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El G-20 y el helicóptero de Friedman
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Carlos Sánchez

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El G-20 y el helicóptero de Friedman

Un viejo amigo periodista sostenía hace algunos años que la verdad de la prensa está en los breves. Es decir, en los textos más pequeños. Esos

Un viejo amigo periodista sostenía hace algunos años que la verdad de la prensa está en los breves. Es decir, en los textos más pequeños. Esos minúsculos recuadros que lucen poco y casi nadie lee, pero que resumen mejor que ninguna otra cosa lo que sucede a nuestro alrededor. En el argot periodístico hay quien los llama sueltos, y representan el periodismo en estado puro. En apenas cuarenta o cincuenta palabras, sin necesidad de condimentar la realidad con literatura más o menos barata.

El 2 de abril de 2007 fue un gran día para los breves. Esa mañana, la prensa especializada publicó un suelto (ningún gran periódico llevó el asunto a portada) que daba cuenta de la decisión de New Century Financial de acogerse a la bancarrota. La compañía -especializada en el mercado de las hipotecas de alto riesgo- no estaba en condiciones de atender las reclamaciones de sus acreedores, por lo que se vio obligada a acogerse al célebre capítulo 11 de la Ley de quiebras estadounidense. Aunque los problemas de New Century se conocían con anterioridad, lo cierto es que partir de ese momento, muchos ciudadanos se familiarizaron con el término hipotecas subprime.

Mañana, por lo tanto, se cumplen dos años del origen de la última crisis del capitalismo, que como todo el mundo sabe no es una crisis cualquiera. Ya no hay ninguna duda de que estamos ante el mayor derrumbe de la economía mundial desde la Gran Depresión, lo cual es mucho decir. Pero también mañana -casualidades de la vida- se reúne en Londres el G-20, y aunque no cabe esperar soluciones milagrosas hay que reconocer que la presidencia británica se ha tomado muy en serio la cita.

Dos años en crisis es mucho tiempo. O poco, según se mire. El economista Michael J. Boskin recordaba hace algunas semanas que diez años después de la Gran Depresión, y pese a las políticas de estímulo de la demanda iniciadas en la época Roosevelt, EEUU tenía un 15% de desempleo. Boskin lo achaca en parte a que los multiplicadores keynesianos -inversión en infraestructuras- tardan tiempo en dar resultados, por lo que no caben esperar soluciones milagrosas, aunque el G-20 se conjure para liquidar la crisis.

Gastar toneladas de dinero en alimentar la demanda agregada no garantiza, por lo tanto, que la economía mundial vaya a salir del agujero de manera relativamente rápida (desde luego no antes de tres años). Ni siquiera el hecho de dejar actuar libremente a los estabilizadores automáticos (el pago del desempleo) con el fin de evitar la súbita aparición de fenómenos de pobreza y exclusión social que costaría mucho más erradicar a posteriori. Ni siquiera dejando los tipos de interés a cero para estimular la demanda de crédito y reducir los costes financieros.

Crisis y globalización económica

Esas políticas, sin embargo, son una condición necesaria para escapar de la recesión, pero no son suficientes. Básicamente porque estamos ante una crisis extremadamente compleja cuyo detonante fue el estallido de las hipotecas subprime, pero que en realidad es fruto de la globalización económica y financiera del planeta. Sin el enorme superávit exterior acumulado durante años por las economías emergentes, EEUU nunca hubiera podido financiar sus extraordinarios déficit fiscal y exterior, por lo que en una última instancia sus ciudadanos se hubieran visto obligados a vivir de acuerdo a su capacidad de generar riqueza. De aquellos polvos, que se dice, vienen estos lodos.

En el fondo, por lo tanto, se trata de un problema de mucha mayor enjundia -si cabe- que una crisis del sistema financiero, por gorda que ésta sea. Lo que está en juego en Londres es una recomposición del capitalismo mundial, en cuyo tablero juegan ahora actores que hace algunos años dormían en los rincones de la historia. A veces se olvida algo que han demostrado hasta la saciedad los estudiosos del crash del 29. El origen de la Gran Depresión no estuvo en la brutal caída de Wall Street, sino en lo que ocurrió tras la I Gran Guerra y su corolario de proteccionismo y de sobreendeudamiento.

Los problemas actuales, por el contrario, son muy distintos. El mundo se enfrenta a una nueva división internacional del capital que convierte a las naciones emergentes en la fábrica del planeta, y no sólo a China, con lo que ello supone para los países ricos, obligados a competir en desigualdad de condiciones. Mientras que un empresario europeo o estadounidense paga impuestos y cotizaciones sociales a sus gobiernos; abona salarios dignos a sus trabajadores o está obligado a respetar cláusulas medioambientales, no ocurre lo mismo en los países emergentes, por lo que las reglas de juego no son exactamente las mismas.

Por decirlo en otros términos, el problema no es que General Motors sea un ruina de empresa al haber sido incapaz de adaptarse a las necesidades de los consumidores norteamericanos. El problema es que la industria automovilística de EEUU -y dentro de algunos años la europea- ha dejado de tener sentido tal y como hoy la conocemos. Al menos con estas reglas de juego.

¿Quiere decir que la globalización es el problema? Evidentemente que no. Negar la libertad de mercados es como negar la ley de la gravedad. Pero lo que parece fuera de toda duda es que los gobernantes reunidos en Londres cometerían un error si agotan sus discusiones en cómo reflotar el sistema financiero mundial. Claro está, a no ser que pongan a funcionar el célebre helicóptero de Milton Friedman que tira montañas de dinero para combatir la deflación. Y que ayer recordaba el profesor Ontiveros al presentar el número especial de la revista Economistas sobre España 2008. Por cierto, muy recomendable.

Un viejo amigo periodista sostenía hace algunos años que la verdad de la prensa está en los breves. Es decir, en los textos más pequeños. Esos minúsculos recuadros que lucen poco y casi nadie lee, pero que resumen mejor que ninguna otra cosa lo que sucede a nuestro alrededor. En el argot periodístico hay quien los llama sueltos, y representan el periodismo en estado puro. En apenas cuarenta o cincuenta palabras, sin necesidad de condimentar la realidad con literatura más o menos barata.