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Ocho de marzo: una huelga fantasma recorre España
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Carlos Sánchez

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Ocho de marzo: una huelga fantasma recorre España

El 8 de marzo se ha convocado una huelga singular. No va dirigida contra ningún patrón. Tampoco contra ningún Gobierno. A veces, el uso de palabras produce monstruos

Foto: Manifestación feminista en Madrid en diciembre de 2017. (EFE)
Manifestación feminista en Madrid en diciembre de 2017. (EFE)

La progresiva banalización de ciertas palabras -términos como fascismo, holocausto, genocidio o gulag son manoseados y tienden a perder su significado original- ha creado una situación paradójica. El conflicto social, lejos de traducirse en actos políticos, se mueve en el reino de la logomaquia. Sobre todo, en el ámbito de las redes sociales, donde hay mucho revolucionario de salón. Esos que tanta gracia le hacían a Baroja, y que, como el cura Merino, tienden a demonizar al adversario por el simple hecho de serlo.

Es como si las emociones hubieran sustituido a la acción política, lo que explica que la ideología tienda a convertirse en mera verborrea sembrada de arrebatos. Probablemente, porque se han roto los límites del lenguaje, lo que convierte a determinados conceptos en cascarones vacíos. Sucede actualmente con la palabra huelga, que históricamente se ha relacionado con un litigio entre los intereses de un asalariado y los de su patrón.

El 8 de marzo, como se sabe, ocurrirá algo singular. Un enjambre de organizaciones -también algunos partidos políticos y los sindicatos mayoritarios- ha convocado un paro de dos horas en cada turno de trabajo con ocasión del Día Internacional de la Mujer.

Como si las emociones hubieran sustituido a la acción política, la ideología tiende a convertirse en mera verborrea sembrada de arrebatos

Lo que se reclama es acabar con la discriminación laboral, que tiene su parte más obvia en los salarios. Las mujeres ganan entre un 20% y un 30% menos que los hombres por algo que los economistas denominan efecto composición. Es decir, al ocupar los peores empleos y de menor duración -en muchas ocasiones porque destinan más tiempo a la jornada doméstica- están discriminadas salarialmente. En otros casos, incluso, a igual trabajo en empleos cualificados también se produce esa discriminación. Es una evidencia que nadie puede negar.

Contra esta lamentable realidad, se ha convocado una extraña huelga que tiene más de simbólica que real. Entre otras cosas, porque no va dirigida contra ningún empresario en concreto, más allá de los empleadores en sentido genérico. Ni siquiera se convoca contra el Gobierno de turno o contra las administraciones que amparan la discriminación. Se trata, por el contrario, de una especie de huelga de Estado -como la del 8-N en Cataluña-, habida cuenta del amplio número de organizaciones convocantes. Sin duda, porque al calor de los abusos sexuales descubiertos en los últimos meses, la discriminación de la mujer -en este caso la salarial- se ha situado en el centro del debate político.

Tensiones en el tajo

Más allá de lo singular que es llamar huelga a algo que no lo es: no hay objetivos ni reivindicaciones concretas en cada centro de trabajo, lo llamativo es que la convocatoria convierte un instrumento clave de presión laboral -y del poder sindical- en algo simbólico, lo cual supone un cambio transcendental respecto de su significado histórico. Hasta el punto de vaciar de contenido la palabra huelga, siempre asociada a un episodio de tensión en el tajo. Es como si lo simbólico, los marcos de referencia gramscianos, hubieran entrado en las fábricas desplazando a la praxis. O lo que es peor, a la acción política.

placeholder Evento en Madrid para apoyar la huelga feminista del próximo 8 de mayo. (EFE)
Evento en Madrid para apoyar la huelga feminista del próximo 8 de mayo. (EFE)

No estará de más recordar que desde la histórica revuelta de Haymarket, que dio lugar al Primero de Mayo, la huelga es el principal paradigma de la lucha de clases entendida como la manifestación de un conflicto laboral. Las huelgas tienen un coste para el trabajador, ya sea económico o reputacional. Incluso, puede derivar en despidos o represalias, y, en algunos países, hasta prisión, lo que da idea de su significado real.

Una huelga no es ningún juego floral ni un acto festivo ni un acto alegórico destinado a sacudir conciencias. De hecho, no se puede hablar de huelga sin tensión en el centro de trabajo. Lo contrario sería como una especie de estafa o usurpación. O, incluso, una representación teatral del conflicto social. En definitiva, una trivialización del concepto de huelga que dejaría perplejos a los viejos sindicalistas.

Conspiración criminal

La huelga, de hecho, nació como una rebelión contra el derecho consuetudinario, que entendía que presionar para influir sobre los precios (en este caso el salario de los trabajadores) formaba parte de una “conspiración criminal”, como sostenía Lord Mansfield, presidente del Tribunal Supremo, durante la Inglaterra del siglo XVIII.

Fue el Gobierno de Disraeli, en 1875, quien se enfrentó a esa concepción de la huelga como un acto criminal aprovechando que unos años antes la Royal Commission on Trade Unions (Comisión Real sobre Sindicatos) dictaminara que “el efecto de la doctrina de la conspiración (…) no debe continuar”. Desde entonces, el derecho de huelga se ha ido extendiendo por todas las legislaciones, lo que no es óbice para que la huelga continúe siendo la representación del conflicto social en los centros de trabajo. Nunca una representación simbólica.

No es un problema menor. La manipulación del lenguaje suele ser el origen de los totalitarismos. Primero se desvirtúan las palabras y luego, cuando se ha construido un universo paralelo, se deforma la realidad. Hasta el punto de que la huelga se convierte en una alegoría. En un festín literario que se consume en las redes sociales, donde todo el mundo se pone estupendo, pero sin asumir los costes de la acción política.

La manipulación del lenguaje suele ser el origen de los totalitarismos. Primero se desvirtúan las palabras y luego se deforma la realidad

En la última gala de los premios Goya, hombres y mujeres clamaban contra la discriminación salarial. Y aunque de allí no salió ninguna convocatoria de huelga, sí surgió una situación insólita. La justa reivindicación de los actores y actrices en favor de la equiparación salarial, no tenía un destinatario concreto pese a que allí, en el mismo recinto, se encontraban los productores, los directores, las autoridades del Gobierno, los líderes de la oposición, las entidades que financian los proyectos y, en general, toda la industria del cine.

Es decir, allí estaban quienes deciden cuánto debe ganar un actor y cuánto debe ganar una actriz. Nadie dio nombres y apellidos de los causantes de tan injusto comportamiento. Como si la discriminación salarial hubiera caído del cielo o fuera una maldición bíblica a la que nadie puede oponerse más allá de clamar en público con presunta gallardía, pero en el desierto.

En aquella gala, epítome del narcisismo, todos y cada uno de los asistentes -incluso quienes mandan en el sector- aplaudieron con fervor revolucionario cualquier mención a la discriminación que sufren las mujeres, que también se produce en otros órdenes de la vida. Incluso, muchos/as se adornaron con un abanico rojo para mostrar su repulsa. Probablemente, porque tiene más glamur abanicarse sobre la alfombra roja que encerrarse, como en su día hicieron los trabajadores de Coca-Cola, Panrico o, hace casi cien años, los trabajadores de La Canadiense, que lograron que España fuera uno de los primeros países del mundo que impuso la jornada laboral de ocho horas.

Ahora, por el contrario, triunfan las huelgas simbólicas que no requieren afiliarse a ningún sindicato, ni precisan negociar un convenio ni pagar una cuota. Todo sea por lo hermoso que suena pronunciar la palabra huelga (en televisión o las redes sociales).

La progresiva banalización de ciertas palabras -términos como fascismo, holocausto, genocidio o gulag son manoseados y tienden a perder su significado original- ha creado una situación paradójica. El conflicto social, lejos de traducirse en actos políticos, se mueve en el reino de la logomaquia. Sobre todo, en el ámbito de las redes sociales, donde hay mucho revolucionario de salón. Esos que tanta gracia le hacían a Baroja, y que, como el cura Merino, tienden a demonizar al adversario por el simple hecho de serlo.

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