Es noticia
Llarena y Puigdemont, el juez y el loco
  1. España
  2. Matacán
Javier Caraballo

Matacán

Por

Llarena y Puigdemont, el juez y el loco

Comienzan a verse los acontecimientos en su verdadera dimensión y a los personajes como el 'expresident' Puigdemont, en su patética impostura

Foto: El magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena. (EFE)
El magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena. (EFE)

El juez Llarena no se ha equivocado ni se ha vuelto loco; el que está cada día más desquiciado es Puigdemont, el fugitivo. Pero tenemos el defecto, o la maldita inercia, de quedarnos en la espuma de las cosas, en las batallas fútiles que se plantean desde la política, y ese ha sido siempre el arma estratégica que mejor ha manejado el independentismo para aparentar una continua victoria. Es verdad que el tribunal de la región alemana de Schleswig-Holstein ha propinado un durísimo revés a la instrucción del juez Llarena contra el expresidente de la Generalitat de Cataluña, al no conceder su extradición por el delito de rebelión, pero de ninguna forma puede traducirse ese varapalo como una victoria definitiva del independentismo catalán. Mucho menos puede interpretarse como la demostración palpable de que los jueces españoles, como Llarena, se han vuelto locos, al contrario que los alemanes, que han sabido mantener la cordura y la mesura ante lo sucedido en Cataluña en el otoño de 2017.

Si alguien ha visto alterado su raciocinio tras la sentencia del tribunal alemán no ha sido, precisamente, el juez Llarena, que ha mantenido la lógica procesal que ha sostenido desde el principio. Es Carles Puigdemont el que, cada día que pasa, está más fuera de sí como líder político, ajeno a la realidad. Para lo que le ha servido a Puigdemont la sentencia favorable del tribunal regional alemán es para aumentar su enajenación política; ya se cree presidente de una república catalana que abarca territorios de cuatro comunidades autónomas españolas y una parte del territorio francés. Se dice que un loco es el que pierde el sentido de la realidad, o el que la percibe de forma distorsionada; Llarena puede estar equivocado, pero el que está loco es Puigdemont.

placeholder El expresidente catalán Carles Puigdemont. (EFE)
El expresidente catalán Carles Puigdemont. (EFE)

Se trata, además, de un proceso mental curioso, teniendo en cuenta que un fenómeno social como el independentismo en Cataluña no se produce si, previamente, no ha existido una manipulación constante del pasado y del presente. De forma concienzuda, todos los acontecimientos de la historia y de la realidad comienzan a analizarse bajo un prisma egocentrista que hace que todo confluya en un agravio. El último que lo ha remarcado ha sido el hispanista británico John Elliott, hace unos días, aquí mismo: “Decir que Cataluña es una nación y España nada más que una construcción artificial es absurdo, un disparate”. A raíz de los sucesos de la rebelión de octubre, había una oportunidad para que los líderes políticos del independentismo catalán aterrizasen de nuevo en España, en la Europa del siglo XXI, recuperando el principio de realidad gracias al escarmiento que supone un procesamiento penal como al que están sometidos.

La decisión de ese tribunal regional de Alemania no solo ha malogrado esa posibilidad sino que ha provocado que Puigdemont se vea reforzado en su enajenación política. Tanto, que el independentismo ha pasado del victimismo al ensimismamiento: se cree presidente en el exilio de una república con cuatro capitales, Barcelona, Palma, Perpiñán y Valencia. A ver qué dicen en Francia si Carles Puigdemont, en su escalada, se va un día hacia el Rosellón y reivindica esa región como la Cataluña del norte. Entonces, quizá solo entonces, en Europa comiencen a valorar en toda su gravedad lo ocurrido en Alemania con la aplicación de la euroorden.

Foto: Carles Puigdemont, a su llegada a la rueda de prensa en Berlín, este miércoles 25 de julio de 2018. (EFE)

De todas formas, ¿puede haberse equivocado Llarena? Pues claro que Llarena puede estar equivocado, pero esa no es la cuestión. Pablo Llarena, como juez instructor, considera que ha existido un delito de rebelión en lo ocurrido en Cataluña y esa es su consideración penal, respaldada en este caso por la Fiscalía, pero no pasa de ahí. Como ocurre a diario en la Justicia española, lo que diga el juez instructor tiene que ratificarlo después un tribunal distinto, al término de una vista oral en la que cada parte expone sus pruebas y sus argumentos. A diario, vemos cómo se corrigen, modifican y censuran los planteamientos de jueces instructores en España, pero eso es parte del proceso penal.

Lo que no puede ser de ninguna forma es que un tribunal ajeno, sin participar de ese proceso penal, sin analizar toda la causa y sin practicar las pruebas necesarias en una sala de juicios, se haya pronunciado sobre lo ocurrido en Cataluña. No está claro que lo ocurrido en Cataluña haya sido rebelión, sedición, alteración del orden público o desacato de resoluciones judiciales. Ese es el debate penal que está pendiente y que se resolverá, en el sentido que sea, a pesar de la frívola interferencia de los tribunales europeos hasta los que han llegado los fugados.

De todas formas, ¿puede haberse equivocado Llarena? Pues claro que Llarena puede estar equivocado, pero esa no es la cuestión

Volvamos al principio para no quedarnos en la espuma de las cosas: que Llarena esté equivocado o no es lo de menos en este momento. La cuestión es que la interpretación grosera de la euroorden que han hecho los jueces alemanes para no extraditar a Puigdemont ha mancillado la independencia del poder judicial español, que era el único con competencias y capacidad para decidir si Llarena se equivoca al considerar que existe rebelión o si, por el contrario, acierta.

Lo ocurrido es un ataque frontal a uno de los pilares del Estado de derecho en España y no entenderlo así es entrar en la trampa del independentismo, en la que, por cierto, unos caen sin pretenderlo y otros, porque se mantienen en esa equidistancia exasperante en la que están desde el primer día, cuando la hoja de ruta, cuando el referéndum, cuando los procesamientos, cuando la fugas… Mantener en estos días la cabeza fría de la razón y la legalidad es tan importante como esperanzador. Reconforta. Porque comienzan a verse los acontecimientos en su verdadera dimensión y a los personajes como Puigdemont, en su patética impostura.

El juez Llarena no se ha equivocado ni se ha vuelto loco; el que está cada día más desquiciado es Puigdemont, el fugitivo. Pero tenemos el defecto, o la maldita inercia, de quedarnos en la espuma de las cosas, en las batallas fútiles que se plantean desde la política, y ese ha sido siempre el arma estratégica que mejor ha manejado el independentismo para aparentar una continua victoria. Es verdad que el tribunal de la región alemana de Schleswig-Holstein ha propinado un durísimo revés a la instrucción del juez Llarena contra el expresidente de la Generalitat de Cataluña, al no conceder su extradición por el delito de rebelión, pero de ninguna forma puede traducirse ese varapalo como una victoria definitiva del independentismo catalán. Mucho menos puede interpretarse como la demostración palpable de que los jueces españoles, como Llarena, se han vuelto locos, al contrario que los alemanes, que han sabido mantener la cordura y la mesura ante lo sucedido en Cataluña en el otoño de 2017.

Carles Puigdemont Tribunal Supremo