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Sepamos lo que vale un peine

Igual que ocurre con aquellos cornudos de la comedia bufa nos ocurre a nosotros, los súbditos de España: somos los últimos en enterarnos de nuestro triste

Igual que ocurre con aquellos cornudos de la comedia bufa nos ocurre a nosotros, los súbditos de España: somos los últimos en enterarnos de nuestro triste estado. Y así, cuando pensamos, en los últimos tiempos, que a la economía doméstica no hay quien la domestique, resulta que asumimos una visión errónea. El error del que Solbes, un vicepresidente para la eternidad, y también asesor filosófico del propio Perogrullo, ha querido sacarnos. Porque, lo que aquí ocurre es que los españoles no hemos sabido calibrar los límites del euro. Y es que el euro es bien gordo, pero lo adelgazamos con absurdas propinas, haciendo el Solimán.

Propina en el café, propina en los cajeros, propina en la hipoteca y propina en la compra. Alguien aprovecha este exceso y, de ahí, se deduce, aunque Solbes lo ignore, que hay ciertos españoles, más listos que los otros, que han interiorizado el euro no sólo en sus cabezas sino en su patrimonio.

Y si la crisis, mirada por abajo, es un asunto de gentes manirrotas, la misma crisis, mirada por arriba, es un tema global, inconsútil, metafísico y vago, inmanejable desde el poder del hombre. En esta equidistancia, lavándose las manos, nos predicó Pilatos y nos predica Solbes. Los negros nubarrones vienen del infinito, de las hipotecas subprime y el precio del petróleo. Subprime es la codicia del mundo financiero, sin techo en las ganancias pero con el riesgo cubierto por los bancos centrales; es un servicio público. Y el riesgo se traslada hasta los ciudadanos; restricción de los créditos, seguros que se saltan la Ley de Competencia, intereses en alza.

Y, en este panorama, se me preguntará, de qué sirve un ministro, aunque el ministro sea el mismísimo Solbes. Pues pronuncia discursos, es ininteligible, rebaja los impuestos y promete y promete. Por otro lado, también nos preguntamos de qué sirve a la banca tener como santo patrón a Carlos Borromeo, un hombre que, en la vida, repartió su fortuna entre los indigentes, no prestó con usura e hizo muchos milagros. Cada vez que visito Milán llego hasta su sepulcro, en el Duomo, para rogarle encarecidamente que ceda, de una vez, el trono patrocinador al genio de Alicante.

Nuestra realidad política tiene una lectura confusa. Los electores parecen preferir como alcaldes a implicados presuntos. Aznar, católico confeso, trabaja para Murdoch, quien, a su vez, invierte en Internet, comprando portales religiosos que sirven al budismo, y a las sinagogas y a las mezquitas y a iglesias reformadas. Todo por unos euros. Y hay días en que el PSOE se viene a situar un poco a la derecha de Murdoch, el magnate. Todo por unos votos.

¿Y las gentes de a pié? Pues a comer conejo, a disfrutar la iluminación navideña, a gozar, como en las tragedias de Eurípides, de las relaciones de Esperanza y Alberto. Pero, sobre todo, que no nos quieran corromper el sistema con sus locas propinas. Y, si no les satisface el conejo, que prueben con el buey y la mula, que es tiempo de pesebres.

Igual que ocurre con aquellos cornudos de la comedia bufa nos ocurre a nosotros, los súbditos de España: somos los últimos en enterarnos de nuestro triste estado. Y así, cuando pensamos, en los últimos tiempos, que a la economía doméstica no hay quien la domestique, resulta que asumimos una visión errónea. El error del que Solbes, un vicepresidente para la eternidad, y también asesor filosófico del propio Perogrullo, ha querido sacarnos. Porque, lo que aquí ocurre es que los españoles no hemos sabido calibrar los límites del euro. Y es que el euro es bien gordo, pero lo adelgazamos con absurdas propinas, haciendo el Solimán.

Pedro Solbes