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El conde de Romanones se reinventa en la España autonómica
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Carlos Sánchez

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El conde de Romanones se reinventa en la España autonómica

Existen unas jugosas Memorias del conde de Romanones en las que el aristócrata madrileño describe como nadie el espectáculo de una sociedad podrida por la especulación

Existen unas jugosas Memorias del conde de Romanones en las que el aristócrata madrileño describe como nadie el espectáculo de una sociedad podrida por la especulación y el dinero fácil. Cuenta Romanones que a mediados del siglo XIX  todo el mundo jugaba a la Bolsa. “La lucha entre alcistas y bajistas era empeñada; jugaban lo mismo el aristócrata que el burgués y que el plebeyo; de igual modo, el poderoso sin blanca en el bolsillo, los paisanos, los políticos, la gente de pluma, los artistas y aun aquellos mismos que forman parte del Gobierno. En 1844, la Bolsa absorbía todas las preocupaciones”.

No hace falta decir que a Romanones se le considera el prototipo del cacique español. No en vano, mantuvo su acta de diputado por la provincia de Guadalajara entre 1888 y 1936, lo que da idea de su intuición para sobrevivir tanto a la Restauración como a la República. Su resistencia a ser atrapado por los nuevos tiempos tenía que ver sobre todo con su capacidad para articular alrededor suyo una red de clientelismo político y empresarial que le garantizaba disponer de un un escaño en Madrid casi vitalicio, independientemente del sistema político imperante. Estamos, por lo tanto, ante el cacique por excelencia, ante el corcho que siempre flota, que se decía durante la Transición, lo que explica su dilatada vida política.

Leyendo las andanzas de Francisco Correa y sus secuaces por los meandros del poder local y autonómico, no es difícil adivinar hasta qué punto la España caciquil sobrevive, en este caso espoleada por la ausencia de mecanismos de control que impidan la podredumbre del sistema político. No sería razonable extender el estiércol con ligereza entre la clase política, pero más allá del componente penal que pueda derivarse de la trana investigada por los tribunales, no parece descabellado pensar que la red de conseguidores locales es ancha como el mundo. Hay una circunstancia que a menudo pasa inadvertida: la perpetuación de los poderes autonómicos. Llama la atención que en la mayoría de las regiones el partido mayoritario lleva más de 20 años gobernando, en muchos casos con mayoría absoluta. Algo que de idea de su enorme capacidad de supervivencia, como Romanones. Se trata de fenómeno verdaderamente sorprendente en un sistema electoral de carácter proporcional y no mayoritario.

Élites locales

Correa no es más que el exponente zafio de un sistema de reparto del poder que ha tenido la perversión de crear élites territoriales  que extremadamente útiles para el poder político en términos de control social. Cada presidente autonómico –unos más y otros menos- ha creado a su alrededor una especie de aristocracia económica local con la que hace negocios. No necesariamente para enriquecerse personalmente, pero sí para afianzar su poder.

A ellos les han concedido las televisiones autonómicas o las radios locales. A ellos les han adjudicado las obras de remodelación de espacios públicos o la construcción y mantenimiento de redes viarias. A ellos les han concedido los suministros y el aprovisionamiento material de la administración territorial. En la mayoría de los casos, con adjudicaciones a dedo que se han saltado cualquier fiscalización posterior. Y siempre con ese argumento -un tanto pueblerino- que hace primar al empresario local frente a otros emprendedores de ‘afuera’.

Es curioso que mientras el aparato del Estado ha hecho un verdadero esfuerzo por ser más eficiente y transparente –probablemente por los escándalos de corrupción de los primeros años 90- en la España autonómica está todavía casi todo manga por hombro. Los sistemas de fiscalización de las cuentas públicas no funcionan. Las cámaras o tribunales de cuentas territoriales son, en la mayoría de los casos, una pantomima formada por ex altos cargos de del gobierno autonómico. Y lo mismo sucede con los órganos consultivos, convertidos en simple apariencia formal de un sistema presuntamente democrático. Los diputados autonómicos, igualmente, se comportan como simples correas de transmisión del poder. Y en lugar de actuar como un poder del Estado controlando la acción del Ejecutivo, se limitan a dar el ‘sí señor’ al gobierno autonómico de turno. El legislativo, que se sepa, está para controlar la acción gubernamental, y esta tarea no sólo corresponde al partido de la oposición, sino también a los representantes de la mayoría.

Quiere decir esto que los gobiernos autonómicos controlan el mundo empresarial mediante el boletín oficial correspondiente; pero también el poder mediático mediante las subvenciones o las adjudicaciones de radios y televisiones, y hasta el poder legislativo mediante la existencia de cámaras parlamentarias que simplemente son la voz de su amo. Falla, por lo tanto, la esencia de la democracia, que no es otra cosa que la existencia de contrapoderes eficaces capaces de controlar al sistema político. Por eso aparecen en el paisaje político sujetos como Correa y sus secuaces. Que no han dado un palo al agua pero que tiene hilo directo con el poder.

Existen unas jugosas Memorias del conde de Romanones en las que el aristócrata madrileño describe como nadie el espectáculo de una sociedad podrida por la especulación y el dinero fácil. Cuenta Romanones que a mediados del siglo XIX  todo el mundo jugaba a la Bolsa. “La lucha entre alcistas y bajistas era empeñada; jugaban lo mismo el aristócrata que el burgués y que el plebeyo; de igual modo, el poderoso sin blanca en el bolsillo, los paisanos, los políticos, la gente de pluma, los artistas y aun aquellos mismos que forman parte del Gobierno. En 1844, la Bolsa absorbía todas las preocupaciones”.

Francisco Correa