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Cadena perpetua y demagogia eterna
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Javier Caraballo

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Cadena perpetua y demagogia eterna

Esa parte de la sociedad que no cree en la resinserción debe ser tratada como ciudadanos que se merecen, por lo menos, un debate más real y más profundo, científico y jurídico

Foto: Una sala de juicios en la escuela judicial de Barcelona. (R. M.)
Una sala de juicios en la escuela judicial de Barcelona. (R. M.)

El debate de la cadena perpetua, que ha vuelto a brotar en la sociedad española tras la detención del presunto asesino de Diana Quer, siempre extrae lo peor de la sociedad y de la clase política. Los unos, porque todavía anida en la mentalidad de buena parte de la sociedad la sentencia bíblica del ‘ojo por ojo y diente por diente’; por muchos siglos que pasen, siempre habrá un colectivo al que parezca la forma de justicia más efectiva. Lo peor es que, de forma paralela, la inmensa mayoría de la clase política aprovecha la existencia de ese sentimiento primitivo de venganza para levantar una mirada displicente y tratar al personal como una masa inmadura, incapaz de razonar. Con lo cual, el resultado es un perfecto círculo vicioso del que jamás es posible salir para plantear otras cuestiones que serían fundamentales en este debate. Lo previsible siempre, como está volviendo a ocurrir, es que todo se reduzca a un intercambio de descalificaciones en las que se hablará de populismo, o de sensacionalismo, o de ceguera social. Pero solo eso; futilidad no más.

Si el debate ha surgido ahora, de nuevo, es porque el presunto autor de la muerte de la joven madrileña puede ser el primero en beneficiarse de la ‘contrarreforma’ que se está planteando en el Congreso de los Diputados para anular la cadena perpetua revisable que aprobó el Partido Popular en 2015, con su cómoda mayoría de entonces. Ahora, los diputados de izquierda del Congreso, junto con nacionalistas e independentistas, quieren derogarla y ofrecen tres motivos, todos ellos de una exasperante previsibilidad. El primero es que la cadena perpetua revisable es “un acto de populismo punitivo” que, en realidad, no aporta nada porque en España “ya existen penas de 40 años que son equiparables a la cadena perpetua”. El segundo motivo para derogarla es que “la sociedad debe ser capaz de contener sus ganas de venganza” y que “el legislador tiene que ser reflexivo y proporcional”. El tercer motivo es que la cadena perpetua revisable “no entra en la Constitución española porque la finalidad de la pena es castigar al culpable pero también resocializar al delincuente”.

El principal problema es que el discurso se reduce a tres conceptos manidos que solo consiguen eludir la existencia de un problema real

Vamos por partes porque, como queda dicho, el principal problema de todo esto es que el discurso se reduce a tres conceptos manidos que solo consiguen eludir la existencia de un problema real. El primer motivo esgrimido, el que acaba subrayando que en España, sin necesidad de cadena perpetua revisable. ya existen condenas equiparables, es el que menos se sostiene porque, si a fin de cuentas se trata de lo mismo, ¿por qué habríamos de escandalizarnos por un mero cambio de nombres? Si una buena parte del 73% de la sociedad que respalda la cadena perpetua se queda satisfecha con algo así, ¿qué más da que se llame de una forma o de otra? El segundo motivo es propio de la acusada tendencia que tiene la clase política para desconsiderar sutilmente a los ciudadanos, a los que siempre suele tratar como seres inmaduros incapaces de entender asuntos de Estado. Es lo más irritante. A ver, ya está dicho antes que es verdad que en una buena parte de la sociedad sigue latiendo el ‘ojo por ojo’, pero no todo el mundo debe ser tachado igual. Porque pueden existir otros motivos para considerar, al menos considerar, la necesidad de que exista una cadena perpetua revisable en el Código Penal español, de la misma forma que existe en otras democracias consolidadas.

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Eso es lo que nos lleva al tercer y último motivo: la cadena perpetua —dicen— es inconstitucional en España. Es cierto que el artículo 25.2 de la Constitución establece que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Esa es la literalidad, sí, ¿pero qué ocurre cuando se sabe que un preso no se va a reinsertar jamás en la sociedad porque siempre acabará delinquiendo? ¿Y qué ocurre cuando esa certeza se tiene con un trastorno psicótico y psicopático que le lleva a cometer violaciones o asesinatos? Pues claro que la Constitución afirma que el fin social de la cárcel es la reinserción, pero lo que no dice es que la reinserción es un concepto meramente teórico, que debe aplicarse tanto a quien es posible que se reinserte en la sociedad como a quien no se va a reinsertar jamás.

A principios del año pasado, en un curso titulado ‘Psicópatas: cómo son, acción policial y respuesta jurídica’, organizado por el Instituto de Ciencias Forenses y Seguridad, de la Universidad Autónoma de Madrid, se concluyó que entre el 70 y el 80% de los psicópatas que acaban en la cárcel acaba reincidiendo en el delito al tercer año de libertad. A los cinco años de libertad, esa cifra asciende al 90%. Cuando se aprobó en el Consejo de Ministros la revisión del Código Penal, uno de los pocos magistrados que se salió del guion establecido fue Pablo Llarena, el juez del Supremo que ahora conoce todo el mundo por la instrucción de la rebelión de Cataluña, y matizó la posible inconstitucionalidad de la prisión perpetua revisable. Dijo así: “Sería inconstitucional que una persona, por una actuación determinada, permaneciera en prisión de por vida aun cuando estuviera rehabilitado; pero no lo es cuando, tras seguir los tratamientos penitenciarios de resocialización, estos fracasan y se aprecia en el condenado un riesgo objetivo y real de que volverá a cometer en libertad crímenes particularmente graves y dramáticos”.

placeholder José Enrique Abuín es trasladado por efectivo de la UCO. (EFE)
José Enrique Abuín es trasladado por efectivo de la UCO. (EFE)

Cuando un tipo como el presunto asesino de Diana Quer es descubierto al intentar secuestrar a otra joven, lo que todo el mundo recuerda es que hay otros casos como el suyo, el último el del ‘loco del chándal', que, tras ser juzgados y condenados, salieron de la cárcel y volvieron a cometer un nuevo delito. Y no quieren que eso se vuelva a producir, por eso exigen que el Código Penal incluya una pena de cadena perpetua revisable para aquellas personas que se sabe que jamás se van a rehabilitar. Y esa gente, esa parte de la sociedad, no debe ser tratada como una masa inconsciente y vengativa, sino como ciudadanos que se merecen, por lo menos, un debate más real y más profundo, científico y jurídico, que esta sucesión de lugares comunes al que nos quieren conducir siempre.

El debate de la cadena perpetua, que ha vuelto a brotar en la sociedad española tras la detención del presunto asesino de Diana Quer, siempre extrae lo peor de la sociedad y de la clase política. Los unos, porque todavía anida en la mentalidad de buena parte de la sociedad la sentencia bíblica del ‘ojo por ojo y diente por diente’; por muchos siglos que pasen, siempre habrá un colectivo al que parezca la forma de justicia más efectiva. Lo peor es que, de forma paralela, la inmensa mayoría de la clase política aprovecha la existencia de ese sentimiento primitivo de venganza para levantar una mirada displicente y tratar al personal como una masa inmadura, incapaz de razonar. Con lo cual, el resultado es un perfecto círculo vicioso del que jamás es posible salir para plantear otras cuestiones que serían fundamentales en este debate. Lo previsible siempre, como está volviendo a ocurrir, es que todo se reduzca a un intercambio de descalificaciones en las que se hablará de populismo, o de sensacionalismo, o de ceguera social. Pero solo eso; futilidad no más.

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