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Leviatán en Moncloa
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Carlos Sánchez

Mientras Tanto

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Leviatán en Moncloa

               Cuando Thomas Hobbes publicó su Leviatán (1651), Inglaterra aún vivía conmocionada por la crueldad de sus dos guerras civiles. El filósofo se inspiró en aquella tragedia

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Cuando Thomas Hobbes publicó su Leviatán (1651), Inglaterra aún vivía conmocionada por la crueldad de sus dos guerras civiles. El filósofo se inspiró en aquella tragedia para dibujar el contorno del Estado absolutista, a caballo entre el medioevo y la Edad Moderna. El soberano, sostenía, puede ser despótico, pero el peor de los despotismos es mejor que la anarquía. El absolutismo de Hobbes se basa en la existencia de un convenio firmado entre la mayoría de los ciudadanos y el poder gobernante. Algo parecido a lo que hoy llamaríamos proceso electoral.

 

Hobbes, sin embargo, matiza esta idea. Y por eso no es un filósofo democrático como lo fueron Locke o Rousseau. O, por supuesto, Montesquieu. En su opinión, una vez que ese convenio se ha firmado a los súbditos sólo les queda obedecer. Cumplir las órdenes.  El poder político se presenta de esta manera -da igual que sea república o monarquía- como un aparato de gobierno unitario distinto del leviatán bíblico, una especie de monstruo con forma de serpiente.  El leviatán de Hobbes debe guiarse por el principio de la autoridad. “Los convenios, sin la espada, son sólo palabras”, decía el pensador británico.

 

Esta idea de Hobbes es la que parece haber inspirado a Zapatero desde que llegó a la Moncloa. Obsesionado por el poder en términos absolutos -como en el Leviatán de Hobbes- ha acabado por despreciar todos los poderes del Estado. Alguien que lo conoce bien y que escribió  en su día un libro sobre su figura, recordaba hace tiempo -y tras entrevistarlo en la Moncloa- la impresión que le causó su obsesión por el Boletín Oficial del Estado. ‘Ahí está el poder’ le decía sin rubor alguno. Una especie de remedo de la célebre frase de Alfonso Guerra.

 

Y así se jodió España, que diría el castizo. Un país donde los poderes del Estado se han diluido hasta concentrarse prácticamente en la figura de un presidente que gobierna a golpe de decreto tutelado por los mercados.

 

El decreto es una figura jurídica que la Constitución limita a casos de extraordinaria y urgente necesidad, pero se ha convertido en la sal que ilumina la vida política. Se congelan las pensiones por decreto, se rebaja el sueldo de los empleados públicos por decreto, y hasta se pretende ahora regular las relaciones laborales por decreto, como si las dificultades de financiación del Estado o las deficiencias del mercado de trabajo fueran un problema sobrevenido imposible de prever. Dos años después de iniciada la crisis, el Gobierno decide actuar. Pero por decreto.

 

Gobernar así no es políticamente neutral. Y Zapatero lo sabe. Por eso lo utiliza de forma abusiva. El decreto confiere al líder un carácter taumatúrgico. El destino de los hombres depende del guía, cuya capacidad de observación es infinita y rayana en la infalibilidad. Eso le diferencia de los demás mortales. Un proyecto de ley está sometido a discusión, a enmiendas. Hacer leyes y tramitarlas en el parlamento exige debates, pero el decreto se acepta sin rechistar si hay mayoría suficiente, aunque sea exigua. Lo que era  blanco hoy es negro. Y aquí paz y después gloria.

 

Ausencia de discurso propio

 

El líder del PSOE también gobierna su partido por decreto. Y por decreto la bancada socialista en el Congreso ha acabado por convertirse en un dócil grupo formado por simples súbditos incapaces de tener un discurso propio. Hobbes triunfa 350 años después. La historia vuelve a repetirse. Primero como tragedia y después como farsa, en palabras de Marx. Lo mismo le sucedió a Aznar en su lamentable segunda legislatura. Los diputados del PP aceptaron sin rechistar la invasión de Irak y cavaron su propia tumba. Llevan seis años en la oposición y no está claro que vayan a recuperar el poder de forma inmediata.

 

Y así se jodió España, que diría el castizo. Un país donde los poderes del Estado se han diluido hasta concentrarse prácticamente en la figura de un presidente que gobierna a golpe de decreto tutelado por los mercados

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