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Los salarios y la teoría del salchichón que empobrece a todos
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Carlos Sánchez

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Los salarios y la teoría del salchichón que empobrece a todos

Hablar de cuestiones laborales es poco sexy. Pero tanto el salario como la precariedad determinan los comportamientos políticos. Se ha visto en Cádiz y se verá en un futuro

Foto: Protestas en Cádiz. (EFE/Román Ríos)
Protestas en Cádiz. (EFE/Román Ríos)
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En 'Los orígenes del poder sindical', Henry Phelps Brown, coautor de una monumental obra sobre la historia de los salarios, rescató el interés que siempre tuvo Alfred Marshall, el economista más influyente de su época y padre de la escuela neoclásica, por el mundo del trabajo. A Marshall siempre le sorprendió que los albañiles de la época victoriana no lucharan por conseguir una 'enorme subida' (sic) de sus salarios pese a que ese incremento solo podría suponer un pequeño aumento de costes para los patrones, por aquel entonces con unos márgenes que hoy serían considerados indecentes o inmorales, como le gustaba decir a Marcelino Camacho.

Marshall descubrió —hace ya 150 años— que la razón se hallaba en las restricciones que les imponía el mercado. Aunque los albañiles, al contrario que otros oficios, estaban protegidos de la competencia extranjera, no podían mantener un precio de monopolio a menos que pudieran impedir ejercer la albañilería a los no afiliados a las organizaciones gremiales.

Los arquitectos concibieron modelos de albañilería para sustituir a la mampostería, una forma de quitar poder a los sindicatos

Marshall, sin embargo, siguió investigando, y unos años más tarde recordó lo que había pasado con la mampostería. Los obreros pidieron un fuerte aumento de los salarios, y para lograr su objetivo, ante la cerrazón de los constructores, iniciaron una huelga que hoy se consideraría 'salvaje' que acabó dramáticamente para sus intereses. Lo que sucedió fue que los arquitectos concibieron entonces modelos de albañilería para sustituir a la mampostería tradicional, lo que era una forma de quitarles poder de negociación a los sindicatos. "Tal vez pasará otra generación", escribió Marshall, "antes de que el número de mamposteros cualificados en Inglaterra sea tan grande como podría haber sido si su sindicato hubiera mostrado más moderación en 1880". El economista británico no pretendía cuestionar la huelga, al contrario, sino que describió el funcionamiento del mercado.

En las reflexiones de Marshall se encuentran los tres elementos que dan forma a la economía: el trabajo, el capital y la tecnología, cuyos avances influyen de forma determinante en la dialéctica capital-trabajo, que es la esencia del capitalismo.

Burbujas financieras

Puede parecer una cuestión del pasado, incluso arcaica, hablar en estos términos en el siglo XXI, pero hoy el salario, y lo que supone, vuelve a estar en el centro del debate económico. No solo por el repunte de la inflación, que tenderá a bajar de forma relevante a partir de la primavera, sino porque aquí está el origen económico de la desigualdad más allá de lo que puedan estar influyendo los avances tecnológicos —la desigualdad históricamente ha crecido cuando se producen disrupciones en los sistemas productivos— o las políticas monetarias de los bancos centrales, que favorecen la creación de burbujas financieras y, por lo tanto, ensanchan los desequilibrios.

Lo que ha sucedido en los últimos días en Cádiz, con sus protestas, es un buen ejemplo de que amortizar demasiado rápido la dialéctica capital-trabajo es un error. No solo por razones económicas, sino también políticas y, por supuesto, en términos de cohesión social, el principal activo de las sociedades modernas.

El malestar social —que existe y tiende a crecer— no se deriva solo del comportamiento de un sistema político incapaz de regenerarse a sí mismo, ahí está su nulidad para pactar reformas de calado en el orden territorial o en la pobre calidad de muchas instituciones, sino que tiene que ver con el agotamiento de un determinado modelo de asignación de recursos. Algo que explica la creciente desconfianza en el sistema político, y que a su vez está detrás de la aparición de líderes de usar y tirar que degradan los sistemas tradicionales de representación en las democracias avanzadas.

Foto: Uno de los manifestantes del sector del metal que este miércoles se han vuelto a movilizar en la barriada de San Pedro en Puerto Real (Cádiz). (EFE/Román Ríos)

Precisamente, porque el salario y su distribución racional —pese a su relevancia— ha dejado de estar en el centro del debate económico, cuando es, probablemente, lo que más determina los comportamientos políticos y sociales. Obviamente, por el declive del poder sindical a medida que las economías se han ido haciendo más globales y la tecnología ha puesto patas arriba el tradicional ecosistema en el que se han movido los sindicatos de clase. Pero también porque hablar del mundo del trabajo es hoy poco 'sexy'. Es como mentar el pasado. Como si se tratara de una rémora del siglo XIX o de la posguerra, cuando los sindicatos eran fuertes y eran capaces de derribar gobiernos.

La realidad, sin embargo, es muy distinta. Hoy el mundo del trabajo —como históricamente ha sucedido— determina los comportamientos políticos y hasta sociales. Entre otras muchas razones, porque el empleo —al margen de la escuela— continúa siendo el mejor y mayor instrumento de socialización. Así lo entendió EEUU tras salir de la guerra civil, mimando a sus trabajadores industriales de Pittsburgh o Boston, y la propia Europa con su política de salarios justos. A veces se olvida que la estabilidad política en la Europa posterior a 1945 fue consecuencia de un pacto entre el capital y el trabajo que funcionó razonablemente bien hasta que saltó por los aires el sistema monetario de Bretton Woods (1971) e irrumpieron en el sistema económico internacional los dos choques petrolíferos de los años 70.

La teoría del salchichón

Fue entonces cuando el contrato no escrito entre generaciones, mediante devaluaciones salariales que solo pretendían ganar tiempo para hacer frente al desaguisado, se rompió, y de aquellos polvos estos lodos. El trabajo dejó de estar en el centro del debate político y económico, lo que ha derivado en una suerte de ley de la selva donde todos compiten por la supervivencia laboral. Haciendo bueno lo que algunos han llamado la 'teoría del salchichón': se van cortando rodajas a la calidad de empleo y los salarios hasta que quien maneja el cuchillo acabe por cortarse los dedos.

Así como el urbanismo influye en los resultados electorales, —existen múltiples evidencias de que vivir en un chalé o en un piso pequeño en el centro de las ciudades condiciona el voto—, el salario y la calidad en el empleo determinan el comportamiento de una economía. Para bien y para mal. No en vano, en 2020, según los datos que acaba de publicar la Agencia Tributaria, los salarios percibidos por los trabajadores por cuenta ajena —sin incluir otras partidas ni los bienes en especie— ascendieron a casi 379.000 millones de euros, lo que da idea de su relevancia. Es decir, algo más de la tercera parte del PIB.

La tendencia últimamente ha sido esquivar un debate sobre el salario con reformas laborales que, en realidad, no han cambiado el 'statu quo'

La tendencia en los últimos años, sin embargo, ha sido esquivar un debate profundo sobre el salario con reformas laborales que, en realidad, no han cambiado el statu quo. Simplemente, han dejado las cosas como estaban. Obviamente, porque el salario, por su propia naturaleza, es un problema complejo que tiene que ver, necesariamente, con los avances de la productividad, con la correlación de fuerzas en el mundo del trabajo, con la tecnología o con la especialización productiva. Y, por supuesto, con la globalización, que es la madre del cordero del sistema económico, y que ha condenado a muchos trabajadores de los países avanzados a la precarización o la jubilación anticipada.

Se sabe, por ejemplo, que las actividades de menor valor añadido tienen menos margen para incrementar los salarios, lo que históricamente ha perjudicado a España. O que la polarización salarial tiene importantes consecuencias sobre el voto, además de condicionar los agregados macroeconómicos.

Detrás de esta desatención, sin embargo, se encuentra también un problema de mayor calado que hay que relacionar con el alejamiento en las sociedades avanzadas de lo laboral. Por supuesto, también de la clase política, más preocupada por cuestiones identitarias o por asuntos formales que por recuperar el centro de trabajo como el más potente instrumento de socialización. Probablemente, por una visión posmoderna del mundo de trabajo que ha calado, incluso, entre quienes sufren la precariedad.

En 'Los orígenes del poder sindical', Henry Phelps Brown, coautor de una monumental obra sobre la historia de los salarios, rescató el interés que siempre tuvo Alfred Marshall, el economista más influyente de su época y padre de la escuela neoclásica, por el mundo del trabajo. A Marshall siempre le sorprendió que los albañiles de la época victoriana no lucharan por conseguir una 'enorme subida' (sic) de sus salarios pese a que ese incremento solo podría suponer un pequeño aumento de costes para los patrones, por aquel entonces con unos márgenes que hoy serían considerados indecentes o inmorales, como le gustaba decir a Marcelino Camacho.

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