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Los impuestos y la maldición de Boris Vian
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Carlos Sánchez

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Los impuestos y la maldición de Boris Vian

Contaba hace algún tiempo un lector de El Confidencial una anécdota deliciosa. En una ocasión, Churchill estaba a punto de dictar una conferencia en un salón

Contaba hace algún tiempo un lector de El Confidencial una anécdota deliciosa. En una ocasión, Churchill estaba a punto de dictar una conferencia en un salón abarrotado de público. Una señora se le acercó y le dijo: ‘Mire como le admiran, han venido más de 2.000 personas a escucharle’. El viejo primer ministro debió mirar a su interlocutora con cierta sorna, y a continuación le espetó: ‘No lo crea. Si hubiera sido para ver mi ahorcamiento, habrían venido el doble’.

Es probable que Zapatero piense que subiendo los impuestos ‘a los que más tienen’ le reconciliará con su electorado. Pero es más probable que acabe perdiendo votos. Tanto por su izquierda -ante un paro descomunal que se está cebando en sus votantes potenciales (jóvenes y trabajadores de baja cualificación)-, como por la derecha, donde ha abierto una grieta que difícilmente podrá cerrar antes de 2012. Como sugería Churchill, si Zapatero pierde las próximas elecciones, es muy probable que los mismos que ahora le aplauden escupan sobre su tumba, que decía Boris Vian.

Es lo que sucede cuando se gobierna sin dirección en la política económica. Si algo no suelen perdonar los electores es, precisamente, la sensación de que los asuntos de Estado se improvisan. Ya decía Hannah Arendt que lo que hace que los hombres obedezcan o toleren el verdadero poder y odien a quienes tienen riqueza pero no poder, es el instinto racional de que el poder tiene una cierta función social.

Eso explicaría la relación inversamente proporcional que han detectado los politólogos entre el voto por razones económicas y la calidad de los sistemas políticos. En las naciones con partidos fuertes y consolidados, el voto económico es menos relevante que en aquellos países en los que el sistema de representación pública es débil. Lo determinante en los países con escasa implantación de su sistema político es la economía, que acciona la función castigo-recompensa en relación a la coyuntura. Ni que decir tiene, como sostienen las encuestas del CIS, que la credibilidad y la fuerza de los partidos políticos –y en particular del Gobierno- ha caído en picado, lo que significa en términos prácticos que el voto económico será determinante en las próximas convocatorias electorales.

El duro ajuste de González

Felipe González  ganó las elecciones en 1986 y 1989 después de un duro periodo de ajuste que cerró fábricas, puso de patitas en la calle a cientos de miles de trabajadores y racionalizó el sector público heredado de franquismo. Incluso tuvo que aguantar el desgaste político que supuso una huelga general como la del 14-D, que le colocó enfrente de su electorado y de sus propias contradicciones dentro del movimiento socialista.  González no solamente congeló las pensiones en 1985, sino que las rebajó aumentando el periodo de cálculo de dos a ocho años.

Pero ganó. Precisamente porque tenía discurso político frente a una oposición débil y oportunista que sólo jugaba a arañar votos con frases ingeniosas para salir 15 segundos en los telediarios.

En un sistema fiscal moderno, donde coexisten el impuesto sobre la renta y el IVA para gravar el consumo, no tiene cabida un impuesto sobre el patrimonio, pero siempre que el IRPF cumpla su papel principal, y no parece que este sea el caso

La recuperación de discursos arcaicos no da votos. A lo sumo confunde al electorado, que no puede entender como hace poco era progresista suprimir el Impuesto sobre el Patrimonio y ahora se sugiere que figuras impositivas del mismo corte pueden ser un mecanismo útil en términos de equidad fiscal.  Este periódico publicó hace algún tiempo un artículo que destripaba quién ganaba y quién perdía con la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio. El artículo fue criticado por algunos lectores porque defendía que mientras no se mejorara la capacidad recaudatoria del IRPF respecto de las grandes fortunas, era mejor mantenerlo, toda vez que eran los ‘ricos’, y no las clases medias, los que lo soportaban. Y en concreto se ofrecían algunos datos que merece la pena  recuperar.

Se decía, en concreto, que los contribuyentes con un patrimonio situado entre 110.000 y 200.000 euros pagaban al Fisco entre 84 y 155 euros cada año. Por el contrario, quienes contaban con un patrimonio superior a un millón de euros e inferior a dos millones, pagaban a sus respectivas haciendas autonómicas entre 8.136 euros y 22.163 euros. Pero es que quienes tenían un patrimonio superior a los 10 millones de euros soportaban una cuota media a ingresar de 111.205 euros. Como se ve, unos ganaron más que otros con la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio. Unos dejaron de pagar 100 euros y otros 100.000.

¿Quiere decir esto que hay que recuperar el Impuesto del Patrimonio? Por supuesto que no. Sería un error estratégico. Como ha puesto de manifiesto el profesor Vicente Enciso, de la Universidad Autónoma de Madrid, ya el proyecto de ley Bugallal, redactado en 1915, consideraba al Impuesto sobre el Patrimonio como un impuesto “principal”. Como tal, y ante la inexistencia de tasas que gravaran el consumo, le confiaba la contribución al gasto común correspondiente a los impuestos personales.

Las clases más adineradas

Incluso en  Hispanoamérica, y ante la insuficiencia recaudatoria de los sistemas fiscales en vigor, los asistentes de la Conferencia de Chile de 1962 llegaron a recomendarán la implantación de un Impuesto sobre el Patrimonio ya que era “un buen instrumento cuando el sistema tributario es incapaz de lograr unos ingresos públicos suficientes o gravar con una mayor carga fiscal a las clases más adineradas”.

Parece evidente que en un sistema fiscal moderno, donde coexisten el Impuesto personal sobre la renta y el IVA para gravar el consumo, no tiene cabida un impuesto sobre el patrimonio, pero siempre que el IRPF cumpla su papel principal, y no parece que este sea el caso. El impuesto sobre la renta está agujereado.

La solución, sin embargo, no pasa por reformas parciales. Son necesarios cambios globales dado que las diferentes figuras tributarias están conectadas entre sí, por lo que actuar de forma incoherente sólo ayuda a hacer un poco más ineficiente el sistema fiscal. Parece ridículo recordar a estar alturas que el problema del déficit público no tiene que ver sólo con el gasto, sino también con los ingresos. Sólo hay que tener en cuenta que hasta Grecia, un país al borde de la bancarrota, recauda más que España, lo cual dice muy poco sobre la eficiencia de nuestro sistema tributario. Y  no parece que con cambios improvisados se pueda cambiar el curso de la historia.

Contaba hace algún tiempo un lector de El Confidencial una anécdota deliciosa. En una ocasión, Churchill estaba a punto de dictar una conferencia en un salón abarrotado de público. Una señora se le acercó y le dijo: ‘Mire como le admiran, han venido más de 2.000 personas a escucharle’. El viejo primer ministro debió mirar a su interlocutora con cierta sorna, y a continuación le espetó: ‘No lo crea. Si hubiera sido para ver mi ahorcamiento, habrían venido el doble’.

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