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La tristeza de un Madrid sin Rastro
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Ángeles Caballero

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La tristeza de un Madrid sin Rastro

Vendedores del Rastro han 'tomado' Callao en la tarde de este jueves para reivindicar una solución y la posibilidad de volver a vivir de lo que venden en sus puestos

Foto: Foto: Ángeles Caballero.
Foto: Ángeles Caballero.

Concepción nació en noviembre de 1938 en Cuenca, pero siempre se consideró mocita madrileña. Criada en la calle de Zurita, en pleno Lavapiés, cayó bien pronto rendida a los encantos de otro de los epicentros castizos de la ciudad: el Rastro. Cuentan las crónicas familiares de sobremesa que acudía con enorme afición al mercadillo más conocido de la ciudad atraída por los encantos de las tiendas de muebles. Pero lo que recuerdan es que una vez, en vez de aparecer con una mesa o una lámpara, volvió a casa con un cachorro de perro de raza desconocida. Otra vez se presentó con una gata, a la que por su porte aristocrático llamaron Cocó, en homenaje a Chanel.

Concepción lamentaría la situación que vive hoy su escapada de los domingos. Aunque no tanto como el millar de familias que viven sin los ingresos de sus respectivos puestos. Le echan la culpa al alcalde, José Luis Martínez-Almeida, al que denominan ‘Pinocho’. Sabe el regidor de la capital que ha tenido apodos peores. Este domingo celebrarán la décima concentración en la plaza de Cascorro, en la que reivindicarán una solución y la posibilidad de volver a vivir de lo que venden en sus puestos.

placeholder Foto: Á. Caballero.
Foto: Á. Caballero.

Pero en la tarde de este jueves, han ‘tomado’ Callao. Eran un puñado de vendedores, escrupulosamente separados por la distancia social, con mascarillas y pancartas caseras, pidiendo firmas y auxilio. Observados por las decenas de madrileños que salían por la boca del metro y por aquellos que cruzaban la plaza desde las calles de Preciados y de El Carmen cargados de bolsas en dirección a Gran Vía. Observados también por Jorge García Castaño, concejal de Más Madrid, que sigue sin entender el bloqueo y la inacción por parte del ayuntamiento.

“Pon mi nombre, por favor, soy Inés María Masa”. Lleva 38 años viviendo de su puesto de ropa en el Rastro. Como vecina, tiene a su hermana, que vende bisutería. Pero este jueves, en Callao la acompaña Cristóbal, que lleva cuatro décadas vendiendo camisetas. “Nos han querido echar todos, Gallardón, Aguirre… A mí no me engañan, hay intereses ocultos detrás. Queremos una mesa de trabajo con el alcalde”, explica Inés algo nerviosa, con una raya negra del ojo perfectamente delineada, igual que su flequillo. De fondo suenan Rozalén y luego 'Resistiré' y el 'Bella ciao'. Un par de policías municipales observa el asunto con cierto hastío, quizá provocado porque este maldito calor de agosto aumenta lo incómodo del uniforme.

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Foto: Á. Caballero.

Esos intereses ocultos tienen poco de esotérico y sí mucho de capitalismo, aseguran. Acusan al actual alcalde de Madrid, aún reconvertido en Churchill por obra y gracia de la pandemia, de utilizar el coronavirus como excusa para echarles de la zona. “Nos ofrecen irnos a la Gran Vía de San Francisco. ¿Qué pasa, que allí no hay virus? En las tiendas de por aquí, que son espacios cerrados, ¿tampoco?”, explican.

Las propuestas de uno y otro lado de las negociaciones parecen condenadas a no entenderse. Las asociaciones afirman que, desde el primer momento, pusieron sobre la mesa la opción de abrir solo el 50% y alternarse cada domingo. El ayuntamiento, por su parte, teme la masificación de los domingos que caracteriza a este mercado, y les propone cambiar la ubicación y segmentarse. Las asociaciones lo llaman “convertirlo en guetos”. También hablan de que el verdadero objetivo es urbanístico. Hacer pisos turísticos. Cambiar el Rastro tal y como lo conocemos. Sí, sale el nombre de Florentino Pérez en las conversaciones.

Carmen vive en Getafe y lleva cuatro décadas vendiendo bisutería, artesanía y también cosas de segunda mano. “Pero en tantos años, he vendido de todo”, dice. Explica que no es esta su única fuente de ingresos, que tiene los de un alquiler y además vive con una hija que también trabaja. Inés y Cristóbal ya hablan de ahorros diezmados y de la precariedad que también padecen en los bancos de alimentos. “Muchos compañeros de aquí han tenido que prorrogar la hipoteca, pedir ayuda a la familia, ir por primera vez a Cáritas. No pueden seguir sosteniendo el argumento de la pandemia. Que nos reciba, por favor, que no quiere”, explican.

placeholder Especie de alfombra con imágenes recogidas cualquier domingo del Rastro. (Á. C.)
Especie de alfombra con imágenes recogidas cualquier domingo del Rastro. (Á. C.)

Cerca de la boca del metro, uno de los concentrados empieza a bramar contra la policía. Al parecer, los municipales han multado a uno de los asistentes por no querer mostrar su DNI. “Vamos, hombre, 3.000 euros por eso. Somos un país de idiotas”, protesta. Sus conocidos le piden calma.

Un vecino de Lavapiés que prefiere no dar su nombre observa con escepticismo la escena y a la que escribe. “Tu medio es bastante conservador, por decirlo de forma educada”, espeta. Cuenta la labor encomiable de las asociaciones de vecinos, se queja de la falta de atención del actual Gobierno de la plaza de Cibeles, al que acusa de gobernar solo para los suyos. “Este tipo de iniciativas populares, de mercados de autogestión, no les interesan. Es capitalismo, es una ideología nacionalcatólica, es franquismo. Es patético”, explica.

Vuelvo a casa intentando recordar en cuántas crónicas y en cuántos libros saldrá mencionado el Rastro. Uno de esos sitios únicos e imprescindibles en Madrid al que hay que ir liberado de prisas y claustrofobias. Antes de entrar en el metro, echo un vistazo al suelo; en concreto, a una especie de alfombra que acoge imágenes recogidas cualquier domingo del Rastro. No veo a Concepción. Y me cuesta imaginar un Madrid sin Rastro.

Concepción nació en noviembre de 1938 en Cuenca, pero siempre se consideró mocita madrileña. Criada en la calle de Zurita, en pleno Lavapiés, cayó bien pronto rendida a los encantos de otro de los epicentros castizos de la ciudad: el Rastro. Cuentan las crónicas familiares de sobremesa que acudía con enorme afición al mercadillo más conocido de la ciudad atraída por los encantos de las tiendas de muebles. Pero lo que recuerdan es que una vez, en vez de aparecer con una mesa o una lámpara, volvió a casa con un cachorro de perro de raza desconocida. Otra vez se presentó con una gata, a la que por su porte aristocrático llamaron Cocó, en homenaje a Chanel.

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