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Por un puñado de dólares

Decía el politólogo Giovani Sartori, refiriéndose a Italia, que le preocupaban más los intereses de Silvio Berlusconi que todos los saludos y parafernalias fascistas. Y esta

Decía el politólogo Giovani Sartori, refiriéndose a Italia, que le preocupaban más los intereses de Silvio Berlusconi que todos los saludos y parafernalias fascistas. Y esta observación de Sartori es válida y extensible para otras geografías en las que lo político aparece afectado de metástasis económica.

Dos casos muy recientes han situado a España en el mapa impreciso de la colusión de intereses entre privado y público; me refiero a Zaplana y a Taguas. Y aunque ambos casos no son equiparables, e incluso gozan de diferentes protecciones jurídicas, convergen en el seno de una comunidad moral muy laxa y sospechosa y, digámoslo de una vez, generalizada en exceso. Porque, como rezaba un titular de la prensa argentina, dentro de este pícaro asunto pacto no hay pero se va cumpliendo.

Cierto que la transmigración de personajes públicos hacia el universo privado es un hecho frecuente, que incide en lo normal. Y también a la inversa. Nadie se alarma con estos movimientos si se producen sin la conciliación perversa de lógicas duales y sin antinomias de fondo. Recordemos el caso de José Luís Álvarez, quien tuvo que dejar su notaría para dedicarse a ministro; luego, vino a recuperar su puesto como fedatario excelente y todo siguió igual. O Manuel Pimentel, quien dejó la cartera de Trabajo para emprender una actividad ruinosa, la de editor de libros.

Pero nos resulta curioso ver la escasa frecuencia con la que los jubilados políticos llegan a convertirse en asentadores de pescado y verdura, optan por adaptarse al mundo agropecuario o viven entre olores de grasa de tornillo. Deambulan, más bien, en los territorios ambiguos, de límites oscuros, donde prima esa capacidad de contactos ilustres que les dieron los votos y pueden vender cara su virginidad democrática.

Quizás, ante los casos de Zaplana y de Taguas, estemos en presencia de unos talentos por demás portentosos. Porque, para Scott Fitzgerald, la característica de una inteligencia fuera de lo común es usar el cerebro manejando, a la vez, un par de ideas lo más contradictorias posible. Y sin que queramos negar la tremenda evidencia que nos sugiere Scott, ni otras de mayor bulto como que la clase política se siente mal pagada en España, o que el cesante quiera disfrutar en su casa de agua fría y caliente y televisión en color, estas operaciones siembran hondos recelos entre la ciudadanía que aguanta la desaceleración económica.

Y no es la envidia del puñado de dólares, ni las difusas leyes de incompatibilidad los que mueven a escándalo. Es la falta de una transparencia exigible que hace triunfar lo opaco. Porque no preguntamos qué hará Taguas mañana, sino qué hizo Taguas ayer, como director de la Oficina en Moncloa, y qué contratos llegó a recomendar en temas de obra pública. Lo de SEOPAN ya se sabe; un té con pastas benéfico tras otro, hasta caer de espaldas sin ánimo de lucro.

En los últimos tiempos, entre Schröder y Blair, entre Berlusconi y Aznar y otras abundantes figuras de menor importancia, como las tratadas aquí, han conseguido hacer de aquella Europa de la diplomacia estratégica y del equilibrio inestable una dinámica y eficiente, hiperrealista y políglota, que lo diga Zaplana, escuela de negocios. Y es previsible, con tanta innovación, que el anciano Sartori comience a sentir bascas, oiga voces extrañas y duerma cada noche peor.

Decía el politólogo Giovani Sartori, refiriéndose a Italia, que le preocupaban más los intereses de Silvio Berlusconi que todos los saludos y parafernalias fascistas. Y esta observación de Sartori es válida y extensible para otras geografías en las que lo político aparece afectado de metástasis económica.

Eduardo Zaplana David Taguas