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Mientras Tanto
Por
Sócrates al paredón
En la actual ciénaga de desinformación los pensadores, los ensayistas, los intelectuales, o como quiera decirse, están cada vez más alejados de la esfera pública. Los referentes, por el contrario, son personajes de saldo surgidos de la nada
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Hace algún tiempo, un catedrático de ciencias políticas con gran prestigio y décadas de ejercicio mostraba su indignación en un artículo de prensa porque sus alumnos, tirando de Google o de cualquier otro buscador, cuestionaban sus conocimientos en el transcurso de una clase. El catedrático no es que despreciara los argumentos del alumno de turno, la universidad nació precisamente para fomentar desde la ciencia el pensamiento crítico y cuestionar lo establecido, sino que se alarmaba por el hecho de que cualquiera podía caer en la tentación de pensar que el papel del profesor era irrelevante porque todo estaba en la red y, por lo tanto, sobraba cualquier explicación.
Este falso empoderamiento de sus alumnos, venía a decir el catedrático, era lo mismo que expulsar a Sócrates de las aulas. Para qué sirve un filósofo, se preguntaba, si cualquiera puede leer su obra con solo navegar a través de cualquier buscador. La respuesta es obvia. Sin intermediarios en el conocimiento, ya sean los profesores, los médicos, los abogados o los periodistas en la industria de la comunicación, los errores se multiplican. Precisamente porque unos y otros son quienes tienen capacidad para filtrar lo que es lo más parecido a la verdad y a la objetividad de lo que en realidad es solo humo.
La existencia de intermediarios para interpretar el conflicto social no es cualquier cosa. Se sitúa, de hecho, en el centro de las democracias, en la medida en que sin expertos con capacidad para procesar y expandir el conocimiento desaparecen las instituciones, y la universidad, a menudo tan maltratada en el caso de las públicas, es una de ellas. Tradicionalmente, de hecho, ha sido la propia sociedad quien ha establecido jerarquías en función de una serie de indicadores. El Supremo, por ejemplo, corrige los errores que puedan cometer los jueces porque se supone que sus miembros poseen mayor conocimiento y experiencia, aunque un juez de pueblo pueda llegar a tener la misma información sobre sentencias anteriores que el presidente de la sala segunda.
Históricamente, la labor de interpretación de la realidad social ha correspondido a los intelectuales, un concepto ciertamente polisémico y engorroso desde finales del siglo XIX, cuando el término se popularizó a raíz del caso Dreyfus y el célebre 'J’accuse…!' ('Yo acuso…’) de Zola.
El intelectual comprometido
El escritor francés fue en su día la máxima expresión del intelectual comprometido por una buena causa, en este caso salvar a un inocente de una condena injusta. Sartre y Camus, décadas después, llevaron a las alturas el debate intelectual sobre cuál era el papel de los intelectuales en la Europa que salía de la guerra, aunque fue Simone Weil quien más certeramente entendió la deriva en que había caído el término. La historia ha demostrado, dijo la pensadora francesa, que las relaciones entre la actividad manual y la actividad intelectual han sido la causa del poder que ejercían los que manejaban la palabra sobre los que se ocupaban de las cosas. O expresado de otra forma, muchos intelectuales defendían en realidad sus intereses o los del poder establecido en lugar de atender las preocupaciones del pueblo.
La existencia de intermediarios para interpretar el conflicto social no es cualquier cosa. Se sitúa, de hecho, en el centro de las democracias
No es esta la única causa de que los intelectuales, los pensadores, sean hoy menos influyentes que nunca, pero sin duda que su alejamiento de la realidad, en unos casos, y en otros por su acercamiento al poder, ha influido de forma decisiva en su irrelevancia pública. Pero también porque el acceso casi ilimitado a la información a través de las redes sociales o de internet hace que su papel sea prescindible para muchos, lo que ha incentivado la proliferación de ignorantes —en ocasiones auténticos cantamañanas— con una enorme capacidad de atracción en las redes sociales. En definitiva, un falso empoderamiento de muchos individuos que se autoengañan por el simple hecho de tener a mano un vasto conocimiento con solo teclear.
Se trata de un proceso de desintermediación social sin precedentes que es probable que ni la sociedad ni el propio sistema político haya calibrado de forma suficiente sobre su relevancia. Probablemente, porque la endogamia se ha apoderado de las élites con capacidad de decisión, lo que explica en muchos casos su desprecio por rodearse de pensamiento propio. No solo en el ámbito de la política, sino también en el de la gran empresa, donde el pensamiento sumiso emerge frente al cuestionamiento crítico.
El último Congreso del partido socialista, con su ausencia de debate interno, es algo más que evidente, pero también en el Partido Popular la carencia de una reflexión crítica sobre su papel como principal partido de la oposición —ni siquiera Feijóo es capaz de convocar un Congreso de ideas— refleja el páramo intelectual en el que se mueven los conservadores españoles. Probablemente, porque desde la primera mitad del siglo XX existe una tradición antiintelectual conservadora que deviene del discurso de la Iglesia contra la Ilustración y todo lo que viniera de fuera. España como unidad de destino en lo universal.
El sueño de muchos pasa por comprender fenómenos complejos simplemente con leer un tuit o un titular de prensa
Lo que sabemos es que cuando los partidos no discuten a fondo sus estrategias, lo que emerge es una degradación de la vida pública con consecuencias indeseables. La primera de todas es que ese espacio lo ocupan quienes desprecian la verdad. No porque haya una verdad única e inobjetable que no puede ser sometida a discusión, sino porque los mecanismos de búsqueda del conocimiento, que es la herramienta con la que trabajan los pensadores, desaparecen y la fe —que es la antipolítica— sustituye a la razón.
Lo cierto es que tanta endogamia, líderes rodeados de correveidiles y advenedizos, ha conseguido alejar a muchos de la política, una actividad cruel donde las haya que desde hace tiempo es una trituradora incompatible con la reflexión, que es el espacio propio de quienes tienen algo que aportar en el terreno del pensamiento. La consecuencia es que la agenda pública la fijan hoy las redes sociales, cuya capacidad de polarización social es infinita, con las consecuencias que ello tiene.
La última utopía
Se trata de un proceso de desintermediación colosal que es lo mismo que decir que estamos ante la desaparición de las instituciones como fuente principal de la validación del conocimiento. Daniel Innerarity ha llegado a decir, y con razón, que la desintermediación es la única utopía que sigue viva. Es decir, el sueño de muchos pasa por comprender fenómenos complejos simplemente con leer un tuit o un titular de prensa. Su fuerza es tal que incluso están en riesgo los propios partidos políticos como representantes y mediadores del conflicto social. Muchos pueden pensar que para qué se necesita una organización democrática cuando el líder surgido del pueblo interpreta mejor que nadie lo que quieren los ciudadanos. El caso Trump y la humillación que ejerce sobre el partido republicano es, en este sentido, paradigmático.
Lo que sabemos es que cuando los partidos no discuten a fondo sus estrategias lo que emerge es una degradación de la vida pública
Trump no ha necesitado rodearse de críticos para llegar al poder ni los necesitará en el futuro porque él habla directamente con el pueblo, lo que en el fondo es el mayor ataque en décadas a las democracias representativas. Es más, en sus discursos lo que traslada es un odio intrínseco a los intelectuales, a quienes acusa de ser élites parasitarias, que lo único que hacen es aprovecharse del pueblo. Milei en Argentina, igualmente, ha llevado a la práctica ese autoritarismo libertario que elimina a los intermediarios porque su proyecto está por encima de discusiones supuestamente banales.
Lo tremendo es que esta forma de actuar coincide en el tiempo con la existencia de un mundo cada vez más complejo e interrelacionado (los avances tecnológicos, la globalización…) en el que los prescriptores, y los medios de comunicación deberían serlo, son más necesarios que nunca para separar el grano y la paja. No es que los pensadores tengan acceso a la verdad revelada, pero su utilidad radica, precisamente, en que ayudan a conocerla.
Es decir, son instrumentos necesarios para desmontar el lodazal de bulos y mentiras que hoy pululan con toda impunidad por las redes, muchas veces patrocinados por políticos desaprensivos. Es en esta ciénaga en la que los pensadores, los ensayistas, los intelectuales, o como quiera decirse, están cada vez más alejados de la esfera pública. Los referentes, por el contrario, son personajes de saldo surgidos de la nada con gran impacto en la opinión pública, lo que empobrece la conversación y el conocimiento como fuente de transformación social.
Es verdad que hoy los pensadores discuten apasionadamente entre ellos, y ahí está la ingente producción literaria, pero la mayoría de las veces, de forma paradójica, lo hacen en las redes sociales sin que sus conclusiones tengan la menor influencia sobre la acción política en los términos que planeaba Simone Weil. Tal vez sea atinado recordar —adaptada a nuestro tiempo— la célebre advertencia de Niemöller: "Primero vinieron a llevarse a los pensadores críticos, luego vinieron a por los partidos políticos, pero cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar".
Hace algún tiempo, un catedrático de ciencias políticas con gran prestigio y décadas de ejercicio mostraba su indignación en un artículo de prensa porque sus alumnos, tirando de Google o de cualquier otro buscador, cuestionaban sus conocimientos en el transcurso de una clase. El catedrático no es que despreciara los argumentos del alumno de turno, la universidad nació precisamente para fomentar desde la ciencia el pensamiento crítico y cuestionar lo establecido, sino que se alarmaba por el hecho de que cualquiera podía caer en la tentación de pensar que el papel del profesor era irrelevante porque todo estaba en la red y, por lo tanto, sobraba cualquier explicación.