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Virus y botellón, ¡prohibamos lo prohibido!
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Javier Caraballo

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Virus y botellón, ¡prohibamos lo prohibido!

Lo que ocurre es que no podemos pasar por alto que si esas "nuevas formas de relación social" estaban prohibidas es porque se las considera intolerables para la convivencia ciudadana

Foto: Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

España tiene que ser, históricamente, el país del mundo que más legisla y que más incumple lo legislado. Es decir, dos polos opuestos que aquí, en vez de repelerse, se retroalimentan. ¿El exceso de legislación es el que conduce a la cultura del incumplimiento o es al revés? Una parte de la explicación debe ser la existencia de eso que Mariano José de Larra llamaba “el ministerial”, una especie autóctona de la burocracia política española que, como los minerales, va superponiéndose en capas sucesivas.

El ministerial, “un ser privilegiado de la gobernación”, se ha multiplicado tanto con el Estado de las Autonomías que el propio Larra quedaría asombrado, admirado, de la fértil persistencia de los vicios políticos en España. Lo que nos ha ocurrido ahora, con motivo de la pandemia, es un prodigioso ejemplo de este vicio doble de legislación e incumplimiento: el botellón. ¿Quién no ha visto estos días, en todos los periódicos, que tal o cual comunidad autónoma ha decidido prohibir los botellones para frenar los contagios del coronavirus? Por toda España se han publicado esas noticias y resulta que en todas partes ya existían desde hace años leyes específicas que prohibían los botellones, o el ir de litros, como se llama en el norte. Los ayuntamientos lo habían incorporado a sus ordenanzas, los parlamentos autonómicos aprobaron leyes específicas y el Congreso de los Diputados lo incluyó como una infracción leve en la Ley de Seguridad Ciudadana (artículo 37) con multas que van desde los 100 a los 600 euros. ¿Cómo se puede prohibir lo que ya estaba prohibido? Esa es la cuestión.

Foto: El presidente de la Generalitat, Quim Torra (d), junto a la consellera de Presidencia, Meritxell Budó. (EFE)

Es posible que muy pocos se hayan fijado en el boato protocolario con el que comienzan los textos legales, esa formalidad acartonada que contrasta con la asentada costumbre española de pasarse las normas por el forro. Si se les pone voz, hasta la ley más insignificante adquiere la notoriedad de una gran disposición. Esta es una de ellas, la ley antibotellón de la Junta de Andalucía que comienza así: “A todos los que la presente vieren, sabed que el Parlamento de Andalucía ha aprobado y yo, en nombre del Rey y por la autoridad que me confieren la Constitución y el Estatuto de Autonomía, promulgo y ordeno la publicación de la siguiente Ley”. Luego, con esa literatura política, tantas veces abigarrada y cursi, la Ley, de título interminable (‘Ley sobre potestades administrativas en materia de determinadas actividades de ocio en los espacios abiertos de los municipios de Andalucía’), definía el botellón sin mencionarlo con igual despliegue de palabras y se marcaba un objetivo final: “que el desarrollo de las nuevas manifestaciones de interrelación social de un sector de la ciudadanía andaluza se desarrolle en su más alto nivel de convivencia democrática”.

Casi surge la carcajada al instante, por lo ridículo del texto y por el autoengaño, porque esa Ley andaluza se aprobó en 2006, con Manuel Chaves de presidente, y ha sido ahora, catorce años después, cuanto un presidente del Partido Popular, Juan Manuel Moreno, ha anunciado la decisión de su Gobierno de prohibir el botellón para frenar el coronavirus. Se coge este ejemplo andaluz, pero en todas las comunidades y en todas las ciudades existirá un simétrico; ya queda dicho que no es cosa de partidos políticos, ni de territorios, ni siquiera de épocas, sino que se trata de uno de los vicios nacionales de los españoles.

Es extraordinario, porque si se compara con lo aprobado en 2006 se observa la introducción sutil de una palabra: "completamente"

De hecho, la decisión del Gobierno andaluz se adoptó después de una ‘cumbre’ de los alcaldes de las capitales andaluzas -de todos los signos políticos, menos Vox- con el presidente de la Junta de Andalucía, preocupados por los rebrotes de la pandemia. Las noticias de agencia, siempre tan formales, decían así: “Andalucía ha decidido prohibir en su totalidad el botellón para impedir nuevos brotes del coronavirus en la comunidad, tras declarar esta actividad como insalubre, nociva y peligrosa”. Es extraordinario, porque si se compara con lo aprobado en 2006 se observa la introducción sutil de una palabra: “completamente”. Es decir, ya estaba aprobado y como no se cumplía, ahora se vuelve a prohibir, pero “completamente”; se vuelve a prohibir, pero ahora va en serio.

Hay que reconocer, en todo caso, que en esta ocasión, tras la re-prohibición, en los diarios aparecen cada día noticias de infracciones de las distintas policías locales, que acuden al instante cuando detectan, o los alertan los vecinos, de la existencia de un botellón en una ciudad. No es para menos porque lo que ha ocurrido desde el final del confinamiento y del Estado de Alarma es que ha bajado considerablemente la edad media de los nuevos contagiados con covid-19: en mayo pasado estaba en los 60 años y ha pasado ahora al tramo de edad entre los 15 y los 29 años, según el informe que realizó a finales de julio el Instituto de Salud Carlos III.

¿Qué puede pensar del respeto que se tiene a sus propios derechos el vecino de una de esas zonas que se cansaba de llamar y nadie le atendía?

Así que, desde luego, ninguna ironía sobre la persecución con sanciones de los que se van de litros, con sus grandes aparatos de música y hasta con cachimbas compartidas con sabor a fresa. Lo único que ocurre es que no podemos pasar por alto, sin más, que si esas “nuevas formas de relación social”, como las llaman en los textos legales, estaban ya prohibidas es porque se las considera muy perniciosas para la juventud e intolerables para la convivencia ciudadana, cuando se impide constantemente el descanso de quienes viven en esas zonas de botellón. De la suciedad que generan, ni hablamos… ¿Qué puede pensar del respeto que se tiene a sus propios derechos el vecino de una de esas zonas que se cansaba de llamar, día tras día, a la Policía Local y nadie le atendía? El derecho al descanso no necesita de un virus contagioso para que se respete. Igual que el resto de infracciones que se producen con un macro-botellón, tan habituales y usuales en muchas ciudades españolas.

España tiene que ser, históricamente, el país del mundo que más legisla y que más incumple lo legislado. Es decir, dos polos opuestos que aquí, en vez de repelerse, se retroalimentan. ¿El exceso de legislación es el que conduce a la cultura del incumplimiento o es al revés? Una parte de la explicación debe ser la existencia de eso que Mariano José de Larra llamaba “el ministerial”, una especie autóctona de la burocracia política española que, como los minerales, va superponiéndose en capas sucesivas.

Parlamento de Andalucía