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Crimen sin castigo: Rato no fue el único culpable
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Crimen sin castigo: Rato no fue el único culpable

La salida a bolsa de Bankia fue una responsabilidad coral. Las autoridades la convirtieron en cuestión de Estado. Fue el último episodio de un desastre que organizaron los políticos

Foto: Ilustración: Raúl Arias.
Ilustración: Raúl Arias.

El economista Jesús Fernández Villaverde, durante su comparecencia en el Congreso, describió lo que había sucedido con las cajas de ahorros como un ejercicio de “caciquismo posmoderno”. En su opinión, se había buscado —y logrado— convertir las cajas en un instrumento controlado por los gobiernos autonómicos y locales para “colocar a antiguos cargos públicos con retiros dorados, premiar a amigos y financiar proyectos, normalmente inmobiliarios, de dudosa rentabilidad que cumplían, sin embargo, objetivos electorales en el corto plazo”.

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La descripción no puede ser más certera. Aunque solo habría que añadir que fue posible con la colaboración imprescindible de la Administración central, que puso los mimbres legales necesarios para que instituciones —algunas de ellas centenarias— dedicadas durante décadas a prestar servicios financieros a los trabajadores y a las clases humildes (las célebres cartillas de ahorros o los pequeños préstamos para financiar el tejido productivo local) se convirtieran en una gigantesca promotora inmobiliaria que estalló el día en que la crisis de las 'subprime' sacó a la luz las verdades del barquero. Por supuesto, bajo el auspicio de la codicia (no siempre electoral) de los políticos, salvo excepciones.

El propio Fernández Villaverde recordó que el 'pecado original' estuvo en la ley de órganos rectores de las cajas de ahorros de 1985 (en plena etapa de liberalizaciones de la época Boyer), pero también antes, en 1977, cuando Fuentes Quintana, mediante real decreto, impulsó una nueva regulación de los órganos de gobierno de las cajas de ahorros, y que tiene su punto clave en el artículo 20 de la norma, que establece que las cajas de ahorros “podrán realizar las mismas operaciones que las autorizadas a la banca privada sin otras limitaciones que las vigentes para esta última”.

Ni que decir tiene que ese margen fue aprovechado por el sistema político, que no solo invadió los consejos de administración y las asambleas generales sino que, además, puso bajo su control directo los mecanismos de control y fiscalización. Como recuerda Fernández Villaverde, la ley valenciana, impulsada, precisamente, por José Luis Olivas, ahora en el banquillo en calidad de exvicepresidente de Bankia, reservaba el 28% de los votos a la Generalitat en la asamblea general, mientras que otro 28% iría a parar a los ayuntamientos, en gran medida controlados por el propio Gobierno valenciano, lo que en la práctica le garantizaba mayoría absoluta.

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No conforme con eso, la propia ley dejaba bien claro que un organismo de la Generalitat, el Instituto Valenciano de Finanzas, sería responsable del “control, inspección y disciplina de las entidades financieras bajo la tutela administrativa de la Generalitat”. Es decir, era lo mismo que poner el zorro al cuidado de las gallinas. El supervisor y el supervisado eran la misma cosa.

Voto particular

Para que no faltara nadie a la fiesta (y saqueo) de las cajas de ahorros, el Tribunal Constitucional puso su granito de arena, y en una sentencia que contó con el voto particular del magistrado Díez-Picazo limitó las competencias del Banco de España y del Ministerio de Economía para controlar las cajas de ahorros, que tras el fallo quedaron bajo la férula de los gobiernos autonómicos.

El argumento del TC fue verdaderamente singular: como las cajas no tenían propietario (sic), salvo algunas que nacieron en circunstancias muy particulares, como la Caixa tras la Semana Trágica, eran las comunidades autónomas las nuevas dueñas del emporio, lo que llevó a Díez-Picazo a sostener a la luz de la opinión mayoritaria del TC que las cajas eran una especie de 'res nulius' o bienes mostrencos, “conclusión a la que por mucha atipicidad que se quiera encontrar, no es posible llegar”, concluía el jurista no sin ironía.

Foto:  Rodrigo Rato y Luis de Guindos, en un encuentro en 2012. (EFE)

Esos 'bienes mostrencos', como los definió Díez-Picazo, escondían, en realidad, algo mucho más preocupante desde el punto de vista de la salud democrática de una nación: las cajas de ahorros habían pasado de ser entidades financieras con una fuerte vocación local a formar parte del entramado político-institucional del país, lo que explica que llegaran a representar la mitad del sistema financiero.

Esta realidad incontestable —los consejos de administración se convirtieron en auténticos gobiernos de concentración en los que participaban partidos, sindicatos y empresarios— no está, sin embargo, en el juicio de la Audiencia Nacional. Sin duda, porque lo que se juzga es la existencia de presuntos delitos por parte de los encausados, lo que hace suponer que cualquier sentencia quedará coja al excluir la participación de altas instituciones del Estado y del sector financiero en todo el desaguisado.

Es ridículo creer que Rato y Olivas (dos políticos profesionales metidos a banqueros por sus relaciones con el PP) tuvieran capacidad y competencias legales suficientes para sacar Bankia a bolsa, que es lo que se juzga, sin el visto bueno de Moncloa, el Banco de España, la ministra Salgado, la CNMV o el FROB, que fueron quienes respaldaron la operación, que desde el minuto uno se consideró un asunto de Estado, lo que explica que algunos de los nuevos accionistas compraran títulos con la nariz tapada obligados por las autoridades.

Personas responsables

No estará de más recordar, en este sentido, que en las páginas 321 y 322 del célebre folleto de salida a bolsa, y bajo el epígrafe 'Personas responsables' de su veracidad, se cita al ex consejero delegado de Bankia Francisco Verdú, también juzgado, pero también a las entidades coordinadoras globales y directoras: Deutsche Bank, JP Morgan, Merril Lynch, el banco suizo UBS, además de las entidades para inversores cualificados, Barclays, BNP Paribas y Santander. ¿O es que las auditoras son ajenas a todo el proceso?

Foto: José Luis Olivas, expresidente de Bancaja, junto a Rodrigo Rato (dcha.) (EFE)

Como se ve, una amplia panoplia de colaboradores necesarios que no se sientan en el banquillo, lo cual convierte el juicio en algo extremadamente parcial. ¿O es que es razonable pensar que nadie se diera por enterado de que Bankia era una ruina cuando salió a cotizar con un descuento sobre el valor en libros del 70%? Es decir, se regalaban duros a cuatro pesetas y nadie sospechaba nada, cuando CaixaBank, que salió a cotizar por esas fechas, lo hizo con un descuento del 20%.

Es posible, sin embargo, que el juicio acabe con condenas a algunos (o todos) los acusados, pero lo que es seguro es que no se habrá hecho justicia.

La crisis de Bankia tuvo poco que ver con el folleto. Más bien con el hecho de que las nuevas exigencias de las autoridades (más provisiones y más capital) hacían inviable la entidad, lo que explica que tuviera que ser nacionalizada, lo cual era independiente de la calidad de la información suministrada en la OPS (oferta pública de suscripción).

Otra cosa distinta es que todo el proceso de fusiones en frío (los famosos SIP) de las cajas fuera un despropósito que acabó en tragedia por la irresponsabilidad del Gobierno a la hora de imponer provisiones y acelerar la reestructuración bancaria, y cuyo desenlace recuerda aquellas películas de suspense en las que no aparece el asesino. Una especie de crimen perfecto. Es como si nadie —más allá de los acusados— hubiera estado en la escena del homicidio. Crimen sin castigo.

El economista Jesús Fernández Villaverde, durante su comparecencia en el Congreso, describió lo que había sucedido con las cajas de ahorros como un ejercicio de “caciquismo posmoderno”. En su opinión, se había buscado —y logrado— convertir las cajas en un instrumento controlado por los gobiernos autonómicos y locales para “colocar a antiguos cargos públicos con retiros dorados, premiar a amigos y financiar proyectos, normalmente inmobiliarios, de dudosa rentabilidad que cumplían, sin embargo, objetivos electorales en el corto plazo”.

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