Mientras Tanto
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Cataluña y la presunta fortaleza del Estado
Lo que está pasando en Cataluña no prueba la fortaleza del Estado. Demuestra, al contrario, la debilidad de un estado que no ha sabido integrar a todos los territorios
¿A quién corresponde defender la Constitución? La pregunta, en tiempos de pensamiento insípido, puede parecer irrelevante. Incluso, estúpida. Pero hace casi un siglo estuvo en el centro de un formidable debate intelectual entre Carl Schmitt y Hans Kelsen. El primero, en coherencia con su idea de que la existencia del Estado presupone el concepto de lo político, defendía que el presidente o el jefe del Estado, como máximos representantes de la soberanía popular, tuvieran amplias competencias para defender la Constitución. Muchos lo han llamado el Estado total. Incluso, totalitario.
Kelsen, por el contrario, entendía que esa defensa del orden constitucional correspondía a un tribunal específico independiente del poder político y con amplias atribuciones. Precisamente, para garantizar el cumplimiento del mandato constitucional.
La consolidación de las democracias liberales ha configurado un sistema híbrido —los célebres contrapesos— en el que el jefe del Estado se guarda para sí determinadas funciones para tiempos de crisis, como declarar la guerra, aunque sea con autorización previa de las Cortes Generales. En paralelo, se han creado tribunales de garantías constitucionales que marcan los límites del terreno de juego. No todo vale. Existe, por lo tanto, un cierto equilibrio que tiende a romperse en favor de los tribunales constitucionales.
Esto es así porque en determinadas ocasiones el Estado tiende a diluirse por ausencia de política, lo que explica que los altos tribunales hayan sustituido a la propia democracia. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, en el desarrollo del Estado autonómico, que en muchas ocasiones no ha sido fruto de la acción política mediante pactos entre las fuerzas parlamentarias, sino que ha sido el Tribunal Constitucional quien ha definido no solo el perímetro de la confrontación política —lo cual es razonable—, sino quien con su doctrina ha marcado el desarrollo autonómico, lo que ha supuesto una clara dejación del parlamento. El propio Estado, incluso, se ha ido desentendiendo de la Administración periférica, lo cual lejos de demostrar fortaleza, aflora debilidad. En otras ocasiones, se ha ocultado tras las togas, como con acierto ha dicho Felipe González.
El Estado tiende a diluirse por ausencia de política, lo que explica que los altos tribunales hayan sustituido a la propia democracia
Un Estado fuerte, de hecho, no se define por su tamaño, ni por su musculatura militar, ni por su capacidad de coacción. Ni, por supuesto, por su influencia en la economía. Si eso fuera cierto, China, Venezuela o Cuba serían un ejemplo. Ni, desde luego, un Estado fuerte lo puede ser por la dimensión o la dureza de sus métodos coercitivos. Las dictaduras, de hecho, aunque pretendan parecerlo, no son más fuertes que las democracias. Ahí está el caso de EEUU o Reino Unido, que no han conocido poderes totalitarios, para demostrarlo.
La deslealtad independentista
Muy al contrario, en las democracias avanzadas el concepto de fortaleza tiene que ver con su capacidad de integración, sobre todo en sociedades complejas y multiculturales, pero también con su autoridad y su eficacia a la hora de lograr la cohesión social y política. Por supuesto, sin olvidar su poder coercitivo, inherente a cualquier Estado.
Precisamente, porque el Estado es el compendio de la sociedad que representa a través de sus instituciones. Los legisladores de EEUU lo vieron claro tras la catástrofe de la guerra civil dotando al país de una estructura institucional suficientemente flexible capaz de mantener al país unido en los peores momentos de crisis sistémicas. Una flexibilidad que, en todo caso, solo es posible cuando hay lealtad institucional, lo que desde luego no ha sucedido en Cataluña por la propia deslealtad de los independentistas.
El Estado español —que también es Cataluña— ha fracasado porque no ha sabido integrar a todos sus territorios
Es por eso, que resulta, al menos chocante, que, a menudo, se diga que el Estado es fuerte porque mete a independentistas en la cárcel o porque desbarata aberrantes procesos soberanistas. El Estado español —que también es Cataluña— ha fracasado porque no ha sabido integrar a todos sus territorios. Como tampoco la Restauración supo integrar a los nuevos movimientos sociales emergentes, algo que explica algunas catástrofes posteriores.
Es evidente que el Estado de derecho funciona cuando hace cumplir las leyes. Y hay poco que decir cuando un magistrado del Tribunal Supremo —legítimamente— decide procesar a los instigadores de la ruptura del territorio nacional, aunque muchos juristas discrepen de sus autos con sólidos argumentos por el tipo penal utilizado. Pero eso no es lo mismo que tener un Estado fuerte.
Solo los incautos o los cínicos podían pensar que el Estado español —que ha sufrido durante largos años la criminalidad de ETA— no tenía capacidad para meter en la cárcel a los cabecillas del independentismo. Lo verdaderamente relevante es que el binomio Estado-política —que son la misma cosa— ha fracasado. Precisamente, por ausencia de política, que es lo peor que se puede decir de un sistema parlamentario. Y un Estado sin soluciones políticas para casi el 20% del territorio nacional (más allá de los lugares comunes) es justamente lo contrario al Estado moderno, que es hijo de la Ilustración.
Como es hija de la Ilustración la movilización ciudadana, y que el magistrado Llanera, en su auto, parece despreciar cuando habla de forma recurrente de "masas" o "adeptos", como si "cientos de miles" de catalanes —cifra que reconoce—, no tuvieran derecho a reclamar legítimamente la independencia sin tener por ello lavado el cerebro, como viene a sugerir el juez, quien reelabora las leyes al afirmar que "el delito de rebelión es un delito tendencial".
Lo que es tendencial es el proceso independentista, que puede acabar en violencia (o no), que es la esencia inexcusable del delito de rebelión, que precisa de un alzamiento violento y público. Si aquellas manifestaciones numerosas formaban parte de una rebelión, parece evidente que los poderes públicos deberían haberlas prohibido de forma taxativa. Y si fueron legales, no pueden formar parte ahora de una estrategia delictiva. Este pequeño artículo del profesor Eduardo Roig publicado en Agenda Pública puede ayudar a entenderlo. O esta brillante exposición del profesor Gimbernat en 'El Mundo' puede contribuir a aclarar las cosas. O estas impresiones del exdiputado López Garrido, que fue, precisamente, quien redactó los términos del delito de rebelión en la reforma del código penal de 1995. Otros juristas, legítimamente, pensarán lo contrario.
La movilización como coartada
Es el Estado fuerte y democrático, el que ampara, precisamente, el sistema de libertades. Y utilizar como coartada las movilizaciones populares para justificar la rebelión carece de sentido político y, desde luego jurídico. Entre otras cosas, porque si eso fuera cierto, este país habría asistido a un golpe de Estado durante cinco años televisando en directo —una especie de show de Truman, pero hablando de política—, sin que ninguna institución del Estado lo hubiera evitado, lo cual sugiere una prevaricación de carácter general y continuada por parte de los poderes públicos. También de los magistrados del Supremo y de la Fiscalía ante la acción de un delito flagrante.
Narrar lo obvio en 54 de las 69 páginas del auto de procesamiento más importante de la reciente historia de España tiene que ver más con un exhaustivo y pulcro resumen de prensa que con un documento jurídico, lo cual no exime para que no haya ninguna impunidad para quienes han cometido diversos delitos. Que, desde luego, los ha habido (desobediencia, malversación…). Pero no el de rebelión.
El auto más importante de la reciente historia de España tiene que ver más con un resumen de prensa que con un documento jurídico
Cuando los cauces de entendimiento se rompen, lo fácil es culpar al adversario. Pero lo que diferencia a las grandes naciones de las que no lo son es, como se ha dicho, su capacidad para canalizar el debate político por medios civilizados a través de sus instituciones. Y, en primer lugar, son los propios independentistas quienes tienen que reconocer que han engañado al pueblo conduciéndole a un callejón sin salida y a una frustración colectiva. Pero también el resto del Estado debe hacer una reflexión serena y valiente sobre por qué se jodió Cataluña.
Un país que carece de las instituciones adecuadas para canalizar el debate territorial no es, desde luego, un Estado fuerte. Es, por el contrario, un Estado con capacidad de hacer cumplir las leyes (y desde luego hay que cumplirlas con la firmeza que sea necesaria), pero nunca será un Estado sólido.
¿A quién corresponde defender la Constitución? La pregunta, en tiempos de pensamiento insípido, puede parecer irrelevante. Incluso, estúpida. Pero hace casi un siglo estuvo en el centro de un formidable debate intelectual entre Carl Schmitt y Hans Kelsen. El primero, en coherencia con su idea de que la existencia del Estado presupone el concepto de lo político, defendía que el presidente o el jefe del Estado, como máximos representantes de la soberanía popular, tuvieran amplias competencias para defender la Constitución. Muchos lo han llamado el Estado total. Incluso, totalitario.
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