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Tony Blair, un adiós sin ningún glamour
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Tony Blair, un adiós sin ningún glamour

Fue la gran esperanza. El primer triunfo electoral de Tony Blair, tras un largo mandato de los conservadores, abría unas perspectivas distintas en la política británica.

Fue la gran esperanza. El primer triunfo electoral de Tony Blair, tras un largo mandato de los conservadores, abría unas perspectivas distintas en la política británica. El Labour Party intentaba una nueva andadura, ligera de equipaje y desasida de la vieja tutela sindical, mucho más próxima a la órbita de un socialismo descafeinado. Cierto que Blair tan sólo interpretaba, fiel y brillantemente, un guión construido por otros. La necesidad reformista se originó en la mente del maestro Neil Kinnock, un hombre que procedía de la izquierda y se embozaba, aún, en antiguas retóricas. Kinnock se propuso sanear el partido, depurarlo de adherencias extremas y volver a meter el laborismo en las vías de la realpolitik. Sentó a su lado, para agilizar el proceso, a tres prometedores jóvenes: Gordon Brown, el cerebro; Tony Blair, el actor, y Meter Mandelson, el sutil estratega.

El genio histriónico de Blair brilló por vez primera en Blackpool, en el congreso del partido, celebrado en el 94, que vino a suponer un giro parecido al que asumió la socialdemocracia alemana en la famosa conferencia de Bad Godesberg. Blair dijo allí, de forma muy explícita, que iba a enseñar a su parroquia un nuevo estilo de lenguaje y una nueva manera de pensar. Y bautizó como New Labour a una antítesis de lo que quedaría como caduco e inviable bajo la denominación Old Labour. Pero las propuestas políticas no se excluyen las unas a las otras sino que, casi siempre, caminan solapadas durante largo trecho.

Cuando llegó al Gobierno, en los comicios del 97, quiso apoyar sus tesis en la teoría de Giddens, modelo oportunista, sobre la construcción de una tercera vía , sin reparar en que Giddens, reputado sociólogo, sabía poca historia. De conocerla bien estaría de acuerdo en que sólo una vez, a lo largo del tiempo, cuajó esta tercería: cuando se inventó el Purgatorio. Así lo expresaba el medievalista Le Goff: “El usurero va a ser, en el curso del siglo XII, arrancado al Infierno y salvado por y a través del Purgatorio”. Este tercer camino sí que fue decisivo para el posterior desarrollo de toda nuestra cultura político-económica.

Pero Blair intentaba suplir, con el sentido de lo teatral, sus enormes carencias en muchas otras áreas. Y así, cuando la monarquía, en Gran Bretaña, quedó desconcertada con la muerte brutal de Diana de Gales fue su Primer Ministro quien ocupó el vacío. Y nos embarga, aún, la dulce evocación de aquella hermosa frase, “la Princesa del pueblo”, que supo formular. Inauguraba, desde Downing Street, una línea de encanto que sus enemigos calificaron como cínica y sus amigos creían entrañable. Todo ello mientras en la sala de máquinas, en la trama económica, laboraba con discreta eficacia el firme Gordon Brown.

Tampoco la política exterior de Inglaterra fue un invento de Blair, aunque introdujo en ella una ligera disfunción. Disipado en Suez, en el 56, el último sueño imperial anglofrancés, y dimitido Mr. Eden como triste secuela, las relaciones internacionales de la isla se encaminaron, tomadas por Macmillan, a apoyarse en el eje trasatlántico y a estrechar su hermandad con Estados Unidos. Otra cosa distinta, y fracasada, ha sido el intento de triangulación con Europa asumido por Blair. Sus gobiernos han estado marcados por unas iluminaciones personales que le han ido apartando, por igual, del electorado británico y de la mitad del partido. A Brown le va a corresponder una restauración socialdemócrata que recupere, sin retrocesos en la modernidad, ese millón de votos que perdió el charlatán.

Blair, como dijo su compatriota Martin Amis, quiso ser socialista y se quedó en mutante. Fue un europeo que se hartó a poner piedras en las ruedas de Europa. Fue un anglicano que ahora se postula de católico militante. ¿Y que será mañana sino un vago recuerdo?

Fue la gran esperanza. El primer triunfo electoral de Tony Blair, tras un largo mandato de los conservadores, abría unas perspectivas distintas en la política británica. El Labour Party intentaba una nueva andadura, ligera de equipaje y desasida de la vieja tutela sindical, mucho más próxima a la órbita de un socialismo descafeinado. Cierto que Blair tan sólo interpretaba, fiel y brillantemente, un guión construido por otros. La necesidad reformista se originó en la mente del maestro Neil Kinnock, un hombre que procedía de la izquierda y se embozaba, aún, en antiguas retóricas. Kinnock se propuso sanear el partido, depurarlo de adherencias extremas y volver a meter el laborismo en las vías de la realpolitik. Sentó a su lado, para agilizar el proceso, a tres prometedores jóvenes: Gordon Brown, el cerebro; Tony Blair, el actor, y Meter Mandelson, el sutil estratega.

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