Mientras Tanto
Por
Federico Trillo, el Consejo de Estado y el epicentro de la casta
Una institución venerable se ha convertido en un cementerio de elefantes. Hoy, el Consejo de Estado forma parte de la endogamia política que reparte prebendas a los exaltos cargos
No hay ninguna duda de que Federico Trillo tiene la piel dura. Muy dura. Tantos años en política haciendo trabajo sucio, casi siempre en las alcantarillas del poder, han construido un personaje shakesperiano rocoso, profundo y taimado incompatible con la compasión y con el ejercicio de la ejemplaridad pública.
Pero más allá de su comportamiento en todo lo que rodea al desastre del Yakovlev-42, lo relevante es que el ‘caso Trillo’ ha aflorado la existencia de un organismo público —casi 10 millones de presupuesto anual— que sigue funcionando como el viejo Consejo de Castilla del que se siente heredero.
El Consejo de Estado —creado en 1526— es hoy una institución que responde a otra época. Y no solo por su opacidad y oscurantismo —sus dictámenes no son públicos de forma inmediata en una sociedad que exige cada día más transparencia—, sino porque sus miembros son cooptados como en las viejas dictaduras soviéticas. Como en la vieja estructura polisinodial erigida en los tiempos de la monarquía hispánica que repartía el poder entre castas y territorios.
Algo que explica que el viejo caserón del Palacio de los Consejos, a tiro de piedra del Palacio Real, siga siendo un cementerio de elefantes por el que pululan como sombras chinescas una exvicepresidenta con el sueldo asegurado de por vida habida cuenta del carácter vitalicio de su empleo (Teresa Fernández de la Vega); varios exministros (Romay Beccaría, Landelino Lavilla, Fernando Ledesma, Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona, José María Michavila, Ana Palacio, Isabel Tocino); un expresidente del Senado (Juan José Laborda); una exdefensora del Pueblo que solo ha hecho política (María Luisa Cava de Llano); un exjefe de la Casa Real (Alberto Aza); un padre de la Constitución (Miguel Herrero de Miñón); un expresidente del Constitucional (Miguel Rodríguez-Piñero); algún exdiputado socio en el despacho de Miguel Roca (el democristiano Manuel Silva); un exvicepresidente del Poder Judicial (José Luis Manzanares); un expresidente autonómico (Juan Carlos Rodríguez Ibarra) y una filósofa con responsabilidades en la Administración socialista (la filósofa Amelia Valcárcel)
El hecho de que antiguos altos cargos —muchos ya octogenarios— ocupen los puestos clave en el Consejo de Estado no es, sin embargo, una temeridad. Ni una ocurrencia. Al fin y al cabo, se trata de órgano consultivo del Gobierno central y de las comunidades autónomas —perdió sus funciones judiciales con la ley Maura a principios del siglo XX— y parece razonable que quienes han pasado por la Administración durante algún tiempo tengan algo que decir (por eso los expresidentes tienen plaza asegurada). Aunque solo sea por la experiencia. Pero en ningún caso en régimen de monopolio a la hora de dictaminar sobre asuntos transcendentales. Como si España fuera una monarquía absoluta.
Endogamia política
La contradicción surge cuando una institución se convierte en máxima expresión de la endogamia política, absolutamente ajena a la pluralidad de la sociedad española. O expresado en otros términos, cuando el Consejo de Estado no es más que la proyección aritmética de las mayorías parlamentarias, lo que supone, lisa y llanamente, el incumplimiento sistemático de su propia normativa interna, que prevé la incorporación de funcionarios o profesionales con suficientes años de experiencia en la Administración pública.
Parece razonable que quienes han pasado por la Administración durante algún tiempo tengan algo que decir. Aunque solo sea por la experiencia
Es decir, un Consejo más abierto a la sociedad y no un ‘numerus clausus’ del poder establecido con frecuentes conflictos de interés. ¿Se puede ser consejera de Estado y, al mismo tiempo, consejera del Banco Santander? Como sucede en el caso de Isabel Tocino.
El legislador pensó que esa pluralidad estaba garantizada con la presencia en el Consejo de Estado como miembros natos de los presidentes de instituciones como la Real Academia, el Consejo General de la Abogacía, el gobernador del Banco de España o el presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Pero en la práctica, y a modo de prebenda, son políticos profesionales quienes hacen y deshacen a través de fantasmagóricos dictámenes hechos a instancia de parte. Y cuyo contenido vacía de contenido la separación de poderes que proclama la Constitución. Máxime cuando el régimen de incompatibilidades es tan laxo que muchos consejeros compaginan sus intereses privados con el servicio público, lo cual genera un permanente conflicto de intereses. Los consejeros electivos —donde se refugian los políticos— carecen de régimen de incompatibilidades.
No es posible custodiar la legalidad del acto administrativo —en última instancia la función del Consejo de Estado— cuando tanto los consejeros permanentes como los electivos son herederos directos del poder ejecutivo en la mejor tradición corporativista que solo pretende ocupar el espacio público.
Cien mil euros al año
El propio Consejo tiene en sus entrañas figuras que no se corresponden con el espíritu constitucional. La existencia de consejeros vitalicios con sueldos superiores a los del presidente del Gobierno nombrados por real decreto —figura que ni siquiera existen entre los miembros del Tribunal Supremo— ha dado lugar, incluso, a situaciones paradójicas, como que hasta hace bien poco había consejeros nombrados directamente por Franco y fallecieron ya con casi 100 años.
Fue el propio dictador quien eliminó en su día el carácter vitalicio de los consejeros permanentes (retribución anual de 100.672 euros), y, de hecho, solo le sobrevivieron quienes fueran nombrados con anterioridad a la ley.
Pero la democracia, en lugar de acabar con esa figura radicalmente extraña a la Constitución —todos los funcionarios deben cesar en puesto a una determinada edad— mantuvo una prebenda que ningún otro cargo público detenta. Algo que explica que ser consejero permanente —varios tienen hoy más de 80 años— sea hoy la pieza más codiciada de cualquier político agarrado a las ubres del poder. Y donde podrá acabar Trillo en su día, toda vez que dos puestos de los ocho miembros de la Comisión Permanente están reservados a letrados del Consejo de Estado. Precisamente, la plaza reclamada por el exministro, exembajador y, sobre todo, exmuñidor de palacio.
No hay ninguna duda de que Federico Trillo tiene la piel dura. Muy dura. Tantos años en política haciendo trabajo sucio, casi siempre en las alcantarillas del poder, han construido un personaje shakesperiano rocoso, profundo y taimado incompatible con la compasión y con el ejercicio de la ejemplaridad pública.
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