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La venganza de la geopolítica
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Carlos Sánchez

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La venganza de la geopolítica

No es difícil entender que los problemas de la agricultura son globales. Ni siquiera son europeos porque afectan al comercio global. En España, sin embargo, tiene unos tintes localistas verdaderamente singulares

Foto: Marchas de tractores en Arganda del Rey, Madrid. (Europa Press)
Marchas de tractores en Arganda del Rey, Madrid. (Europa Press)
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En 1950, casi el 30% del PIB de España tenía que ver con la agricultura y, en general, con lo que llamaríamos mundo rural. Siete décadas después, ese porcentaje ha caído hasta el 2,5%. No es un caso singular. Muy al contrario, se trata de un fenómeno que recorre el planeta, como el viejo fantasma de Marx. Hoy, el peso de la agricultura en el mundo respecto del PIB se ha desplomado hasta el 4,3%, prácticamente la mitad que a principios de los años 80, pese a que desde entonces la población casi se ha duplicado. Es decir, con alrededor de 3.600 millones de personas más en el mundo, el peso de la agricultura, que satisface al planeta de alimentos, se ha hundido. El venerable Malthus, definitivamente, se equivocó.

Obviamente, la mecanización, la mejora de la calidad de los productos fitosanitarios, que ha evitado plagas y enfermedades, la mejor organización de la industria agraria y, en definitiva, los propios avances de la humanidad, con todos sus problemas, ha situado a la agricultura en un escenario impensable hace dos siglos, cuando el erudito británico describió un panorama sombrío a causa del aumento de la población.

La urbanización del territorio, como se sabe, explica la pérdida de influencia del campo respecto de las ciudades. El Banco Mundial estima que en la actualidad alrededor del 56% de la población vive en ciudades, pero en 2050 ya serán siete de cada diez. La evolución, de hecho, es imparable, lo que explica que el abandono de tierras no sea un fenómeno localizado en los países avanzados, como suele creerse, sino, en general, en el mundo.

Frente a lo que se puede creer, la globalización alimentaria ha favorecido más a los países ricos que a los pobres

A ello ha contribuido de manera poderosa la globalización, que ha permitido el intercambio de alimentos como nunca antes había sucedido. La producción de Nueva Zelanda se vende en pocas semanas en Madrid o Washington y, en paralelo, los tomates de Almería llegan a rincones muy lejanos, pese a que todavía en muchos países existen barreras comerciales como elevados aranceles o contingentes que limitan las transacciones, además de otras restricciones no arancelarias.

Pobres y ricos

Frente a lo que de manera intuitiva se pueda creer, la globalización alimentaria no ha favorecido a los países emergentes o en vías en desarrollo, sino, sobre todo, a los más ricos. A priori se podía entender justo lo contrario, y solo hay que comprobar cómo los agricultores franceses (y también algunos españoles) derraman las frutas y hortalizas procedentes de países terceros. A priori se puede pensar que como los costes son más elevados en los países con mayores rentas, los estados más pobres (donde el peso de la agricultura es mayor) tendrían una ventaja competitiva. No ha sido así. La Unión Europea dispone de un robusto superávit agroalimentario de 58.000 millones de euros frente a terceros, en buena medida gracias a las subvenciones que reciben los productores. La PAC representa nada menos que el 33% del presupuesto anual de la Unión Europea.

No es, desde luego, el único caso. EEUU hace lo mismo y las subvenciones a la agricultura notificadas a la Organización Mundial de Comercio (OMC) no dejan de crecer hasta alcanzar en 2020 los 190.000 millones de euros. China e India hacen lo propio y también Japón, lo que indica una evidencia. La agricultura, tal y como la conocemos hoy, sería inviable si no fuera por las subvenciones. Quienes pierden, lógicamente, son los países más pobres que no disponen de recursos suficientes para ayudar a sus agricultores, lo que les sitúa en una situación de desventaja. Las migraciones hacia los países ricos, a lo que también contribuye el cambio climático con sus devastadoras consecuencias sobre la deforestación, es la mejor evidencia.

La causa de este desatino tiene que ver con la pobreza del debate político y con la manipulación grosera de algunos líderes agrarios

A la luz de estos datos, no es difícil entender que los problemas de la agricultura y, en general, de la industria agroalimentaria son globales. Ni siquiera son europeos porque afectan al comercio global en la medida en que existen acuerdos internacionales, como el firmado en 2015 en Nairobi, que obliga a los países avanzados a eliminar las subvenciones a la exportación de productos agrarios, con un calendario más laxo para los países emergentes o en desarrollo.

El debate agrícola actual, y aquí está la paradoja, desde luego en España, que es el más cercano, tiene unos tintes localistas verdaderamente singulares. Como si los problemas de la agricultura se pudieran ventilar en un despacho de la glorieta de Atocha (sede del ministerio) o en la calle Ferraz, hacia donde se han dirigido las iras de los agricultores. O en la calle Génova, si fuera el caso.

Es probable que la causa de este desatino tenga que ver con la pobreza del debate político y, por qué no decirlo, con la manipulación grosera que hacen algunos líderes agrarios de las justas demandas de muchos agricultores que se encuentran en una situación difícil y que luchan por su supervivencia. De hecho, no hace falta ser ningún lumbreras para entender que los problemas del campo superan con creces las políticas locales. Precisamente, porque desde la vieja Ronda Uruguay, y ahora en el seno de la ONC, se cambiaron las reglas del juego, la agricultura, en un mundo globalizado, es cosa de todos. Y para llegar a esta conclusión solo hay que aplicar un principio de coherencia. No parece razonable que si todos los sectores productivos están influidos por la globalización, no lo vaya a estar la agricultura.

Globalización y demagogia

Es por eso por lo que sorprende que quienes han aceptado la apertura del comercio mundial, que es un fenómeno que ha sacado de la hambruna a cientos de millones de personas, aunque también ha tenido efectos adversos para algunos sectores, en particular la industria en los países avanzados, se apunten a la demagogia. Como si la globalización, tal y como hoy la conocemos hoy, hubiera caído del cielo o no hubiera sido aceptada y promovida por los partidos centrales del sistema.

Si no se entiende que es un problema global, con soluciones parciales de carácter local, no se podrán abordar las cuestiones de fondo

Sorprende todavía más cuando España, precisamente, mantiene un sólido superávit agroalimentario con el exterior. Precisamente, porque el comercio internacional se basa en el principio de la reciprocidad. Un país abre sus fronteras a cambio de que también lo haga el otro. Es decir, si se renacionalizan algunas políticas comerciales en la industria agroalimentaria, parece razonable pensar que es probable que ese superávit —sobre todo en los territorios más competitivos del sur de España— se viera seriamente afectado. El año pasado, por ejemplo, y sin contar diciembre porque todavía no hay datos, España tuvo un superávit de 12.590 millones de euros, lo que da idea de la importancia que tiene para España la apertura de los mercados. Para más inri, muchas de las importaciones procedentes de Marruecos, ahora cuestionadas, tienen su origen en inversiones españolas. España, de hecho, mantiene un superávit comercial de más de 3.000 millones de euros con Marruecos.

Es evidente, sin embargo, que el malestar existe y que ningún gobierno sensato (ni tampoco la oposición) puede dejar a los agricultores, poco más de un millón, de los que casi la mitad están en Andalucía, tirados. Pero si no se entiende que es un problema global, aunque pueden ayudar soluciones parciales de carácter local, difícilmente se podrán abordar las cuestiones de fondo, que tienen que ver con la construcción de un mundo en el que el sector primario se diluye ante el avance imparable de la urbanización del territorio. Conviene no olvidarlo antes de que se desaten el populismo y la demagogia.

En 1950, casi el 30% del PIB de España tenía que ver con la agricultura y, en general, con lo que llamaríamos mundo rural. Siete décadas después, ese porcentaje ha caído hasta el 2,5%. No es un caso singular. Muy al contrario, se trata de un fenómeno que recorre el planeta, como el viejo fantasma de Marx. Hoy, el peso de la agricultura en el mundo respecto del PIB se ha desplomado hasta el 4,3%, prácticamente la mitad que a principios de los años 80, pese a que desde entonces la población casi se ha duplicado. Es decir, con alrededor de 3.600 millones de personas más en el mundo, el peso de la agricultura, que satisface al planeta de alimentos, se ha hundido. El venerable Malthus, definitivamente, se equivocó.

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