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La insoportable brecha de la desigualdad
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Gonzalo López Alba

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La insoportable brecha de la desigualdad

  La principal fuente de desigualdad en una coyuntura de recesión es el desempleo y no es posible que se produzca una recuperación económica sin

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La principal fuente de desigualdad en una coyuntura de recesión es el desempleo y no es posible que se produzca una recuperación económica sin creación de puestos de trabajo, de modo que -por apocalíptico que parezca ahora-, si no se rectifica el rumbo, podríamos estar caminando hacia el cumplimiento de la profecía que a comienzos del siglo pasado formuló el economista italiano Vilfredo Pareto: una sociedad en la que “sólo el 20% de la mano de obra es capaz de encontrar el trabajo necesario, de manera que el 80% de la gente será básicamente irrelevante, de ninguna utilidad, y por ello potencialmente desempleada”.

Alerta el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz en su último libro, El precio de la desigualdad (Taurus, 2012), de que esta brecha social es una de las mayores amenazas de la Gran Recesión en la que estamos sumidos y de que se ahonda peligrosamente con las políticas de austericidio que están ejecutando los fetichistas del déficit, con efectos “corrosivos” y prolongados en el tiempo para la cohesión social, la economía y la política.

Aunque el análisis de Stiglitz está centrado en EEUU, muchas de sus advertencias, conclusiones y propuestas, que trazan el camino para una alternativa económica de izquierda, son perfectamente válidas para España, porque nuestros problemas “son consecuencia en gran medida de la misma mezcla de ideología y de intereses especiales que condujo a la desregularización de los mercados financieros y a otras políticas fundamentalistas del mercado” (agravadas en Europa por las fallas del euro). Y porque, al igual que en EEUU, “durante años ha existido un acuerdo entre la parte alta (el 1%) y el resto de nuestra sociedad (el 99%), que venía a decir: nosotros os proporcionamos empleos y prosperidad, y vosotros nos permitís que nos llevemos una tajada más grande”.

Desconfianza en la democracia

Pero ese pacto, allí y aquí, se ha desmoronado. Los beneficios de los bancos y de las grandes empresas siguen siendo suculentos, mientras que el número de parados aumenta y los salarios disminuyen. El abismo entre la jubilación media (892,4 euros) y las primas y pensiones multimillonarias de los banqueros resulta insoportable después de que los contribuyentes hayan tenido que asumir el coste de sus prácticas irresponsables y fraudulentas, sin que siquiera haya asomo de sentimiento de culpa en quienes se han ocupado más de transferir riqueza en su beneficio que de crearla, mediante lo que los economistas llaman “extracción de rentas”, modus operandi que, junto con un sistema fiscal regresivo, están “en el núcleo” de la creciente desigualdad.

El paro machaca a las clases populares mientras que la desigualdad, que se estancó a partir de los años 90, ha vuelto tras la crisis a niveles de 1980. De modo que, si en riqueza hemos retrocedido una década, el retroceso en igualdad ya es de tres décadas

En los inicios de la crisis, como señala Stiglitz, “la gente confiaba en la democracia”, pero crece el desapego porque también crece la impresión de que el sistema político tiene más que ver con el poder del dinero que con el poder de los votos, puesto que los ricos se están haciendo más ricos, la clase media desapareciendo y los pobres aumentando. Este es el espejo de las sociedades rotas y duales. Y, según apunta Stiglitz, “gran parte de la desigualdad es consecuencia de las políticas del Gobierno, tanto por lo que hace como por lo que no hace”, ya que “las fuerzas del mercado son reales, pero están condicionados con las leyes, las normativas y las instituciones” que crean las decisiones políticas.

La política es, como subraya el premio Nobel, “el campo de batalla para las disputas sobre cómo se reparte la tarta económica del país” y esta es una batalla que ha venido ganando el 1%, que ya no puede ocultar que no viaja en el mismo barco que el restante 99%. Nos dijeron que había que rescatar a los bancos para salvar nuestros empleos, pero ellos se salvaron y nosotros nos quedamos sin empleo, hipotecados y muchos, desahuciados. Arruinados económica y vitalmente.

En España, José Saturnino Martínez García, doctor en Sociología y máster en Economía de la Educación y del Trabajo, acaba de publicar otro libro que analiza la situación en nuestro país (Estructura social y desigualdad en España. Catarata, 2013) y demuestra que la desigualdad de oportunidades comienza en la cuna y se mantiene hasta la muerte si los poderes públicos no ayudan a corregirla. Así, sostiene que “las probabilidades de ser nini, mileurista o fracasar en la escuela están claramente relacionadas con el origen social, por lo que no es exagerado hablar de trayectoria de clase”. Los expertos en educación han demostrado que el hambre y una alimentación inadecuada dificultan el aprendizaje, y en España la tasa de pobreza infantil se sitúa en el 20%; en algunas comunidades, como Canarias, ronda el 30%. No hacerle frente es, en términos estrictamente económicos, tanto como renunciar a un porcentaje idéntico de potencial talento, el mayor capital de cualquier país.

La peor crisis desde la Guerra Civil

Tras señalar que la crisis económica que estamos viviendo “es lo peor que nos ha pasado en términos económicos sin ser la Guerra Civil -la caída del PIB per cápita debida a esta crisis (6%) es la mayor desde 1945 (se perdió un 7%)”, Saturnino Martínez destaca que “la desigualdad se estancó a partir de los años 90, y tras la crisis ha vuelto a niveles de 1980”, de modo que si en riqueza hemos retrocedido una década, el retroceso en igualdad ya es de tres.

Ahora, según explica, “la fractura de clase puede estar siendo mayor que en los 90, en la que la crisis del paro era de jóvenes y de mujeres, mientras que ahora es de clases populares”. Pero las decisiones para combatir el déficit público (que no fue la causa, sino la consecuencia, de la crisis porque antes había superávit) se han centrado en mayor medida en recortes del gasto que en aumento de los impuestos, lo que perjudica a los sectores más débiles, que dependen en mayor medida del gasto público.

El sistema político ha caído en manos de intereses económicos. Ya lo contaba Gabriel García Márquez en Relato de un náufrago (Tusquets, 2005): “El tiburón es miope, de modo que sólo puede ver las cosas blancas o brillantes”. El presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, que hasta un año antes del estallido de la crisis financiera de 2007 fue vicepresidente de Goldman Sachs International (de donde viene también nuestro ministro de Economía, Luis de Guindos), se parapeta en que sus competencias se limitan al control de la inflación, pero, al mismo tiempo, se permite decir a los Gobiernos europeos que deben reducir el gasto público y rebajar impuestos.

Si hay que reducir los déficits al mismo tiempo que se bajan los impuestos, significa que hay que reducir muchísimo los gastos y, como denuncia Stiglitz, la “verdadera intención” no es otra que “reducir el tamaño del Gobierno”, la piedra angular del programa ideológico de la derecha y de los poderes financieros. Pero, como dice el premio Nobel refiriéndose al presidente de la Reserva Federal estadounidense, “les gusta fingir que están por encima de la política” porque “es muy conveniente no tener que rendir cuentas”. A pesar de todo, como sostiene Stiglitz con planteamientos alternativos, “otro mundo es posible”. Es posible si recuperamos “un sentimiento de comunidad”, pero este sentimiento es imposible en una sociedad fracturada.

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La principal fuente de desigualdad en una coyuntura de recesión es el desempleo y no es posible que se produzca una recuperación económica sin creación de puestos de trabajo, de modo que -por apocalíptico que parezca ahora-, si no se rectifica el rumbo, podríamos estar caminando hacia el cumplimiento de la profecía que a comienzos del siglo pasado formuló el economista italiano Vilfredo Pareto: una sociedad en la que “sólo el 20% de la mano de obra es capaz de encontrar el trabajo necesario, de manera que el 80% de la gente será básicamente irrelevante, de ninguna utilidad, y por ello potencialmente desempleada”.