Es noticia
El mayor escándalo fiscal de la década
  1. España
  2. Mientras Tanto
Carlos Sánchez

Mientras Tanto

Por

El mayor escándalo fiscal de la década

El doctor Marañón lo denominó el ‘espíritu del chauffer’, pronunciado con fonética francesa y arrastrando la última vocal. El concepto fue inventado en realidad por el

El doctor Marañón lo denominó el ‘espíritu del chauffer’, pronunciado con fonética francesa y arrastrando la última vocal. El concepto fue inventado en realidad por el filósofo alemán  Keyserling, y alude al individuo que conduce un automóvil o pilota un avión  y se cree en posesión del sentido de la conducción del mundo. Y esto –sostenía Marañón- es una triste aberración de perspectiva. “Un zulú en la carlinga de un avión –remarcaba con cierto esnobismo típico de la época- sale volando al cuarto de hora.”

A veces da la sensación de que a los gobernantes de este país les sucede algo parecido. Imbuidos por ese espíritu del chauffer del que hablaba Marañón, se comportan como zulúes en la  carlinga de un avión. De otra manera no puede entenderse que al mismo tiempo que mantienen políticas fiscales anticíclicas como los célebres 400 euros en aras de estimular el consumo de las familias, aprueban una subida de impuestos especiales (tabaco e hidrocarburos) que merma, precisamente, su capacidad de gasto. Como se ve todo un ejercicio de coherencia de política económica y fiscal.

“Resulta que un impuesto [el del Patrimonio] que antes pagaban los más acaudalados va a ser ahora sufragado por todos los ciudadanos. Todo un ejercicio de equidad fiscal”

Pero sorprende todavía más una decisión del Consejo de Ministros aprobada el pasado viernes y que ha pasado un tanto desapercibida. De manera absolutamente irracional -y que roza el escándalo político- el Ejecutivo ha decidido entregar 1.800 millones de euros a las comunidades autónomas como ‘compensación’ por la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio. Toma del frasco, Carrasco, que diría un castizo. Resulta que un impuesto que antes pagaban los más acaudalados va a ser ahora sufragado por todos los ciudadanos, sin tener cuenta su nivel de renta y riqueza. Todo un ejercicio de equidad fiscal. A lo mejor es verdad aquella frase que se le atribuye a la ex ministra Carmen Calvo cuando dijo aquello de que el dinero público no era de nadie.

No estamos ante un juicio de valor, sino ante la contundencia de los datos. El 6,5% de los declarantes del difunto Impuesto del Patrimonio, es decir aquellos que contaban con un patrimonio neto superior al millón de euros (sin incluir deudas) aportaba nada menos que el 41,6% de la base liquidable del impuesto, por lo que parece evidente que ese segmento de contribuyentes ha sido el más beneficiado por  su supresión.

Dicho en otros términos. Los contribuyentes con un patrimonio situado entre 110.000 y 200.000 euros pagaban al Fisco entre 84 y 155 euros cada año. Por el contrario, quienes contaban con un patrimonio superior a un millón de euros e inferior a dos millones, abonaban a sus respectivas haciendas autonómicas entre 8.136 euros y 22.163 euros. Pero es que quienes tenían un patrimonio superior a los 10 millones de euros se veían obligados a ingresar una cuota media de 111.205 euros. Es decir, que el impuesto discriminaba en función del nivel de riqueza de cada individuo y hacía efectivo ese principio constitucional que habla de pagar impuestos en función de la capacidad económica de cada contribuyente.

El Gobierno hace tabla rasa

Pues bien, el Gobierno ha decidido hacer tabla rasa, y ahora esos 1.800 millones de euros que recaudaban las regiones los van a pagar todos los ciudadanos a través de sus impuestos. Lo más curioso del caso -y por razones obvias- es que ninguna comunidad autónoma -ni siquiera las más beligerantes en favor de la supresión del impuesto- ha puesto el grito en el cielo por esa decisión. Ni siquiera la presidenta de la Comunidad de  Madrid, Esperanza Aguirre, bandera de la lucha contra el Impuesto del Patrimonio. Los gobiernos regionales se han tapado la nariz y aquí paz y después gloria. Money is Money, que dice el saber popular.

Lo que ha sucedido con este tributo es, en realidad, coherente con la política fiscal que sigue este Gobierno desde que tomara posesión. Bajó el Impuesto sobre la Renta cuando menos se necesitaba, lo que tuvo un comportamiento procíclico sobre la actividad económica; y como consecuencia de aquel desatino, ahora se encuentra que cuando realmente la economía necesita aligerar la carga fiscal de los contribuyentes, Hacienda no tiene apenas margen de maniobra. Claro está, salvo que haga un duro ajuste desde el lado del gasto público, lo cual echaría todavía más leña al fuego de la recesión.

El problema de la economía española desde el punto de vista fiscal es de tal envergadura que desde luego no se arregla con soluciones de emergencia como la subida los impuestos especiales, que sólo servirá para recaudar unos 2.600 millones de euros adicionales, apenas el 0,2% del PIB.

Se ha hablado de elevar la tributación de las rentas del capital, pero tampoco parece que por esta vía haya mucho que rascar. Las retenciones del capital mobiliario ascendieron el año pasado a 6.169 millones de euros, lo que desde luego no es suficiente para equilibrar las cuentas públicas. Y tampoco parece que subir el tipo marginal máximo del IRPF para los más ricos sea una solución por su escaso impacto recaudatorio, al margen de su indiscutible equidad tributaria.

Como tampoco  parece razonable elevar la carga fiscal de las empresas en unos momentos en los que los beneficios están en caída libre, muchos analistas han puesto sus ojos en el IVA, un impuesto con gran potencia recaudatoria.

Y aquí surge la propuesta más razonable de todas las que se han puesto hasta ahora sobre la mesa. Subir el IVA en dos o tres puntos, pero a cambio de rebajar las cotizaciones sociales, lo que aliviaría las cargas fiscales para las empresas y los trabajadores, que de esta manera compensarían el hecho de que los bienes de consumo sean más caros. Es una idea que han planteado ya un montón de expertos y que merece ser atendida, o al menos escuchada. De lo contrario el derrumbe de la recaudación se perpetuará como una maldición bíblica.

 

El doctor Marañón lo denominó el ‘espíritu del chauffer’, pronunciado con fonética francesa y arrastrando la última vocal. El concepto fue inventado en realidad por el filósofo alemán  Keyserling, y alude al individuo que conduce un automóvil o pilota un avión  y se cree en posesión del sentido de la conducción del mundo. Y esto –sostenía Marañón- es una triste aberración de perspectiva. “Un zulú en la carlinga de un avión –remarcaba con cierto esnobismo típico de la época- sale volando al cuarto de hora.”