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¿Qué hay de lo mío? Los cuarentones, ignorados en las promesas electorales
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Ángeles Caballero

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¿Qué hay de lo mío? Los cuarentones, ignorados en las promesas electorales

Pertenezco a esa clase media que vigila con tanto esmero la Agencia Tributaria. Pago religiosamente mis impuestos y el abono transporte y la cesta de la compra me cuesta lo mismo que al resto de los clientes del mercado

Foto: Pedro Sänchez saluda a simpatizantes del PSOE en un mitin. (EFE/Jesús Monroy)
Pedro Sänchez saluda a simpatizantes del PSOE en un mitin. (EFE/Jesús Monroy)
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En esta ocasión la vida me llevaba por otros derroteros. Derechita hacia el drama, con su buena dosis de queja. Un guion basado en hechos reales que partía de una premisa: soy demasiado vieja para viajar en Interrail y demasiado joven para que el cine me cueste dos euros. No me basta con ser invisible para los hombres que me gustan. Ahora también lo soy para los estrategas electorales.

La cosa iba tal que así y no me faltaban razones. Hace unos años que entré en los cuarenta. Pertenezco a esa clase media que vigila con tanto esmero la Agencia Tributaria. Pago religiosamente mis impuestos y el abono transporte y la cesta de la compra me cuesta lo mismo que al resto de los clientes del mercado. Me falta un hijo para recibir las ayudas para familia numerosa y solo de vez en cuando me ahorro el precio de mi entrada para un museo gracias al carné de prensa. No tengo sicav, ni segunda residencia, tampoco paraíso fiscal. Colecciono barras de labios, soy una loca de los crucigramas. Una más de la España que madruga.

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De vez en cuando merodeo por franjas de edad que no son la mía. Escribo que la juventud vive en la desesperanza, me resisto a llamarles frágiles y vagos. Digo que les comprendo, porque veo a los dos que tengo en casa, seres bajitos que viven inmersos en la empanada hormonal y la ciclotimia y se resisten a pensar en el futuro porque la pantalla se les queda en negro. Detecto la sombra de la precariedad, pero me resisto a dar lecciones. Me niego a caer en aquello tan manido de que "en mi época sí que estaban las cosas complicadas". No quiero ser de ese tipo de personas que pintan su vida de esa manera, echando todavía más culpa en las espaldas del que se queja.

Así que durante unos segundos creo que viajar por los confines de Europa y de España les vendrá muy bien, porque igual así se animan un poco y ven las cosas de otra manera. Muy bien, Pedro, muy bien. Pero pasado ese breve lapso de tiempo, me doy cuenta de que eso del Interrail no es cosa de pobres. Que el que puede permitirse su viajecito con sus días y sus noches y la barriga por contentar no puede considerarse precisamente vulnerable. Así que vuelvo a sentirme ignorada por las promesas electorales y me enfado ante semejante promesa con fines electoralistas.

Otras veces digo cosas de los viejos. Con ellos muestro una enorme querencia, no solo por el amor que siento por mis padres, sino porque estoy en ese punto de mi vida que, como dice mi amigo Jorge, ya le he dado la vuelta al jamón. Quizá blanquee mucho a los ancianos, me digo a veces. Como si todos hubieran vivido la guerra y la posguerra en el bando de los sin nada. Como si a todos les hubiera costado una barbaridad conseguir las cosas. Como si no los hubiera miserables, malnacidos. Egoístas y negreros que le hicieron la vida imposible a los suyos. Pero por ahora no estoy en ello. Si por mí fuera, les subiría la pensión cada mes y les pondría a dos euros la entrada del cine y el cartón del bingo.

Foto: Foto: Reuters/Jon Nazca.
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Muy bien, Pedro, muy bien, vuelvo a pensar. Resuenan en mi cabeza frases terroríficas, como esa de que "nuestros mayores se merecen lo mejor después de todo lo que nos han dado". Me acuerdo de esos cuantos amigos que se dedican al cine y que quizá ven en esta medida una cierta recuperación de su oficio. Enseguida me recompongo y grito: "¡No!". Poco necesito para convencerme a mí misma del oportunismo de este asunto. Una argucia que tiene pinta de haber surgido de una tarde con prisas. En mi cartera aún guardo las dos entradas de hace un par de sábados por las que pagué 17 euros.

Y vuelvo a pensar en mí, que para eso esto es una columna de opinión. Reviso algunas de las medidas del gobierno que tienen que ver con vivienda. No he tenido que recurrir jamás al alquiler social ni a ayudas por situación de vulnerabilidad. No tengo deudas y he estado durante un año y pico pagando ortodoncia sin dolor alguno. Preferiría pagar por la comida lo que costaba antes de los brackets, pero no he tenido que cambiar de dieta ni de hábitos. En mi cabeza resuena la palabra privilegio. Una verdad como una casa de grande.

Así que sigan sin hacerme ni caso a mí y a los de mi especie, porque este tipo de invisibilidad tiene unas ventajas enormes y parten de un drama completamente impostado. E ignoren también a los jóvenes de hambre descansada y a esos jubilados que protestan porque no haya sitio en el autobús tras otra intensa mañana de compras. La verdad, mal que nos pese a veces, en la Agencia Tributaria.

En esta ocasión la vida me llevaba por otros derroteros. Derechita hacia el drama, con su buena dosis de queja. Un guion basado en hechos reales que partía de una premisa: soy demasiado vieja para viajar en Interrail y demasiado joven para que el cine me cueste dos euros. No me basta con ser invisible para los hombres que me gustan. Ahora también lo soy para los estrategas electorales.

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