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El pensamiento ‘débil’ de la clase política: un estímulo para la recesión
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Carlos Sánchez

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El pensamiento ‘débil’ de la clase política: un estímulo para la recesión

“Es improbable que la empresa privada vaya a emprender por su propia iniciativa nuevas inversiones en cuantía suficiente. La empresa no invertirá hasta después de que haya

“Es improbable que la empresa privada vaya a emprender por su propia iniciativa nuevas inversiones en cuantía suficiente. La empresa no invertirá hasta después de que haya empezado a obtener beneficios. Por consiguiente, el primer paso ha de darse en estas circunstancias por la autoridad pública. Esta inversión ha de ser a gran escala y organizada con resolución, si es que quiere romperse el círculo vicioso de la depresión (...). Hasta el momento, los gobiernos han considerado que sólo una guerra constituye el único objetivo respetable para un gasto financiado a déficit. En todos los gastos de paz, los Gobiernos se consideran tímidos, suplicantes, timoratos, sin perseverancia ni determinación, pensando en la deuda como una obligación y un pasivo, y no como un eslabón más en la transformación del exceso de recursos parados y derrochados en su pasividad”. The Means to Prosperity (1933) John Maynard Keynes.

 

La complacencia con que suele actuar la clase política respecto de sus propias decisiones puede explicar su falta de iniciativa para atajar la crisis. Pero sería ridículo pensar que la falta de respuestas contundentes tiene únicamente que ver con una cierta pereza intelectual. Por el contrario, hay que vincular este comportamiento a un problema más de fondo relacionado con la falta de determinación en su discurso económico. Algo que, como recoge el párrafo que antecede a este artículo, repudiaba a Keynes. Da la sensación de que los gobiernos europeos –y entre ellos el español- han abrazado lo que el filósofo italiano Gianni Vattimo denominó pensamiento débil. Una corriente relacionada con la no existencia de la verdad absoluta, sino con categorías intermedias y frágiles, lo que aplicado al asunto que nos ocupa enlaza directamente con una especie de postmodernidad económica.

Los gobiernos no pueden actuar con contundencia porque eso sería lo mismo que reconocer que su discurso económico está agotado. Y así las cosas, se ha creado un nuevo paradigma que convierte a la economía en una ciencia meliflua capaz de contentar a todos en aras de obtener mayorías parlamentarias cada vez más amplias. El caso más cercano en el tiempo es el de España, donde el Ejecutivo articula cada dos o tres semanas medidas  contracíclicas jugando a satisfacer a todos los agentes económicos (unas veces a los banqueros y otras a los parados), pero sin tomar decisiones de calado capaces de cambiar el curso de la historia. Mientras la recesión campa a sus anchas -destruyendo empleo de forma intensa-, el Ejecutivo anuncia periódicamente planes ‘anticrisis’ como si se tratara de fenómenos parciales y escasamente interrelacionados que por cierta casualidad histórica han coincidido en el tiempo, cuando lo que está delante tiene únicamente que ver con una sobrevaloración de activos que sólo se superará recuperando el precio ‘natural’ de la cosas, que diría Adam Smith, lo cual afecta a todos los órdenes de la economía.

 

Falta de determinación

Ese pensamiento débil puede explicar, probablemente, la falta de determinación del Gobierno a la hora de poner en macha medidas de corte keynesiano encaminadas a estimular la demanda por la vía de la inversión pública, lo que no es sinónimo de construir más ‘aves’, como habitualmente se cree. La inversiones en infraestructuras es algo más que necesario en un contexto como el actual, pero también en ‘conocimiento’, por supuesto de una forma más intensa de lo que prevén los Presupuestos Generales del Estado. Y y siempre con la vista puesta en las próximas dos décadas, no en un horizonte que alcance los próximos dos años.

En su lugar, y en el caso español, los poderes públicos han optado por dar a la crisis un perfil bajo en términos de reformas económicas de calado y de actividad del sector público (más allá de las ayudas a la banca), pero de perfil enormemente elevado en cuanto a despliegue mediático, lo cual, y según va pasando el tiempo, produce cada vez mayor frustración. Como no podía ser de otra manera, lo que se preveía como una fiebre infantil (aquí Botín no estuvo nada fino) amenaza con convertirse en la mayor recesión de la historia económica de España desde el Plan de Estabilización de 1959.  Sin embargo, es curioso que el Gobierno sólo haya sido todavía capaz de movilizar todos los instrumentos con que cuenta a su disposición. En primer lugar, de índole institucional.

Es verdaderamente sorprendente que en medio del ciclón económico –que puede llevarse por delante más de un millón de puestos de trabajo al final del ciclo- gobiernos central y comunidades autónomas no hayan decidido sentarse a discutir. No un nuevo modelo de financiación (lo cual hoy sería absurdo), sino cómo coordinar las políticas presupuestarias en aras de lograr mayor eficiencia en el gasto público. Es curioso que a menudo se presenta a España desde los poderes públicos como una nación de corte federal, pero cuando hay problemas de envergadura  (como la crisis financiera) los parlamentarios autonómicos se esconden por si hay que soltar algún euro.

Esta ambición política es la que hoy falta en España, donde la recesión aún se sigue tratando como si se tratara de un fenómeno cíclico y vinculado únicamente a la crisis de crédito. Craso error teniendo en cuenta que este país lo que necesita hoy es una clase política y económica capaz de leer correctamente los signo de los tiempos, sin achique de espacios y sin trucos de asamblea de facultad que embarran el partido, pero que se muestran incapaces de resolver los problemas. Aunque haya que decir las verdades del barquero a los ciudadanos.

“Es improbable que la empresa privada vaya a emprender por su propia iniciativa nuevas inversiones en cuantía suficiente. La empresa no invertirá hasta después de que haya empezado a obtener beneficios. Por consiguiente, el primer paso ha de darse en estas circunstancias por la autoridad pública. Esta inversión ha de ser a gran escala y organizada con resolución, si es que quiere romperse el círculo vicioso de la depresión (...). Hasta el momento, los gobiernos han considerado que sólo una guerra constituye el único objetivo respetable para un gasto financiado a déficit. En todos los gastos de paz, los Gobiernos se consideran tímidos, suplicantes, timoratos, sin perseverancia ni determinación, pensando en la deuda como una obligación y un pasivo, y no como un eslabón más en la transformación del exceso de recursos parados y derrochados en su pasividad”. The Means to Prosperity (1933) John Maynard Keynes.

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