupados trabajan en la agricultura, de los que 175.000 son mujeres. Pero detrás de cada número hay una historia por contar. 175.000 historias en cuyo relato podrían incluirse este puñado de frases: “Nos pasamos el día en el campo pero los que toman las decisiones son ellos”, “las propias mujeres no lo reconocen como trabajo, piensan que forma parte de su quehacer diario, como ocuparse de su familia”, o un contundente resumen de su día a día: “Mientras hago las croquetas, echo una mano con la contabilidad”.
Ayer y hoy se reunieron en un hotel de Madrid, en la segunda edición del congreso internacional organizado por Afammer —la Asociación de Familias y Mujeres del Medio Rural—. Un encuentro en el que se trataba de que tomaran la palabra, que se reconociera el trabajo que desempeñan, que se hablara de avances y de techos de cristal y hormigón, de lo complicado que lo tienen para conciliar y para conectarse a internet. Si pensaban que la igualdad era complicada en nuestras vidas urbanitas, con el campo hemos topado.
Y eso que la invisibilidad no es el problema más urgente. La remuneración es, en demasiadas ocasiones, un precioso animal mitológico. Una desigualdad que les impide la independencia económica, ascender a los puestos de poder y, lo que es más grave, eleva sus posibilidades de ser víctimas de la violencia de género. Quizá por ello Soledad Murillo, secretaria de Estado de Igualdad, habló de autoestima, de cotitularidad y de cómo lo que hacen es una lección para sus hijas y para sus nietas, del orgullo y la necesidad de reparación. “Sin vosotras, el campo sería insostenible”.
“Cuando tengo que afilar una cadena o arreglar un carburador, me voy a un sitio donde no me vean y luego digo que lo ha hecho el mecánico”. Inés Hidalgo lleva 17 años trabajando en la empresa de maquinaria agrícola Stihl y ha escuchado en multitud de ocasiones frases como esta. “Trabajo en una empresa con 600 puntos de venta y siempre se nos relaciona con un mundo masculino, de fuerza… y es verdad, porque apenas una decena de esos puntos están regentados por mujeres”, dice. Empieza a enumerar los talones de Aquiles de ellas en el mundo rural y no para: “Conciliar es complicadísimo”; “¿sabías que al 15% de los pueblos de Castilla-La Mancha no llega internet?, ¿y que muchas ni siquiera se apuntan al desempleo?”.
Con este panorama, advierte de la amenaza de la despoblación de los pueblos y sus consecuencias. Porque los jóvenes se van porque no pueden estudiar y no tienen acceso a las tecnologías. Porque faltan referentes. “Tú me dirás quién de niña juega a ser mujer rural”, dice entre risas.
A Carmen Calvera, de Agudo (Ciudad Real), no le han hecho falta referentes. A sus 54 años, habla con pasión de su vida en este pueblo manchego de 1.800 habitantes. “La maquinaria nos ha ayudado, entre otras cosas, a tener el campo más limpio”, dice atusando su melena pelirroja. Trabaja en una explotación de aceitunas y otra de pistachos, mientras que su marido tiene una ganadería de vacas y ovejas. Se queja sobre todo de las infraestructuras. “Vivir a 100 kilómetros de la ciudad hace que me tenga que hacer cada semana 300 de ida y otros 300 de vuelta para llevar a mi hija al conservatorio. Por no hablar de la banda ancha, que más bien es estrecha. Y necesitamos hacer cursos en internet para hacer las cosas mejor”, cuenta. Pide a los que legislan que piensen en carreteras, no tanto en estaciones de AVE, y en hacer de los pueblos un entorno favorable para que los jóvenes, una vez acabadas sus carreras universitarias, vuelvan.
“Me formé en peluquería y en técnico sanitario, pero mi padre enfermó, mi madre tenía que cuidarlo y acabé echándome la plantación a las espaldas. Cultivo pimientos, pepino y sandías”, explica Manuela Maldonado, de El Ejido (Almería). Echa de menos la presencia femenina en su entorno: “He estado haciendo colas para comprar productos fitosanitarios y he escuchado decir: ‘Podía estar en la cocina”; “en las reuniones de socios somos más de 100 personas y apenas tres o cuatro somos mujeres, y que una hable es complicado”, añade. Faltan ellas en las cúpulas de poder, apenas hay encargadas de almacén, capitanas de plantación. Carmen Calvera la interrumpe e inician su propia conversación:
Carmen: “No hay mujeres dirigiendo cooperativas. ¡Si no nos invitan a las reuniones ni al vino español!”.
Manuela: “Pues tendrás que ir sin que te inviten”.
Carmen: “Si las aceitunas son mías”.
Manuela: “Mejor me lo pones”.
Carmen: “Y hay trámites y burocracias que yo no tengo pero mi marido sí”.
Manuela: “Eso puedes hacerlo tú, entérate bien”.
Cuando piensas que la vida está difícil, viene Justina Montalico y lo pone todo patas arriba. Presidenta de la Coordinadora de Mujeres Aymaras de Perú, sabe lo que supone la marginación de las indígenas por parte de todas las instituciones. Lejos de explicarlo indignada, habla bajito, sin perder la sonrisa y con una falda de volantes roja que se balancea mientras camina. “Solo la Iglesia nos ha ayudado, siempre nos hemos sentido aisladas, pero llevamos 35 años caminando lento y seguro”, dice.
“A veces los esposos no te dejan salir cuando ven que te formas”, explica sin alterarse. Pero desde hace una década, muchas de las 400 mujeres (solteras, viudas y huérfanas especialmente) que componen su comunidad se dedican a la artesanía. Y 10 años después, y una vez liberadas del intermediario (“nos pagaba poco”), comercializan sus productos en nueve países. “Tenemos que romper el miedo, es la única manera de que se nos respete”, cuenta mientras se coloca el sombrero con el que acude al congreso.
“Esas son las que tiran del carro, no los bueyes”. El taxista acaba la crónica mejor que la que escribe.
“Si ellas paran, moriremos de hambre”
“Desde que existe el ser humano existen las migraciones, y siempre buscan una vida mejor. Si la agricultura no ofrece suficientes ingresos ni expectativas, y las mujeres le dedican 40.000 millones de horas al año a buscar agua en África… ¿a quién le va a parecer que eso es atractivo?”, explica Marcela Villarreal, directora de la oficina de Comunicaciones, Asociaciones y Promoción de la FAO.
Un sector con tantos riesgos que cuesta quien lo financie y que provoca tragedias, como esos 300.000 agricultores que se han suicidado en India por no poder hacer frente a sus deudas; deudas que pasan a sus viudas.
“Hay una brecha, la de hombres y mujeres en el campo, pero es mayor la de mujeres urbanas y rurales, sobre todo la que tiene que ver con la educación”, añade. Y pide tecnología para todos, porque ahorra mano de obra y facilita las tareas, pero si llega solo a los hombres no haremos sino aumentar la brecha. “Si las mujeres se paran un mes, el campo no saldría adelante. Si ellas paran, nos morimos de hambre”.
La Encuesta de Población Activa del tercer trimestre de este año pone los números: en España, 768.400 ocupados trabajan en la agricultura, de los que 175.000 son mujeres. Pero detrás de cada número hay una historia por contar. 175.000 historias en cuyo relato podrían incluirse este puñado de frases: “Nos pasamos el día en el campo pero los que toman las decisiones son ellos”, “las propias mujeres no lo reconocen como trabajo, piensan que forma parte de su quehacer diario, como ocuparse de su familia”, o un contundente resumen de su día a día: “Mientras hago las croquetas, echo una mano con la contabilidad”.