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El año de Andalucía empezó ayer
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Javier Caraballo

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El año de Andalucía empezó ayer

Debe ser una condena o una torpeza infinita, pero estamos en lo mismo. Desde hace dos siglos arrastramos una especie maldición bíblica y como Sísifo, arrastramos hasta la cumbre la piedra

Foto: Día de Andalucía. (EFE)
Día de Andalucía. (EFE)

Los españoles somos los seres humanos del refrán, los que tropiezan siempre con la misma piedra. Debe ser una condena o una torpeza infinita, pero nos ocurre: siempre dándole vueltas a lo mismo, la propia identidad. Es un absurdo ontológico porque el ser humano debería aprender de sus errores, y trascender o, por lo menos, no intentar provocarlos de nuevo, sobre todo cuando se trata de cuestiones tan elementales. Pues nada, el hecho irrefutable es que, contra toda lógica, en España se nos ha atragantado el modelo territorial. Pero ¿qué nos ha pasado para volver otra vez a lo mismo? Ahí es donde encaja el referéndum andaluz del 28 de febrero de 1980 que, otra vez, se ve como una necesidad. Así que será necesario rebobinar. Después de cuarenta años de dictadura, la Constitución de 1978, aceptada por todos de forma abrumadora, resolvió el problema de los nacionalismos con una fórmula teórica a la que después había que darle forma: se reconocía la existencia en España de distintas nacionalidades y regiones. Es decir, desde el mismo instante en el que se aprueba la Constitución se admite que, aunque España sea un solo Estado, en su interior conviven distintas naciones, diferentes identidades.

Foto: De izda. a dcha.: los andaluces Santi Cirugeda, María Peláe, José Yélamo, Elvira Navarro y Antonio Abeledo.
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¿Y por qué ese empeño en marcar la diferencia entre ‘regiones’ y ‘nacionalidades’, no habría bastado con una declaración genérica de España como ‘nación de naciones’ o el reconocimiento de los distintos pueblos que conviven en España? Podría parecer una estupidez, o una insignificancia, pero es ahí donde comienzan los problemas que arrastramos. El interés fundamental no era lexicológico, sino político; no preocupaba la riqueza de los conceptos sino la diferencia entre los mismos; las nacionalidades se conciben como un ente superior a las regiones y, en consecuencia, deben diferenciarse de estas en todos los planos, desde el institucional, a través de una relación bilateral con el Estado español, hasta el económico, con ventajas de financiación que le permitan un mayor desarrollo. Para sustentar y consolidar esa diferencia de trato entre los distintos pueblos de España, se comienza a hablar de ‘nacionalidades históricas’, en referencia fundamentalmente al País Vasco y a Cataluña, aunque también se incluye a Galicia.

La historia de los pueblos de España no es la historia del nacionalismo

Es una barbaridad; ya se ha dicho aquí en otras ocasiones: la catalogación de ´’histórica’ se deduce del hecho que en estas tres regiones ya existieron instituciones autonómicas en la II República, pero se ignora que otras más estaban tramitando su Estatuto, como Andalucía. ¿Acaso es Franco y la Guerra Civil los que determinan el carácter histórico de un pueblo en España? Es absurdo y ominoso. Que el nacionalismo ha tenido siempre más fuerza y arraigo en Cataluña y en el País Vasco es incuestionable, pero la historia de los pueblos de España no es la historia del nacionalismo. La historia de lo que habla es de la importancia de la Corona de Aragón, frente al Condado de Barcelona, o del Reino de León, frente a los vascones. Todo lo que no sea eso, es una más de las distorsiones grotescas de la historia por parte del nacionalismo.

Tras aprobarse la Constitución española en 1978, comienza una carrera acelerada para marcar las diferencias. Al año siguiente, en 1979, se concede la autonomía al País Vasco y a Cataluña por decreto-ley -fórmula de dudosa constitucionalidad- mientras que al resto de autonomías se les emplaza a iniciar un largo y lento proceso de descentralización. Era el diseño de la España ‘asimétrica’, la España de las ‘dos velocidades’, las nacionalidades de primer nivel y las regiones de segundo o de tercer nivel. Hace cuarenta años, ese era el debate político que existía en España y fue eso lo que llevó a los andaluces a una enorme movilización para romper ese diseño de desigualdad.

La España que conocemos, esta España de las autonomías, es fruto de dos tensiones, una disgregadora y otra integradora

El referéndum del 28-F provocó que también a Andalucía se le reconociera el derecho a una autonomía con el máximo techo competencial y, tras Andalucía, se sumaron todas las demás comunidades hasta constituir el Estado autonómico actual en el que no existen diferencias institucionales entre unas y otras en su relación con el Estado español. No todas las comunidades autónomas tienen las mismas competencias, es verdad, pero en algunos casos se produce porque ni siquiera las han reclamado, como ocurre en Andalucía, por ejemplo, con el desarrollo de la Policía Autonómica o la gestión de las prisiones. El efecto indeseable de esa igualdad es que, en el mismo instante en el que los andaluces, los murcianos, los castellanos o los riojanos obtuvieron su autonomía, los nacionalismos vasco y catalán, fundamentalmente este último, consideraron que estaban siendo agredidos, subestimados, dañados. ¿Quién puede considerar que la igualdad del prójimo es perjudicial para él?

La España que conocemos, esta España de las autonomías, es fruto de dos tensiones, una disgregadora y otra integradora, la del nacionalismo excluyente y la del nacionalismo igualitario; supremacismo o hermanamiento. Andalucía, hace cuarenta años, lideró la fuerza política y social integradora que obligó a igualar el diseño autonómico; ahora que se reproducen las tensiones, las exigencias se renuevan. Debe ser una condena o una torpeza infinita, pero otra vez estamos en lo mismo. Desde hace dos siglos arrastramos una especie maldición bíblica y como Sísifo, arrastramos hasta la cumbre la piedra, se solventan los problemas, y cuando eso ha sucedido, la piedra cae por la ladera y volvemos a empezar. Cuando se celebró el referéndum del Estatuto de Autonomía, el 28 de febrero de 1980, el actual presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, tenía nueve años, tres más que su antecesora, Susana Díaz, y a Teresa Rodríguez le faltaban todavía dos años para nacer, igual que a Gabriel Rufián o a Pere Aragonés. ¿No es suficientemente revelador de la anomalía que padecemos como sociedad? En fin, que han pasado cuarenta años del referéndum andaluz y que otra vez tendrá que reproducirse el mismo juego de equilibrios en España. Por eso, tras este aniversario redondo del 28-F, podemos decir que el año de Andalucía empezó ayer. A ver si esta vez aprendemos y, dentro de cuarenta años, los hijos de esta década se ahorran por lo menos este suplicio de tener que subir la piedra de Sísifo otra vez.

Los españoles somos los seres humanos del refrán, los que tropiezan siempre con la misma piedra. Debe ser una condena o una torpeza infinita, pero nos ocurre: siempre dándole vueltas a lo mismo, la propia identidad. Es un absurdo ontológico porque el ser humano debería aprender de sus errores, y trascender o, por lo menos, no intentar provocarlos de nuevo, sobre todo cuando se trata de cuestiones tan elementales. Pues nada, el hecho irrefutable es que, contra toda lógica, en España se nos ha atragantado el modelo territorial. Pero ¿qué nos ha pasado para volver otra vez a lo mismo? Ahí es donde encaja el referéndum andaluz del 28 de febrero de 1980 que, otra vez, se ve como una necesidad. Así que será necesario rebobinar. Después de cuarenta años de dictadura, la Constitución de 1978, aceptada por todos de forma abrumadora, resolvió el problema de los nacionalismos con una fórmula teórica a la que después había que darle forma: se reconocía la existencia en España de distintas nacionalidades y regiones. Es decir, desde el mismo instante en el que se aprueba la Constitución se admite que, aunque España sea un solo Estado, en su interior conviven distintas naciones, diferentes identidades.

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