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El annus horribilis de Susana Díaz
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Javier Caraballo

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El annus horribilis de Susana Díaz

Tenía que dejarle claro a Pedro Sánchez que en el Partido Socialista sólo hay un cargo orgánico que puede echarle un pulso al secretario general y ponerlo contra las cuerdas

Foto: Susana Díaz en el debate sobre el estado de la Comunidad. (EFE)
Susana Díaz en el debate sobre el estado de la Comunidad. (EFE)

La historia jamás contada del año horrible de Susana Díaz transcurre en apenas cinco minutos, al cabo de un largo proceso de primarias que iba a marcar la historia del Partido Socialista y también, acaso, quién lo sabe, la historia de España. Fue el día en el que Susana Díaz rompió a llorar cuando nadie la veía. Lloraba de rabia pero también de impotencia, por la humillación a la que estaba siendo sometida. En política, todos aprenden muy rápido que la gloria es una puta barata que desaparece cuando deja de oler el perfume del poder. Que las alabanzas de hoy se transforman en el olvido de mañana, que no existe distancia entre el elogio y el desprecio. Por eso, saben que un resbalón, una equivocación, un mal cálculo, puede significar el final.

Y fue esa la sensación que se cuajó en la garganta de Susana Díaz, y se hizo un nudo, cuando pasadas las nueve de la noche del sábado 17 de junio Pedro Sánchez la llamó para reunirse con ella, en pleno congreso federal del Partido Socialista. Un mes antes, el domingo 22 de mayo de 2017, los militantes del PSOE habían acudido a las urnas para elegir a su secretario general y, en contra de todas las previsiones, en contra de todos los barones socialistas y de todos los dirigentes históricos, en contra de todos los augures de la gran prensa y de los despachos de la gran empresa, Pedro Sánchez se impuso por una clara diferencia sobre la ungida, Susana Díaz.

Al llegar a la reunión, en el despacho en el que se tramaban todas las alianzas de aquel congreso federal del PSOE, Susana Díaz quiso ponerle las cosas claras a Pedro Sánchez. Había perdido las primarias, de la forma más humillante que nunca hubiera podido imaginar, pero todavía no estaba vencida. Tenía que dejarle claro a Pedro Sánchez que en el Partido Socialista sólo hay un cargo orgánico que puede echarle un pulso al secretario general y ponerlo contra las cuerdas: el líder de los socialistas andaluces, la mayor agrupación del PSOE, la que históricamente ha determinado el destino de los socialistas españoles, la única que puede presumir de haber gobernado ininterrumpidamente en España desde la muerte de Franco.

Esa agrupación, cada uno de sus barones provinciales, se pasean por la palma de la mano de Susana Díaz, así que perder las primarias mientras se retiene ese poder puede considerarse un mal menor. Por eso, Susana Díaz caminaba decidida, pese a toda la tensión acumulada en las últimas semanas, cuando se dirigía hacia el despacho en el que estaba Pedro Sánchez, donde recibía a los distintos dirigentes regionales para trenzar las alianzas del Congreso del PSOE. Se abrió la puerta y el saludo fue todo el protocolo que se concedieron; hola, hola, no hubo más amabilidad ni disimulo, ni cortesía. Así que Susana Díaz le espetó de golpe aquello que había venido a decirle: “Quiero que sepas, Pedro, que si vas a Andalucía de mi mano, no vas a tener ningún problema, yo misma te facilitaré las cosas y tendrás todo mi apoyo; pero si pretendes entrar en Andalucía por tu cuenta, que sepas que me vas a tener enfrente. De modo que tú decides”.

placeholder Pedro Sánchez y Susana Díaz en la reunión del consejo político federal del PSOE. (Borja Puig | PSOE)
Pedro Sánchez y Susana Díaz en la reunión del consejo político federal del PSOE. (Borja Puig | PSOE)

Pedro Sánchez apenas llegó a inmutarse, acaso porque ya esperaba el encontronazo o, simplemente, porque la piel se endurece con la terapia más efectiva que se conoce, experimentar en carne propia una campaña de acoso y derribo como la que le apeó de la secretaría general en octubre de 2016, siete meses antes de las primarias que cambiarían toda su vida política. Con un gesto calculado que quería mostrar una frialdad extrema, Pedro Sánchez se quedó mirándola y le dijo: “Mira, Susana, yo sé que siempre te voy a tener enfrente, con independencia de cómo entre en Andalucía o deje de entrar. Eso lo sé. Pero tú también debes saber que siempre me vas a tener enfrente. Así que esta reunión ya se ha acabado”.

Pedro Sánchez se levantó de la silla, se fue hacia la puerta y comenzó a girar el pomo de la cerradura. “¿Pero no vamos a hablar ni siquiera de la composición de la ejecutiva?”, intercedió Susana Díaz, quizá consciente de que el órdago se le estaba volviendo en contra. Con la misma distancia calculada, Pedro Sánchez se volvió: “De eso, ya se encargan otros”. Y abrió de par en par la puerta para que Susana Díaz saliera del despacho.

Cuando Susana Díaz salió a informar a los periodistas de su reunión con Pedro Sánchez, la sonrisa forzada no podía ocultar su hundimiento

Diez metros más allá, pasillo adelante, la esperaban algunos de sus asesores. Al verla, se la llevaron a un despacho contiguo. Todos sabían en ese momento que Susana Díaz no iba a aguantar mucho tiempo sin romper a llorar. Cuando al rato salió a informar a los periodistas de su reunión con Pedro Sánchez, la sonrisa forzada no podía ocultar su hundimiento. Mintió a los periodistas, como mienten todos los políticos cuando intentan disimular la realidad. Sólo que a Susana Díaz la traicionaban sus ojos enrojecidos y su voz trémula. “Le he dicho que se rodee de la gente que él considere bien, del equipo que considere necesario, los mejores, para que el PSOE vuelva a ser alternativa. No he pedido una cuota andaluza porque ni estoy en eso ni voy estar en eso”. Uno de los asesores la cogió del brazo y Susana Díaz ya no volvió más al Congreso en el que ella, sólo ella, estaba llamada a caminar por el pasillo central, con todo el público en pie, aplaudiendo ensimismados porque a la izquierda española le había nacido una nueva líder.

En los meses que sucedieron, Susana Díaz se reinventó con ropajes antiguos, se vistió de verde y blanca y así, envuelta en la bandera, puso otra vez todo su empeño en aquello que siempre le ha sido fiel al PSOE, Andalucía. El instante de odio y de tensión del Congreso quedó congelado, pendiente, inalterable. En las primeras elecciones que han salido al paso, las catalanas de diciembre, prefirieron a Miguel Ángel Revilla antes que a Susana Díaz, borrada de todas las agendas. Dicen que la presidenta andaluza, luego, sonrió al contemplar los resultados de Iceta. En el fin de Año, para su mensaje de Navidad a los andaluces, Susana Díaz se fue a Medina Azahara, allí donde Abderramán III le construyó una ciudad a su amada y la rodeó de almendros para que cuando florecieran en primavera pudiera calmar su eterna nostalgia por la sierra de Granada.

La historia jamás contada del año horrible de Susana Díaz transcurre en apenas cinco minutos, al cabo de un largo proceso de primarias que iba a marcar la historia del Partido Socialista y también, acaso, quién lo sabe, la historia de España. Fue el día en el que Susana Díaz rompió a llorar cuando nadie la veía. Lloraba de rabia pero también de impotencia, por la humillación a la que estaba siendo sometida. En política, todos aprenden muy rápido que la gloria es una puta barata que desaparece cuando deja de oler el perfume del poder. Que las alabanzas de hoy se transforman en el olvido de mañana, que no existe distancia entre el elogio y el desprecio. Por eso, saben que un resbalón, una equivocación, un mal cálculo, puede significar el final.

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