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La princesa Leonor o por qué las nietas de Azaña no irían en Cercanías
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Ángeles Caballero

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La princesa Leonor o por qué las nietas de Azaña no irían en Cercanías

La monarquía es un señuelo magnífico para la demagogia. Detrás de muchas de las críticas recibidas por la decisión de unos padres, está el propio desprecio o desacuerdo con la institución

Foto: La princesa Leonor pronuncia un discurso durante la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias el pasado octubre. (EFE)
La princesa Leonor pronuncia un discurso durante la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias el pasado octubre. (EFE)
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El mismo día en que se hizo público que la hija mayor de los Reyes de España estudiará Bachillerato en un internado de Gales, la mía me acompañaba en una mesa alta de Casa Labra. Con mi chato de vino y mi tajada de bacalao rebozado, hablábamos de nada y de todo. De la disconformidad con el tamaño de nuestros muslos, la fatiga pandémica, los malditos exámenes, la voz de Olivia Rodrigo y lo bien que sienta el viento en la cara una tarde entre semana.

Minutos antes, en el camino que va de casa a la Puerta del Sol, le di la noticia. La respuesta, lacónica y cansada, como concierne a cualquier preadolescente: “Uff, pobrecilla. Yo si fuera ella diría a mis padres que paso: del internado y de ser reina”.

Con Leonor, mantiene la misma relación de altibajos que con el resto del planeta. La ficha en cada aparición pública y venera la docilidad de su melena, pero también a veces, cuando la hormona aprieta, se resiste a que una muchacha apenas dos años mayor que ella se convierta en jefa de Estado y de los ejércitos por tener un Borbón por padre en vez de un López, como es su caso.

Comenzaba a anochecer y pedimos la cuenta. Nos había atendido un treintañero educado y simpático que decidió darnos palique mientras calculaba la suma de lo que habíamos tomado. Tras preguntar la edad a la menor, nos contó que está separado y tiene un hijo de 10 años. “Cuando vine de mi país, Ecuador, decidí no estudiar, así que me puse a trabajar. Y aquí me tienen, de día y de noche para pagar el colegio del niño. Va a uno particular, ¿sabe? Porque quiero lo mejor para él y me gusta que cuando voy con él a cualquier sitio diga siempre gracias y por favor”. Cuando nos trajo la vuelta, insistió en recordarnos la importancia de estudiar. “Disculpen la chapa, señoras”, dijo, y volvió al interior del local raudo y veloz.

Foto: La princesa Leonor, en los Premios Princesa de Asturias de 2019. (Limited Pictures)

Hay ideas que calan hasta los huesos. La sanidad pública, por ejemplo, tiene hoy el respeto de casi todo el mundo salvo de cuatro memos con afán de protagonismo. Prevalece la idea de que “cuando te pase algo gordo, hay que ir a la Seguridad Social” y pocos discuten la importancia de que tenga recursos.

Justo lo contrario pasa con la educación. La hemos estigmatizado tanto que muchos consideran un deshonor que la prole acuda a un colegio público. Para ello, estamos dispuestos a deslomarnos de día y de noche, como el camarero de Casa Labra, con tal de que los nuestros no pisen semejantes guetos. Mientras, tragamos sin masticar la idea de que cualquier centro concertado o privado con un lema aspiracional —si es en inglés, mucho mejor— hará de nuestros hijos gente de bien y alejada de cualquier tipo de precariedad.

La monarquía es un señuelo magnífico para la demagogia. Detrás de muchas de las críticas recibidas por la decisión de unos padres, está el propio desprecio o desacuerdo con la institución. Son probablemente los mismos que, en caso de que la adolescente diera con sus huesos en un instituto, criticarían que le den la plaza a una Borbón pudiéndosela dar a un Fernández, que sí se la merece. También destacarían, cómo no, el trauma que les supondrá a los alumnos que una compañera de clase tenga muchos más privilegios que el resto.

Foto: El príncipe Felipe, durante su época de estudiante. (RTVE)

No importa que el centro, como detallan hoy algunos medios, sea la escuela a la que acuden otros miembros de la realeza, un 5% de los alumnos sean refugiados procedentes de países en conflicto y la niña vaya a compartir habitación con personas de distintas nacionalidades y religiones. Lo suyo, por supuesto, es que se coja la C-4 de Cercanías hasta el final, y disfrute de Parla y todas sus oportunidades.

Me pregunto qué decisión tomaría el presidente de una república con el Bachillerato de su hija mayor. Si optaría por un centro público o acabaría destinando parte de su sueldo, tan público como el del monarca, a un centro que apueste por la diversidad, la autonomía y ese tipo de zarandajas que gustan a los burgueses e intelectuales y a los que aspiramos a serlo. Yo, desde luego, lo haría.

El mismo día en que se hizo público que la hija mayor de los Reyes de España estudiará Bachillerato en un internado de Gales, la mía me acompañaba en una mesa alta de Casa Labra. Con mi chato de vino y mi tajada de bacalao rebozado, hablábamos de nada y de todo. De la disconformidad con el tamaño de nuestros muslos, la fatiga pandémica, los malditos exámenes, la voz de Olivia Rodrigo y lo bien que sienta el viento en la cara una tarde entre semana.

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