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El asesino de los Galindos ha vuelto
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Javier Caraballo

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El asesino de los Galindos ha vuelto

Cinco cadáveres que aún hoy siguen enviando mensajes certeros del dolor que sufrieron cuando supieron, ya en sus tumbas, que nunca se iba a encontrar a aquellos que los asesinaron

Foto: Foto del crimen de los Galindos
Foto del crimen de los Galindos

Hay muertos que nunca descansan. Como estos de los Galindos, que se revuelven en sus tumbas por un crimen sin resolver, uno de los mayores misterios de la historia criminal de España; cinco cadáveres que aún hoy, cuando se han cumplido en este mes de julio 40 años de sus asesinatos, siguen enviando mensajes certeros del dolor que sufrieron cuando supieron, ya en sus tumbas, que nunca se iba a encontrar a aquellos que los asesinaron. Manuel Zapata, capataz, y su mujer, Juana Martín. José González, tractorista, y su esposa, Asunción Peralta. Y Ramón Parrilla, tractorista. Cada 22 de julio vuelven a asesinarlos en un cortijo de Paradas, a poco menos de 40 kilómetros de Sevilla. La primera vez fue el 22 de julio de 1975, y desde entonces hasta ahora, hasta este mismo año, cuando, también en julio, ha desaparecido misteriosamente el sumario de aquella masacre sin resolver. Ya era un crimen prescrito, desde el 22 de julio de 1995; ahora, con la desaparición del sumario en otro mes de julio, justo 40 años después, el destino redondea de forma macabra la desgraciada historia de los Galindos. El sumario, 1.300 folios, estaba apilado en condiciones deplorables en una sala del juzgado de Marchena, hasta que se le cayó el techo encima. En el traslado a unas dependencias de la Junta de Andalucía, se ha perdido el rastro. La chapuza se ha conjurado contra los muertos durante 40 años.

Entre todos los personajes que confluyen en la tragedia de los Galindos, hay un joven en el que nunca se repara. Un joven autoestopista que, a primera hora de la mañana, va caminando por la carretera polvorienta de Paradas. Ha amanecido un día de mucho calor y a esa hora, sobre las nueve y media de la mañana, sólo se oyen las chicharras en el campo seco de espigas ya cortadas. Camina el joven cuando ve acercarse un coche, que se detiene a su lado. Es el capataz de un cortijo cercano, los Galindos, y se ofrece a acercarlo hasta el próximo cruce, justo donde nace el camino que le lleva al cortijo. El joven acepta, se monta en el vehículo, y desaparece de la historia cuando Manuel Zapata lo deja en el cruce y se pierde en medio de una nube de polvo del camino que lleva hasta el cortijo. Un par de horas después, habrán asesinado a Zapata y a su mujer. No hay constancia de ese joven, porque ninguna trascendencia tiene en la historia, pero, qué pensaría cuando, al día siguiente, comprobó que fue la muerte quien se detuvo a su lado mientras hacía autostop.

La muerte se detuvo y pasó de largo porque no era a él a quien esperaba. Manuel Zapata siguió su camino, llegó hasta el cortijo y muy poco tiempo después la historia se nubla, desparece. Lo último que se sabe es que Zapata desayunó y que al poco, sobre las diez y media o las once, escuchó el motor del Mercedes del señorito, el dueño del cortijo, Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, militar descendiente del Gran Capitán. Le sorprende oír el Mercedes porque los señores están en Málaga, y no los espera esa mañana. El capataz está en lo cierto, no es el señorito sino su administrador, Antonio Gutiérrez. Detiene el Mercedes, según su propio testimonio, deja allí unas sandias y vuelve a marcharse. Ya nada más se sabe porque lo que ocurre a continuación es un reguero de muertes nunca esclarecidas. Con una pieza de hierro de la máquina empacadora de trigo, golpean brutalmente a la mujer del capataz y la dejan sobre una cama, tras un charco de sangre desparramada por el pasillo. Antes o después, matan también a su marido, Manuel Zapata, el capataz; le atraviesan el corazón con un biergo, un tridente de remover la paja, que le clavan por la espalda. La tercera víctima es Ramón Parrilla. Aquella mañana había salido a por un depósito de agua potable y, al regresar, sobre las tres de la tarde, sorprende a los asesinos. Su cadáver tiene los brazos destrozados de varios disparos, cuando intentaba cubrirse de la agresión. Poco después llega al cortijo José González, también tractorista, que a media mañana había ido al pueblo a recoger a su mujer, Asunción Peralta. Son los dos últimos asesinatos: los golpean violentamente con un hierro y dejan sus cadáveres en el pajar, los rocían de gasoil y les prenden fuego.

El sumario, 1.300 folios, estaba apilado en condiciones deplorables en una sala del juzgado de Marchena, hasta que se le cayó el techo encima

La columna de humo del pajar es, precisamente, lo que alerta a los jornaleros que, a primeras horas de la mañana, se habían adentrado en la finca, de quinientas hectáreas, para limpiar de yerbas los olivares. Cuando acuden al cortijo, ya sólo están los muertos. Intentan apagar el fuego y, cuando descubren un rastro de sangre, avisan a la Guardia Civil. Dos guardias civiles de Paradas llegan al cortijo montados en una moto Guzzi, con el cetme a la espalda, y detrás de ellos, numerosos vecinos del pueblo, curiosos, médicos forenses, el juez, auxiliares judiciales, periodistas… Uno de los agentes judiciales llegó a decir que, sobre las seis de la tarde, cuando llegó al cortijo, aquello “era una feria”. Los cadáveres irán apareciendo poco a poco, hasta con tres días de diferencia, originando la cadena incesante de versiones y misterio que se remonta hasta hoy mismo. ¿Qué desató la masacre? ¿Fue un móvil económico, como se ha dicho, alguna estafa encubierta? ¿Fueron dos los asesinos o más? ¿Había un autor intelectual de los crímenes, además de los autores materiales? ¿El fracaso en la investigación se debió a la precariedad y al subdesarrollo del campo andaluz de aquellos años o a alguna protección del régimen franquista para no levantar las alfombras del cortijo? ¿Por qué aparece el cadáver del capataz tres días después, cubierto por un puñado de paja en una pared del cortijo, cuando no estaba allí el día de la masacre? ¿Quién lo colocó allí?

Hay muertos que nunca descansan y sólo hay que mirar fijamente la foto de carné de los cinco asesinados de los Galindos. Fotos en blanco y negro. En el centro, los hombres, la camisa blanca bien planchada, un traje gris de jornalero, la piel arrugada del campo. A los lados, las mujeres con el pelo corto y negro, abombado de laca y secador. Todos miran de perfil y todos tienen una media sonrisa que se vuelve inquisitiva tantos años después de un crimen sin resolver. Ellos saben que el asesino ha vuelto para no dejarlos nunca descansar. Es el asesino que más daño les causó, la impunidad, que vuelve todos los años en el mes de julio a matarlos de nuevo. Y cuando se va con las manos manchadas de sangre, en el cortijo sólo permanece el canto monótono de las chicharras y el calor asfixiante del campo andaluz.

Hay muertos que nunca descansan. Como estos de los Galindos, que se revuelven en sus tumbas por un crimen sin resolver, uno de los mayores misterios de la historia criminal de España; cinco cadáveres que aún hoy, cuando se han cumplido en este mes de julio 40 años de sus asesinatos, siguen enviando mensajes certeros del dolor que sufrieron cuando supieron, ya en sus tumbas, que nunca se iba a encontrar a aquellos que los asesinaron. Manuel Zapata, capataz, y su mujer, Juana Martín. José González, tractorista, y su esposa, Asunción Peralta. Y Ramón Parrilla, tractorista. Cada 22 de julio vuelven a asesinarlos en un cortijo de Paradas, a poco menos de 40 kilómetros de Sevilla. La primera vez fue el 22 de julio de 1975, y desde entonces hasta ahora, hasta este mismo año, cuando, también en julio, ha desaparecido misteriosamente el sumario de aquella masacre sin resolver. Ya era un crimen prescrito, desde el 22 de julio de 1995; ahora, con la desaparición del sumario en otro mes de julio, justo 40 años después, el destino redondea de forma macabra la desgraciada historia de los Galindos. El sumario, 1.300 folios, estaba apilado en condiciones deplorables en una sala del juzgado de Marchena, hasta que se le cayó el techo encima. En el traslado a unas dependencias de la Junta de Andalucía, se ha perdido el rastro. La chapuza se ha conjurado contra los muertos durante 40 años.

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