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Los inmigrantes ilegales ya están aquí
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Javier Caraballo

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Los inmigrantes ilegales ya están aquí

Han vencido las fronteras y los debates. Y pienses como pienses, existen derechos fundamentales que hay que respetar en todos los seres humanos

Foto:  Migrantes tras el incendio. (Cedida)
Migrantes tras el incendio. (Cedida)

No hace falta mirar al mar, porque no los traerán las olas. Los inmigrantes ilegales ya están aquí, aunque no los veas. Pienses lo que pienses, tanto si eres de los que los consideran una amenaza como si te conmueve que malvivan como animales en los alrededores de nuestras ciudades. Están aquí, esa es la cuestión, con lo que hay un debate superado, innecesario. Ya no hablamos de fronteras ni de muros, de si se les debe permitir la entrada, ‘papeles para todos’, o de si la inmigración tiene que restringirse a los que accedan a España legalmente; no hablamos de nada de eso porque los inmigrantes ilegales ya están aquí. Han vencido las fronteras y los debates. Y pienses como pienses, existen derechos fundamentales que hay que respetar en todos los seres humanos.

Con lo cual, mejor será que, en vez de seguir ocultando su existencia, en vez de ignorar que están ocultos en los bosques, o en el extrarradio de algunas ciudades, empecemos a considerar la posibilidad de acabar con esa hipocresía a la que nos hemos habituado: llegan en pateras o saltando la valla de Ceuta o de Melilla, se les interna en un centro de acogida temporal y, cuando han trascurrido varios meses y se ha confirmado la imposibilidad de extraditarlos a sus países de origen, se les deja en libertad para que convivan entre nosotros como fantasmas negros de las chabolas.

El penúltimo viernes de febrero, a las seis de la mañana, se declaró un incendio en Palos de la Frontera, en Huelva, que dejó en los periódicos locales unos titulares que, por sí solos, hablan bien de esta hipocresía con la que convivimos. “El fuego en un asentamiento de chabolas destapa un problema mayúsculo”, decían algunas noticias. Podemos imaginarlo: de repente, cuando amanece un soleado viernes de febrero, se divisa una densa humareda en el horizonte y un incesante trasiego de coches de bomberos, de policías y ambulancias. A las horas, se informa que el fuego está controlado, afortunadamente sin daños personales, a pesar de la voracidad de las llamas al propagarse por plásticos y maderas con las que estaban construidas las chabolas.

Foto: Un inmigrante senegalés porta una edición de la Constitución española. (EFE)

Entre las cenizas, aún humeantes, se pueden ver algunos inmigrantes buscando inútilmente los pocos papeles que tenían, como el recibo de unas peonadas en el campo o algún contrato temporal, o la ‘tarjeta roja’ que les sirve de salvoconducto para buscar trabajo. Los datos oficiales certifican que el fuego ha arrasado cinco hectáreas y ha dejado sin ‘casa’ y sin pertenencias a unos cuatrocientos inmigrantes, la mitad de los que vivían en ese poblado. Es decir, ha ardido la mitad de un asentamiento que ocupaba diez hectáreas. ¡Diez hectáreas de chabolas! Y lo más impactante es que, como decía el titular, el fuego solo ha servido para destapar un problema mayúsculo que se produce en la mayoría de los pueblos que acogen a estos temporeros en España, no solo los de la provincia de Huelva, dedicados a los frutos rojos, o los de Almería y la costa de Granada, la gran despensa hortofrutícola europea (producen el 60 por ciento de las hortalizas que se consumen en Europa).

Antes de continuar, un apunte que debe servir para componernos luego un criterio sobre estos asentamientos: si estas personas se agrupan en torno a esos pueblos, y no a otros, es porque encuentran allí un modo de ganarse la vida, con peonadas en el campo cuando llegan las cosechas. Es decir, son trabajadores que contribuyen al inmenso negocio de exportación a Europa de esas provincias españolas. ¿Cómo es que siendo trabajadores temporeros tienen que vivir en esas condiciones? Durante los primeros meses de la pandemia, cuando se aplicaron las restricciones más severas y toda España se paralizó, pasaron inadvertidas las reclamaciones de algunas ONGs sobre la situación crítica en la que se quedaban los residentes de esas aldeas de chabolas que no es que no dispongan de tiendas de alimentación para abastecerse, es que no tienen ni electricidad ni agua potable.

Si todo estaba cerrado, si no podían desplazarse ni para coger agua de una fuente pública, a veces a kilómetros de distancia, ¿cómo iban a sobrevivir? También en ese momento se alzaron algunas voces sobre esos poblados de miseria y se ofrecieron cifras dispersas sobre el número de personas que viven en esas circunstancias: son miles, quizá decenas de miles en España solo en lo referente a temporeros, pero es imposible conocer el dato preciso. Tampoco podemos saber con detalle cuántos de esos inmigrantes no tienen permisos de residencia, ni nada similar, y cuántos se encuentran aquí en situación regular, aunque malvivan en esas condiciones, que, según se afirma, son la mayoría.

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En los últimos días, esa misma pregunta se la han hecho, al fin, en la Unión Europea, donde aumentan exponencialmente la ceguera y la hipocresía ante estas situaciones de miseria humana. En noviembre del año pasado, gracias a Izquierda Unida, Almería Acoge y la Asociación Multicultural de Mazagón, se presentó una denuncia por la vulneración de los derechos humanos que acaba de aceptarse. “Demandamos una respuesta inmediata y firme ante la situación en la que se encuentran los asentamientos en las provincias de Almería y Huelva”, decía la denuncia.

Según la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo, que preside Dolors Monserrat, la que fuera ministra de Rajoy, la Comisión Europea realizará de forma inmediata una investigación preliminar sobre la vulneración de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea en todo aquello que se refiere a la dignidad humana, la no discriminación y los derechos del menor.

Foto: Vista general del asentamiento de chabolas en el Palo de los Cerros, a tres kilómetros de Toledo capital. (I. G. V.)

En adelante, ya veremos qué ocurre, si es que ocurre algo. Hace un año, en febrero de 2020, el relator de Naciones Unidas, Philip Alston, visitó algunos de estos poblados de chabolas y acabó espantado de lo que vio: "He visitado lugares que sospecho que muchos españoles no reconocerían como parte de su país. Barrios pobres con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados: las personas viven como animales”.

Lo dijo, pero luego llegó la pandemia que lo borró todo. Hasta un año después, otra vez en febrero, cuando una columna de humo en el horizonte destapó un problema mayúsculo que, entre todos, teníamos escondido y olvidado.

No hace falta mirar al mar, porque no los traerán las olas. Los inmigrantes ilegales ya están aquí, aunque no los veas. Pienses lo que pienses, tanto si eres de los que los consideran una amenaza como si te conmueve que malvivan como animales en los alrededores de nuestras ciudades. Están aquí, esa es la cuestión, con lo que hay un debate superado, innecesario. Ya no hablamos de fronteras ni de muros, de si se les debe permitir la entrada, ‘papeles para todos’, o de si la inmigración tiene que restringirse a los que accedan a España legalmente; no hablamos de nada de eso porque los inmigrantes ilegales ya están aquí. Han vencido las fronteras y los debates. Y pienses como pienses, existen derechos fundamentales que hay que respetar en todos los seres humanos.

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