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Población: España se asoma al abismo (y a nadie le importa)
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Población: España se asoma al abismo (y a nadie le importa)

A nadie parece interesarle. El país pierde población y crece la preocupación sobre el futuro de las pensiones. Pero los problemas demográficos están fuera de la agenda política

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La natalidad siempre ha sido un buen aliado del nacionalismo radical. Sin duda, porque la idea de una sociedad homogénea, con pocos inmigrantes y dedicados a labores subalternas, es política y electoralmente atractiva ante la falta de empleo. Esto ha hecho que, a menudo, los partidos menos abiertos a la influencia exterior reclamen políticas de natalidad potentes. No para resolver un problema de fondo que hoy claramente amenaza a la mayoría de las economías avanzadas, sino como un instrumento de falsa cohesión social que pasaría por crear sociedades culturalmente uniformes.

Uno de los casos más singulares de los últimos años ha sido el de CasaPound, un movimiento nacido en Italia a principios de este siglo que toma el nombre del poeta estadounidense Ezra Pound, ferviente seguidor de Mussolini y declarado en su día 'traidor' por su propio país. De hecho, estuvo a punto de ser ejecutado. La iniciativa de CasaPound ha prendido en algunas naciones europeas, y hoy es relativamente frecuente encontrar movimientos populistas que se presentan como opciones 'caritativas' —también en España— que reclaman políticas nacionales de natalidad para limitar la presencia de inmigrantes. El propio Trump, para alcanzar la Casa Blanca, impulsó una versión 'light' de CasaPound con su célebre: 'America First'.

Es relativamente frecuente encontrar movimientos populistas que reclaman políticas nacionales de natalidad para limitar la inmigración

Este tipo de movimientos no ha caído del cielo. Es obvio que existen unas condiciones objetivas que explican su florecimiento en el centro y norte de Europa. Y no hay razones para pensar que España se mantendrá al margen de este fenómeno en los próximos años. Las tendencias políticas vienen casi siempre del norte y tardan un cierto tiempo en llegar, pero España, tampoco en esto, no es diferente a los países de su entorno.

En paralelo al crecimiento de la xenofobia —aunque son fenómenos completamente distintos— se está consolidando una realidad que algunos han bautizado como la de los 'sinkies', que relaciona la realidad de los trabajadores pobres —normalmente jóvenes— con la natalidad, y que explicaría, en parte, la baja tasa de fecundidad de España y de otros países. Los 'sinkies' son el acrónimo de 'Single Income, No Kids'. O lo que es lo mismo: ingreso único y sin hijos. Es decir, cuando una persona con empleo —y menos aun cuando en la pareja solo entra un salario— carece de recursos suficientes para tener uno o varios hijos.

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Un hombre sostiene a su hijo bajo el agua para enseñarle a nadar durante una clase de natación en un colegio en al-Mokattam en El Cairo (Egipto) el 7 de diciembre de 2017. El entrenador egipcio Mohamed Abd al-Maqsoud comenzó a dar lecciones de natación a bebés entre dos meses y tres años de edad, hace 10 años. Sus clases cuentan con entre 5 y 10 bebés con una periodicidad de 5 días a la semana. (EFE Mohamed Hossam)

No se trata de un asunto menor. Al contrario. La edad media de las mujeres en su primer parto ha pasado de los 25 años en los primeros años 80 a casi 31 años en 2016, mientras que, en el caso de los hombres, la paternidad ha crecido de 30,1 años a algo más de 34, lo que da idea de la existencia de un fenómeno intenso que hay que vincular necesariamente a las condiciones económicas y laborales de los ocupados. El sistema económico —más allá del ritmo de creación de empleo o del aumento del PIB— es hoy incapaz de garantizar condiciones de vida suficientes —salarios dignos y estabilidad laboral— capaces de incentivar la fecundidad. Un verdadero fracaso de las políticas sociales y económicas.

Esperanza de vida

Ni que decir tiene que ambos fenómenos son paralelos y coinciden en el tiempo con una realidad extraordinaria, como es el alargamiento de la esperanza de vida. La longevidad es, sin duda, una buena noticia porque gracias a los avances clínicos, a la tecnología, a la extensión de trabajos menos fatigosos en economías de servicios y a la existencia de hábitos de vida más saludables, las personas vivirán más años en mejores condiciones. De eso no hay ninguna duda.

El problema es que si se mezclan estos tres fenómenos demográficos: caída de la tasa de fecundidad, retraso en la edad de procrear por razones económicas y sociales y fuerte aumento de la longevidad, es evidente que España está metida en un buen lío. El país, incluso, y no conviene ser alarmistas, vive sobre un polvorín que muchos querrán capitalizar políticamente con discursos xenófobos y populistas en busca de sociedades culturalmente homogéneas como si estas fueran sinónimo de empleo para todos.

Retraso en la edad de procrear por razones económicas y sociales y fuerte aumento de la longevidad: España está metida en un buen lío

Ese el problema desde el punto de vista político. Desde un ángulo estrictamente económico, es evidente que con menos población y cada vez más dependiente de las prestaciones públicas, las presiones sobre el Estado de bienestar son mayores.

El Gobierno no sabe, no contesta

¿Cuál es la repuesta que se están dando en España a estos problemas? Simplemente ninguna. El colapso del sistema político —bloqueado por la cuestión catalana y por la ausencia de mayorías parlamentarias (los partidos son incapaces de pactar asuntos de Estado)— ha arrinconado los problemas demográficos de España, hasta el punto de que este asunto no parece merecer alguna atención.

Las distintas comisiones creadas en el parlamento son completamente inservibles, y el fantasmagórico y rimbombante Comisionado del Gobierno para el Reto Demográfico, creado por la vicepresidenta Sáenz de Santamaría tras la Conferencia de Presidentes, es un absoluto despropósito. Dirigido por una funcionaria del Partido Popular, no es más que una entelequia sin presencia política alguna y sin iniciativas, lo que convierte al Comisionado en un organismo inútil.

Esta inacción del Gobierno —su socio parlamentario lo fía a una extensión de los permisos de paternidad— explica el florecimiento de una falsa idea, pero cada vez más extendida. El actual modelo de pensiones es lo más parecido a un sistema de fraude piramidal —el célebre sistema Ponzi— y tarde o temprano quebrará.

placeholder La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. (EFE)
La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. (EFE)

El argumento central que se ofrece es cristalino: como dentro de 25 años habrá muchos más jubilados —el 33% de la población tendrá más de 65 años, según las proyecciones del INE—, todo está perdido: no se pagarán las pensiones. Lo paradójico es que se olvida es que entre los primeros años 80 y la actualidad el número de pensionistas (en mejores condiciones económicas que los anteriores) se ha más que duplicado. Se ha pasado, en concreto, de cuatro millones a más de nueve millones en 30 años y se han seguido pagando las pensiones, pese a que por medio ha habido varias recesiones. Incluso, en las proyecciones a más largo plazo de la OCDE en torno al 2040, el gasto en pensiones en España será inferior a la media de la UE a 27, en torno al 12,3% del PIB. Pero, pese a ello, se dice que el sistema está quebrado y que es un fraude.

Es decir, casi todo lo que gira alrededor de la población hay un cierto alarmismo que los poderes públicos deberían ahuyentar, lo que no quiere decir, evidentemente, que España no tenga un problema demográfico. Lo tiene y muy serio.

Entre otras cosas, porque la despoblación severa que sufre más de la tercera parte del territorio tiene un coste económico, medioambiental, social y cultural de indudable transcendencia. Y ahora que se habla tanto de España —y se reivindica como una de las naciones más viejas de Europa— sería conveniente hablar también de los españoles que no existen por políticas cortoplacistas incapaces de enfrentarse a problemas que abarcan varias legislaturas, y que tienen que ver con los salarios, con la conciliación laboral, con la política fiscal o con los incentivos para favorecer a las regiones más deprimidas por causas demográficas. Y es mejor actuar ahora, antes que sea demasiado tarde, que hacerlo cuando algunos quieran utilizar la natalidad como un argumento político.

La natalidad siempre ha sido un buen aliado del nacionalismo radical. Sin duda, porque la idea de una sociedad homogénea, con pocos inmigrantes y dedicados a labores subalternas, es política y electoralmente atractiva ante la falta de empleo. Esto ha hecho que, a menudo, los partidos menos abiertos a la influencia exterior reclamen políticas de natalidad potentes. No para resolver un problema de fondo que hoy claramente amenaza a la mayoría de las economías avanzadas, sino como un instrumento de falsa cohesión social que pasaría por crear sociedades culturalmente uniformes.

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