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Mitos y leyendas del despido. ¿De qué presume España?
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Carlos Sánchez

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Mitos y leyendas del despido. ¿De qué presume España?

Uno de los lugares comunes del debate mediático tiene que ver con el abaratamiento del despido. Cada cierto tiempo, el país se pone algo nervioso (dejémoslo

Uno de los lugares comunes del debate mediático tiene que ver con el abaratamiento del despido. Cada cierto tiempo, el país se pone algo nervioso (dejémoslo ahí) sobre la necesidad de recortar las indemnizaciones que pagan las empresas a sus trabajadores. Unos defienden esta vía como el bálsamo de fierabrás que todo lo cura. Otros lo relacionan directamente con el desmantelamiento de los derechos laborales de los trabajadores.

El debate es viejo como la tos, pero el maniqueísmo con que se afronta este asunto hace realmente imposible una discusión de cierto calado. No sólo sobre la cuantía del despido; sino sobre lo que es mucho más relevante: cuál es el modelo de relaciones laborales óptimo para un país con la mayor tasa de desempleo de la OCDE y con una pobre evolución de los salarios reales. Por cierto, una curiosa mezcla que a menudo se olvida, como si el grosor de la nómina de los empleados no tuviera nada que ver con la legislación laboral.

Lo realmente curioso del caso es que en el interregno el país se desangra en términos de empleo, aquejado de un juego macabro que acostumbra jugarse en este país: o todo o nada. Se ha llegado al absurdo de que cuando alguien plantea la necesidad de reformar el mercado de trabajo -antes incluso de conocer la dirección apuntada-, se le acusa automáticamente de abrazar las tesis de la patronal más rancia, aquella que en un contexto como el actual plantea como única receta abaratar el despido. Sin más. Como si una reducción de la indemnización a pagar no tuviera efectos inmediatos sobre el desempleo. Por si esto fuera poco, hasta el presidente del Gobierno aborta de raíz cualquier posibilidad de debate serio sobre el modelo de relaciones laborales con un argumento electoralmente rentable: "No haré nada sin acuerdo con los agentes sociales"; pero letal en términos económicos y sociales. No hacer nada en este contexto es un suicidio colectivo. Claro está, a no ser que estemos satisfechos con que millones de españoles reciban mensualmente 400 o 500 euros del Estado como un especie de pensión de supervivencia.

Sin embargo, no hay mucho de qué presumir sobre el funcionamiento del sistema español de relaciones laborales (por cierto, con una de las tasas de afiliación sindical más bajas de Europa, lo que algo querrá decir). Algunos datos pueden ilustrar la naturaleza del problema. España, como se sabe, es el país de la UE con mayor tasa de paro: un 14,4% de su población activa está sin trabajo una vez ajustada la cifra de variaciones estacionales, frente al 8% existente en Europa. Pero es que nada menos que el 29,5% de los jóvenes con menos de 25 años está en paro, frente al 16,6% de la UE. Y si esto fuera poco, alrededor de un tercio de su población asalariada tiene estructuralmente un contrato laboral de carácter eventual, lo que configura un mercado de carácter dual. Unos trabajadores son fijos. Otros, no. Y la consecuencia no puede ser otra. El ajuste cíclico de la economía se hace de forma sistemática sobre la parte más débil de la cadena.

Un ejemplo de solidaridad obrera

No estará de más recordar un dato de la última EPA que pone los pelos de punta. Mientras que el número de asalariados con contrato fijo ha crecido en los últimos doce meses en 95.700 trabajadores (fundamentalmente en el sector público), en el caso de los temporales se han destruido 664.100 puestos de trabajo, lo que indefectiblemente quiere decir que el ajuste se está haciendo sobre el empleo precario. Como se ve, un gesto de indudable solidaridad obrera con los más necesitados. No hace falta decir que los temporales se van de la empresa con una mano delante y otra detrás, mientras que los que se quedan dentro van engordando ese salario diferido que son las indemnizaciones. Otro ejemplo de fraternidad proletaria.

Con buen criterio, los sindicatos relacionan la alta temporalidad laboral de la economía española con la existencia de un determinado modelo productivo que favorece el uso intensivo de empleo de baja cualificación, lo que provoca una enorme rotación en las empresas (17 millones de contratos cada año, de los cuales el 33% dura menos de un mes). Esta circunstancia explica mejor que ninguna otra cosa la escasa necesidad que tienen los patronos de tener plantillas estables. El país se ha especializado en actividades de bajo valor añadido, por lo que las empresas sólo requieren mano de obra barata y poco cualificada. Esos modernos siervos de la gleba son legión: nada menos que 4,5 millones de trabajadores tienen contrato temporal y nula indemnización por despido.

¿Garantiza esta situación dual del mercado de trabajo que al menos los trabajadores con contrato indefinido tengan mejores salarios? No dicen eso, precisamente, las estadísticas. Los salarios reales (descontada la inflación) cayeron entre 1995 y 2005 -años de fuerte crecimiento económico- un 4%, mientras que su peso en el reparto de la tarta nacional ha retrocedido en favor de los excedentes empresariales. No vayan a creer que la reducción de los salarios reales afecta a todos los trabajadores europeos con carácter general. Es decir, que estamos ante un triunfo del capitalismo salvaje. España fue el único país de la OCDE en el que ha ocurrido algo similar en el último decenio, lo que indica -y no hace falta ser un lince de Doñana para llegar a esta conclusión- que tenemos un problema, y no precisamente en Houston.

Es decir, España tiene el dudoso honor de ser el país con más parados, con mayor precariedad laboral, con peores salarios relativos y con los menores avances de productividad. Debido, precisamente, a la enorme rotación en el empleo. Pues bien, pese a ello, la reforma laboral sigue siendo un tema tabú. Si alguien la menciona, es acusado inmediatamente de troglodita.

Defender el statu quo

Como dice el profesor Dolado, estamos ante un problema complicado. Los trabajadores con contratos indefinidos suponen un 62% de la clientela potencial de los sindicatos (asalariados más parados) “por lo que las cúpulas defienden el statu quo de sus votantes mayoritarios, ignorando los intereses del 38% restante”. La cúpula patronal, por su parte, parece estar más preocupada en llevarse bien con el Gobierno -por aquello de las subvenciones y de los contratos públicos- que con resolver un problema de fondo de la economía española, y que el ‘boom’ económico ocultó, pero que ahora ha estallado como la burbuja del ladrillo.

Habrá quien piense que estamos ante una situación heredada del franquismo. Ante un sistema de relaciones laborales superado por el tiempo. Pero no. Sucede que el actual modelo -manifiestamente mejorable- lo han pactado sindicatos y patronal. Con este Gobierno y con el anterior. Y las reformas no han salido precisamente baratas. Los incentivos a la conversión de empleo temporal en indefinido le han costado a este país en la última reforma más de 4.000 millones de euros que literalmente se han tirado por el desagüe. Sin embargo, tengan cuidado, que si dicen que el modelo de relaciones laborales es manifiestamente mejorable pueden ser tildados inmediatamente de ser unos agentes del enemigo. C’est la vie.

Se ha llegado, incluso, al absurdo de sostener que si con este sistema de relaciones laborales España ha creado en los últimos años más de seis millones de empleos, es que el modelo funciona. Pero se olvida que el fuerte crecimiento de la actividad económica durante los tres últimos lustros tiene sobre todo que ver con la coincidencia en el tiempo de una serie de circunstancias históricas irrepetibles: ingreso en el euro en 1998, liquidez ilimitada de la economía que ha favorecido la formación de la burbuja inmobiliaria, entrada masiva de inmigrantes que han aceptado las condiciones laborales que no querían para sí los trabajadores autóctonos, fondos de la UE equivalente al 1% del PIB cada año, beneficios de las cuatro devaluaciones de los años 90 o reformas estructurales que han hecho más flexible el aparato productivo. Todas esas circunstancias, como las golondrinas de Becquer, no volverán.

Uno de los lugares comunes del debate mediático tiene que ver con el abaratamiento del despido. Cada cierto tiempo, el país se pone algo nervioso (dejémoslo ahí) sobre la necesidad de recortar las indemnizaciones que pagan las empresas a sus trabajadores. Unos defienden esta vía como el bálsamo de fierabrás que todo lo cura. Otros lo relacionan directamente con el desmantelamiento de los derechos laborales de los trabajadores.

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