Mientras Tanto
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Un monumento a la incompetencia
Mazón está incapacitado para gestionar las consecuencias de las inundaciones por ausencia de credibilidad, pero probablemente no sea sustituido a corto plazo porque sería lo mismo que dar un balón de oxígeno al adversario
No ha sido por casualidad que el último premio Nobel de Economía se le haya concedido a tres profesores —Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson— por sus estudios sobre cómo las instituciones influyen en la prosperidad económica de las naciones. El funcionamiento de las instituciones, hay que decir, es una disciplina relativamente nueva en el ámbito de la economía, pero con los nuevos desafíos que vive el mundo: globalización, cambio climático, pandemias o inteligencia artificial, además de las guerras como método de solución de conflictos, la preocupación sobre la calidad de las instituciones —no solo en el plano académico— ha ido en aumento, de ahí la importancia y la oportunidad del Nobel a estos tres economistas.
Uno de ellos, el más conocido, Daron Acemoglu, participó esta misma semana desde su despacho en el MIT en un seminario organizado por la Fundación Ramón Areces, y su tesis principal es que las nuevas amenazas que están sufriendo las democracias obligan a repensar el papel de las instituciones. Es verdad que esta idea parece de perogrullo, pero lo cierto es que tras la victoria inapelable de Donald Trump y el aire que sin duda dará a quienes respaldan su forma de hacer política, en muchos casos despreciando a las propias instituciones que no sirven a sus intereses, es evidente que el Nobel acertó con los elegidos.
No en vano, el apoyo a las democracias como el mejor sistema para dirimir el conflicto social está descendiendo, no solo en EEUU, sino también en otros países industrializados. Se puede decir, sin alarmismos, que el prestigio de la democracia como sistema político retrocede ante el avance de las soluciones autoritarias o híbridas. Lo que reclamó Acemoglu en aquella charla fue "algún tipo de intervención institucional para poder regular cuál va a ser nuestra respuesta a estos desafíos y llegar a nuevos consensos que fortalezcan las instituciones".
Esto es así porque la democracia, de hecho, no se entiende sin instituciones sólidas (que no es lo mismo que fuertes) en la medida que son la argamasa con la que se construyen las naciones y garantizan su continuidad. Unos países son ricos y otros pobres no por capricho divino, sino que está demostrado que el papel de las instituciones es clave. Los ejemplos son evidentes. Las dos Coreas estuvieron unidas hasta 1948, pero el sur es ahora una de las naciones más industrializadas del mundo y en el norte, con una situación de partida mejor, brilla la pobreza. La frontera de México es otro de los territorios que se suele poner como ejemplo. La misma ciudad a uno u otro lado de la linde tiene realidades socioeconómicas muy distintas.
Los riesgos
Acemoglu, en su análisis de los riesgos que corren las democracias ante los nuevos desafíos, parte de una realidad compartida por muchos. Durante décadas se pensó que en los países avanzados, con más de 30.000 o 40.000 euros de renta per cápita, la propia democracia era tan sólida que estaba garantizada, pero ahora, por el contrario, las amenazas son reales, lo que explica la creciente preocupación desde diferentes ámbitos.
Es decir, no solo los países pobres tienen un problema de calidad institucional, sino que también los ricos, a quienes hasta hace poco se consideraban inmunes, corren el riesgo de padecer la misma enfermedad. Lo que está en juego, ni más ni menos, es si la sociedad dispone de unas reglas del juego comúnmente aceptadas y canalizadas a través, precisamente, de las instituciones, porque de lo contrario triunfa la ley del más fuerte. Este es, y no otro, su valor.
La casualidad ha querido, en este caso de forma desgraciada, que la intervención telemática del economista turco —aquí se puede ver— haya coincidido con la tragedia en Valencia, que es un ejemplo de libro sobre cómo el mal funcionamiento de algunas instituciones, afortunadamente no todas, ha contribuido a amplificar un fenómeno meteorológico muy conocido por todos, cuyo impacto hubiera sido infinitamente más reducido si se hubieran hecho las cosas de forma razonable. Es decir, si hubieran funcionado correctamente determinadas instituciones (no todas han fallado).
En primer lugar, el Gobierno de la Generalitat, cuya incompetencia política a la hora de trasladar a la ciudadanía una extraordinaria inundación, se estudiará en las facultades como un caso paradigmático de inutilidad en la acción política. Hasta el propio Carlos Mazón ha reconocido en un tuit que en la sede del CECOPI, el centro de emergencias de la Comunidad Valenciana, aunque cueste creerlo, no había suficiente cobertura para comunicarse con el exterior, lo cual es de aurora boreal.
Selección de las élites
A estas alturas, sin embargo, ni siquiera merece la pena regodearse en el todavía presidente de la Generalitat, un político profesional que representa, como otros muchos, los vicios del sistema en la selección de las élites. Mazón no conoce otra cosa que escalar dentro del Partido Popular hasta haber alcanzado su máximo nivel de incompetencia.
No es el único caso. Hay pocas dudas de que el sistema de elección de los líderes políticos —ahí está Ábalos nombrando a Koldo García como uno de sus principales colaboradores— está fallando, lo que indudablemente tiene un coste en términos de país. La corrupción, y también es corrupción cuando el criterio de selección es el amiguismo, no solo tiene un indudable coste en términos económicos, sino que deteriora la credibilidad de las instituciones, que son la clave de bóveda de las democracias representativas.
A menudo se da por hecho que lo más relevante en un sistema político es su sistema normativo, pero la realidad suele demostrar que esta es una condición necesaria, pero nunca suficiente si quienes tienen la obligación de cumplir las leyes no lo hacen. Unas veces por deslealtad institucional, otras por el mal funcionamiento del sistema de incentivos —ayudar al adversario político puede mejorar su posición en la competencia electoral— y en otras, simplemente, por incompetencia profesional en la medida que el sistema político se vuelve endogámico.
Mazón no conoce otra cosa que escalar dentro del Partido Popular hasta haber alcanzado su máximo nivel de incompetencia
Es decir, se prescinde de personas valiosas porque se prioriza a los militantes de los partidos, aunque su formación no sea la más adecuada. El caso de Salomé Pradas, también todavía consejera de Justicia e Interior de la Generalitat valenciana, vuelve a ser de libro. Todo el mundo sabía, y lo advertían los planes hidrológicos del Júcar, que la urbanización del territorio se hacía sobre superficies inundables, pero para las instituciones, en sus diferentes niveles, era papel mojado. Ella no es la responsable directa del desaguisado, pero sí del buen funcionamiento de los sistemas de emergencias.
El caso Mazón y del actual Gobierno de la Generalitat, obviamente, no es el único. La cadena de errores que se ha producido en Valencia y que ha agravado los problemas —el propio Ejecutivo central debería haber sido más diligente trasladando muchos más efectivos de la UME desde el primer momento— afecta a la propia concepción de la política entendida como una batalla a campo abierto en la que lo único importante es llevarse la victoria.
Esta es una aspiración lógica en términos electorales, pero chirría cuando incluso en las catástrofes se intenta lograr réditos políticos. Todo el mundo sabe que Mazón está incapacitado para gestionar las consecuencias de las inundaciones por ausencia de credibilidad, pero probablemente no será sustituido por Génova a corto plazo (aunque muchos creen que es la única solución) porque sería lo mismo que dar un balón de oxígeno al adversario. ¿El resultado? Un deterioro adicional de unas instituciones que hoy están en el ojo del huracán.
Se prescinde de personas valiosas porque se prioriza a los militantes de los partidos, aunque su formación no sea la más adecuada
Ni siquiera es responsabilidad única de Carlos Mazón. El presidente de la Generalitat es una pieza más —es probable que esto mismo ocurriera en otras circunstancias a otros partidos, aunque difícilmente en la misma escala— de un sistema político que necesita una regeneración rápida. Precisamente, para salvar las instituciones. Cuando los ciudadanos dejan de creer, emerge la antipolítica.
Los problemas competenciales que han emergido con la DANA, de hecho, es probable que no hubieran existido si el sistema autonómico se hubiera actualizado a fin de lograr una gobernanza multinivel más eficaz de la que hoy España todavía carece. De nuevo, por las disfunciones que suelen aparecer en situaciones de emergencia, como sucedió durante la pandemia. Y si las instituciones, en vez de resolver los conflictos, lo que hacen es agravarlos, tenemos un problema.
No ha sido por casualidad que el último premio Nobel de Economía se le haya concedido a tres profesores —Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson— por sus estudios sobre cómo las instituciones influyen en la prosperidad económica de las naciones. El funcionamiento de las instituciones, hay que decir, es una disciplina relativamente nueva en el ámbito de la economía, pero con los nuevos desafíos que vive el mundo: globalización, cambio climático, pandemias o inteligencia artificial, además de las guerras como método de solución de conflictos, la preocupación sobre la calidad de las instituciones —no solo en el plano académico— ha ido en aumento, de ahí la importancia y la oportunidad del Nobel a estos tres economistas.
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