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Junqueras, metáfora burlesca de la mentira independentista
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Javier Caraballo

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Junqueras, metáfora burlesca de la mentira independentista

En su constante tergiversación de la historia, el último capítulo que los independentistas intentan manipular es el que estamos viviendo, la realidad del juicio que se celebró en el Supremo

Foto: Jordi Cuixart y Oriol Junqueras. (EP)
Jordi Cuixart y Oriol Junqueras. (EP)
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No siempre hemos sido igual de melindrosos en las críticas; hace 400 años, Quevedo, uno de los primeros españoles dolidos de España, le hubiera cortado un traje a medida a Oriol Junqueras al verlo salir de la cárcel instantes después que la enorme panza que le ha crecido en la celda. Pasó primero la barriga y luego llegó el político. Érase un hombre a un bombo pegado, érase una barriga superlativa… Como no hay soneto burlesco más famoso que ese, dedicado a Góngora, podemos dar por seguro que Francisco de Quevedo colocaría a los independentistas entre los primeros destinatarios de su mordacidad, por ser los responsables de algo que ya entonces, en el siglo XVII, comenzó a extenderse, la propagación de la mentira sobre la historia de España y el silencio de muchos, como si su propia memoria como pueblo no fuera con ellos.

Quevedo escribió su ensayo ‘España defendida’ cuando se comenzó a divulgar la ‘leyenda negra’, y se lo dedicó, en el mismo título, “a los noveleros y a los sediciosos” que van sembrando calumnias sobre España. La barriga prominente que Junqueras ha criado en la cárcel es una metáfora redonda que desmonta sus mentiras, el trato recibido en la prisión a la que ahora volverá para seguir engordando sus delirios de líder pacifista que ha venido a este mundo “para hacer feliz a la gente”, como dijo hace unos días cuando regresó a su pueblo por el tercer grado adulterado del que se han beneficiado unos días. Esa foto, esa consecuencia oronda, se corresponde mal con las calumnias contra el sistema judicial y penitenciario español que, por épocas, han ido descalificando como tercermundista, franquista, inquisitorial y represivo.

Foto: Junqueras (d), a su llegada al campus de Manresa de la Universidad de Vic donde pretendía trabajar. (EFE)

En su constante tergiversación de la historia, el último capítulo que los independentistas intentan manipular es el que estamos viviendo, la realidad del juicio que se celebró en el Tribunal Supremo y la posterior sentencia condenatoria a los líderes de la revuelta independentista. Pero han topado con el juez Marchena y los otros cinco magistrados de la Sala de lo Penal. El auto que se notificó hace unos días para resolver un recurso de apelación de la Fiscalía contra los permisos penitenciarios de Carme Forcadell, se podría haber despachado de una forma más escueta, con menos literatura y más literalidad de la normativa penitenciaria y de las obligaciones legales para que un preso, cualquier preso, se pueda acoger al tercer grado.

Pero los magistrados, hartos de la verborrea independentista que se traslada incluso a los escritos que dirigen a los juzgados, han aprovechado para subrayar algunas obviedades. “La Sala se ve obligada a reiterar una obviedad”, se dice en varias ocasiones en el auto, con evidente doble sentido. ¿Y cuáles son las obviedades? Pues, además de las normativas, las conceptuales, como que ni uno solo de los presos de la revuelta independentista ha sido condenado por sus ideas, sino por un acto de sedición. Y cuando los independentistas, y sus abogados, y sus coros, lo repiten una y otra vez, el Supremo les recuerda la simpleza de que no están dispuestos a que su sentencia sea manipulada: “Nuestra sentencia no tiene que ser permanentemente reinterpretada”.

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Ninguno de los presos independentistas que se sentaron como responsables de los sucesos de octubre de 2017 fueron condenados “por perseguir la independencia de Cataluña”, como bien saben los miles de catalanes que se definen como independentistas, además de los cientos de miles que haya repartidos por España que también desearían que su comunidad fuera un país independiente o que se instaure una república. Nadie, ninguno de ellos, podrá superar nunca en sus planteamientos la apertura de la propia Constitución española, que es la primera que contempla la posibilidad de reformarla para adecuarla al deseo de los españoles, que son quienes constituyen el principio sagrado de soberanía popular en un sistema democrático.

Dice el Supremo, una vez más: “Las ideas de reforma, incluso ruptura, del sistema constitucional no son, desde luego, delictivas. Su legitimidad es incuestionable, está fuera de cualquier duda. El pacto de convivencia proclamado por el poder constituyente no persigue al discrepante. Ampara y protege su ideología, aunque esta atente a los pilares del sistema”.

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Otra cosa, muy distinta, es que un líder político confunda unas elecciones autonómicas con un referéndum constitucional y se convenza de que, por haber ganado, ya no tiene que respetar ni las leyes ni los derechos de los demás. Eso es lo que les ocurrió a esos líderes de la revuelta catalana, que atentaron “gravemente contra la convivencia democrática”, y por eso fueron condenados y han vuelto a la cárcel: “Por actos y decisiones plenamente integrados en una estrategia delictiva, en un expreso desafío al orden constitucional y a las autoridades que actuaban a su amparo”. Cada vez que repiten que son ‘presos políticos’, cada vez que exigen que se les conceda una ‘amnistía’, están insultando, de nuevo, a la democracia española, que es insultarnos a todos, y, más allá, están equivocando el camino para obtener los beneficios penitenciarios que reclaman. Para conseguirlo, lo primero que tienen que hacer es reconocer el delito y admitir la culpa, porque la prevención general y la especial son dos objetivos esenciales del Derecho Penal.

El pecado de España, de los españoles, a lo largo de la historia ha sido callar y de eso ya dejó Quevedo un testimonio muy elocuente en 1609 con su ‘España defendida’, que sigue siendo una obligación ante noveleros y sediciosos, pero sobre todo ante nosotros mismos. Y, como él, dejar grabado el asombro que produce este país empeñado en tropezarse y desmentirse, en dar la razón a quien pretende dañarlo, como un extraño maleficio que convierte el orgullo en complejo. “¡Oh, desdichada España! revuelto he mil veces en la memoria tus antigüedades y anales, y no he hallado por qué causa seas digna de tan porfiada persecución”.

No siempre hemos sido igual de melindrosos en las críticas; hace 400 años, Quevedo, uno de los primeros españoles dolidos de España, le hubiera cortado un traje a medida a Oriol Junqueras al verlo salir de la cárcel instantes después que la enorme panza que le ha crecido en la celda. Pasó primero la barriga y luego llegó el político. Érase un hombre a un bombo pegado, érase una barriga superlativa… Como no hay soneto burlesco más famoso que ese, dedicado a Góngora, podemos dar por seguro que Francisco de Quevedo colocaría a los independentistas entre los primeros destinatarios de su mordacidad, por ser los responsables de algo que ya entonces, en el siglo XVII, comenzó a extenderse, la propagación de la mentira sobre la historia de España y el silencio de muchos, como si su propia memoria como pueblo no fuera con ellos.

Tribunal Supremo Carme Forcadell Manuel Marchena Oriol Junqueras
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