Mientras Tanto
Por
El urbanismo, Marbella y la ley de la ‘omertá’ como principio rector de la democracia
Lo más sorprendente del escándalo de Marbella es que todo el mundo lo sabía. La policía, los jueces y la clase política. Los periodistas, los taxistas
Lo más sorprendente del escándalo de Marbella es que todo el mundo lo sabía. La policía, los jueces y la clase política. Los periodistas, los taxistas y los camareros de Puerto Banús. La corrupción era el secreto peor guardado de la ciudad. Todo el mundo tenía seguridad de que aquel equipo de gobierno no era trigo limpio, pero desde los poderes públicos nadie en los últimos 15 años había sido capaz de ponerle el cascabel al gato. Y eso que este país presume de tener la legislación antiblanqueo más avanzada del mundo mundial.
Es evidente que la situación de Marbella no es comparable a la del resto de ayuntamientos, pero no hay que ser un lince de esos que busca Esperanza Aguirre en la carretera de los pantanos de Madrid para entender que la corrupción urbanística no acaba en Marbella.
Existe, evidentemente, una criminalidad organizada y con tintes sicilianos, como presuntamente es la que se ha destapado en esa ciudad malagueña; pero hay otra mucho más sutil que recorre nuestras ciudades y que no pasa de ser un breve en los periódicos. Mucho de lo que envuelve al sector inmobiliario está bajo sospecha desde hace demasiados años. Lo ha dicho Transparencia Internacional, una ONG especializada en detectar casos de corrupción, y que año tras año llama la atención sobre el volumen de fraude. La Agencia Tributaria, igualmente, ha puesto bajo la lupa las juntas de compensación, y hasta los notarios, que alguna información tienen, (no en vano en sus despachos se cierran muchos acuerdos bajo cuerda), han advertido que el dinero negro circula por las venas del sector sin que nada ni nadie lo remedie. El urbanismo se ha convertido en la fuente en la que bebe medio país. Unos para ir tirando, otros para completar un pequeño patrimonio inmobiliario y otros para enriquecerse. Unos pillan más que otros, pero en realidad media España está enganchando al monopoly nacional. Aquí radica el problema. El campo está abonado.
Los ayuntamientos, con su lamentable sistema de financiación, se han echado en brazos de los convenios urbanísticos para salir adelante, lo que genera una doble corrupción, que no necesariamente está vinculada a que un concejal cobre de un contratista. Las ciudades están creciendo no en función del interés general, como dicen las leyes, sino atendiendo al interés particular de los propietarios de suelo, que son quienes determinan si el municipio debe crecer hacia el norte o hacia sur. Los ayuntamientos se financian con esos convenios, al margen de cualquier racionalidad económica, ya que cuanto más suba el suelo, más ingresos obtiene el alcalde para cubrir las necesidades del municipio. Un sistema verdaderamente perverso que al final lo pagan los propios ciudadanos. También lo paga el medio ambiente, arrasado por planeamientos urbanísticos carentes de sostenibilidad. El infierno, desde luego, está empedrado de buenas intenciones, como seguro que almacenan muchos alcaldes.
Pero, además, este amplio margen de maniobra con el que cuentan los ayuntamientos a la hora de firmar convenios urbanísticos, es un magnífico caldo de cultivo para la corrupción. El suelo, como dice un conocido urbanista, se ha convertido en una especie de almoneda que se vende al mejor postor, absolutamente al margen de consideraciones sociales.
En esta especie de urbanismo a la carta está la raíz del problema. Cada municipio hace de su capa un sayo, lo que es un auténtico despropósito, sobre todo cuando reina la ley del silencio. La ley de la omertá. Cada vez suenan con más fuerza las voces que claman por quitar las competencias urbanísticas a los pequeños municipios, y alguien debería atender esa petición. Pero también los grandes ayuntamientos -como es el caso de Marbella- deben estar más controlados por los poderes públicos. Los gobiernos autonómicos, que se apuntan a un bombardeo a la hora de reclamar competencias de las Administración central del Estado, son, sin embargo, muy timoratos a la hora de ejercer las suyas.
Es verdaderamente curioso que en un país con tantos desmanes urbanísticos, ninguna corporación municipal haya sido jamás disuelta por atentar gravemente contra los intereses generales. Y eso que en algunos municipios se ha producido un fenómeno extraordinariamente lesivo para los intereses generales, como es que un grupo de ciudadanos se empadrone fraudulentamente para tomar el poder y proceder a una desenfrenada carrera por recalificar suelo. ¿Hay algo más grave desde el punto de vista democrático?
Lo más sorprendente del escándalo de Marbella es que todo el mundo lo sabía. La policía, los jueces y la clase política. Los periodistas, los taxistas y los camareros de Puerto Banús. La corrupción era el secreto peor guardado de la ciudad. Todo el mundo tenía seguridad de que aquel equipo de gobierno no era trigo limpio, pero desde los poderes públicos nadie en los últimos 15 años había sido capaz de ponerle el cascabel al gato. Y eso que este país presume de tener la legislación antiblanqueo más avanzada del mundo mundial.