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Mercedes Alaya sueña con serpientes
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Javier Caraballo

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Mercedes Alaya sueña con serpientes

Desde que se marchó del despacho en el que levantó las dos grandes macrocausas que pusieron contra las cuerdas a la Junta de Andalucía, todo parece desvanecerse, difuminarse, perderse

Foto: Mercedes Alaya, momentos antes de dar una conferencia. (EFE)
Mercedes Alaya, momentos antes de dar una conferencia. (EFE)

Algunas noches, en sueños, la magistrada Mercedes Alaya se asoma a la ventana de su despacho, sube la persiana y descubre que el cielo está lleno de serpientes, hojas de sumario que caen bailando como hojas de otoño, muertas y amarillentas. Como si se hubieran abierto de par en par las puertas de los armarios en los que se guardaban los expedientes de los grandes casos que ella instruía y un soplo fuerte de viento los estuviera escupiendo al aire.

Desde que Mercedes Alaya se marchó, por su propia voluntad, del despacho en el que levantó las dos grandes macrocausas que pusieron contra las cuerdas a la Junta de Andalucía, todo parece desvanecerse, difuminarse, perderse. Por eso, algunas noches, Mercedes Alaya debe soñar con esa imagen, ella asomada a la ventada de su despacho en la tercera planta del Palacio de Justicia de Sevilla, en el Prado de San Sebastián, y al mirar hacia abajo descubre cómo desde otras ventanas más abajo se están volando, una tras otra, las hojas de los sumarios que ella estuvo cosiendo durante años y años. De repente, los folios batidos por el aire parecen serpientes y no son más que hojas sueltas, perdidas.

Desde que se marchó del juzgado hasta la Audiencia Provincial, es cierto, ya nada es ni siquiera parecido a cuando ella estaba al frente del escándalo de los ERE y del de los cursos de formación. De las grandes expectativas de las macrocausas se ha pasado a las grandes decepciones de los archivos. Los procesos, en fin, se desinflan y, en función de quien analice lo que está sucediendo, se oirá decir que Mercedes Alaya tenía razón en sus planteamientos o que, por el contrario, la magistrada se empecinó en una instrucción imposible que solo podía acabar en fiasco judicial y frustraciones.

¿Y dónde radica la clave de todo? Como podrá entenderse, cada una de las causas encierra una enorme complejidad, no solo por el tamaño de la investigación, cientos de procesados y miles de folios de sumario, sino por las distintas interpretaciones que existen sobre el sustento legal de las ayudas concedidas, tanto en los ERE como en los cursos de formación.

Pero es que, además de todo eso, desde el principio —y esto es, a mi juicio, la causa fundamental de lo que está ocurriendo—, Mercedes Alaya se empeñó en mantener las macrocausas unidas, como un todo indivisible, frente al criterio de la Fiscalía para que se desgajaran las macrocausas a fin de que el proceso no se convirtiera en ingobernable, inabordable y eterno, porque la instrucción nunca finalizaba. Mercedes Alaya sostenía que tanto los ERE como los cursos de formación tenían que verse como un esquema de funcionamiento piramidal, mientras que el fiscal sostenía que había que primar la eficacia judicial, el pragmatismo, para no caer en dilaciones indebidas y prescripciones de delitos.

¿Cómo es posible que se pidan responsabilidades penales por conceder ayudas a unas prejubilaciones que nadie cuestiona que se cobren?

Se impuso el criterio del fiscal, y la cuestión es que desde que eso sucedió ya no existe un único criterio judicial para responder a las principales preguntas planteadas en estos procesos. La duda principal, por ejemplo, que ya se ha planteado aquí otras veces con respecto a los ERE, pero que también sirve para los cursos de formación, es la siguiente: ¿cómo es posible que se pidan responsabilidades penales por conceder ayudas a unas prejubilaciones que nadie cuestiona que se cobren? Cuando la causa estaba unida, Mercedes Alaya se apoyaba en la tesis de la creación de una red clientelar para resolver esa contradicción, pero cuando la causa se ha desgajado, cada juez que instruye aporta una respuesta distinta, también contradictorias entre ellas. Según el criterio de la jueza Núñez Bolaños, no existe responsabilidad política y según el juez Álvaro Martín, no solo existe sino que debe depurarse al más alto nivel.

Según lo expuesto por la primera en distintos autos de los dos procesos, no existe ni prevaricación ni malversación porque las ayudas se concedían a empresas “en crisis, con una necesidad justificada y a unos trabajadores que reunían todos y cada uno de los requisitos para ser beneficiarios de los mismos”. Y tampoco existe red clientelar porque la inmensa mayoría de las empresas de los cursos de formación no tenían relación directa con el PSOE: “Resulta manifiestamente absurdo” deducir “clientelismo electoral”, dice tajante la jueza Núñez Bolaños.

A juicio del otro juez, sin embargo, el Gobierno socialista de Andalucía diseñó a conciencia “un sistema opaco” que permitía “el descontrol” en la concesión de unas ayudas “con total discrecionalidad” y ajenas al fin para el que estaban destinadas, en una región con graves problemas laborales y económicos. Ahora, imaginemos que esos dos jueces siguen dictando resoluciones en paralelo, con lo que se llegaría al absurdo de que los principales procesados, como Chaves o Griñán, estarían acusados por un juez de responsabilidades penales por las ayudas a unas empresas que, previamente, otra jueza ha considerado legales. El final de ese embrollo no lo conoce nadie.

Foto: La jueza María Núñez Bolaños. (EFE)

En tiempos de los grandes fastos españoles de 1992, el Gobierno de Felipe González mandó a Sevilla a un ingeniero cuadriculado, tosco y malencarado, que se llamaba Jacinto Pellón, para que se echara a las espaldas la obra enorme de la Exposición Universal y la acabara a tiempo. El tipo, que iba cavando en cada pasillo dos leyendas paralelas, una negra y otra laudatoria, dejó para los anales una frase memorable: “Me preocupa lo que no controlo”. Estos personajes tan resolutivos y polémicos jamás consiguen un juicio justo en la historia porque despiertan adhesiones inquebrantables y odios eternos, sin posibilidad alguna de un punto medio. Pero existen y levantan grandes obras. Y grandes polvaredas.

Desde la Exposición Universal de Sevilla hasta nuestros días, es posible que el personaje que más se asemeje a Pellón sea la jueza Mercedes Alaya; tan sutil es la coincidencia que, de hecho, no se parecen en nada. Vamos, que Mercedes Alaya, aunque se parezca a Pellón en eso de querer controlarlo todo, lo más probable es que hubiera metido en la cárcel a media cúpula de la Expo 92 si hubiera estado en un juzgado en Sevilla en aquellos años.

Algunas noches, en sueños, la magistrada Mercedes Alaya se asoma a la ventana de su despacho, sube la persiana y descubre que el cielo está lleno de serpientes, hojas de sumario que caen bailando como hojas de otoño, muertas y amarillentas. Como si se hubieran abierto de par en par las puertas de los armarios en los que se guardaban los expedientes de los grandes casos que ella instruía y un soplo fuerte de viento los estuviera escupiendo al aire.

Mercedes Alaya Manuel Chaves