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España cabeza de ratón contra cola de león: una historia épica de la ciudad dormitorio
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Héctor G. Barnés

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España cabeza de ratón contra cola de león: una historia épica de la ciudad dormitorio

Es posible que el gran proceso emancipatorio español no haya sido nacionalista sino social, cuando los municipios de la periferia cumplieron el sueño de la clase media aspiracional

Foto: Fascinante y tedioso horizonte mostoleño, en 1994. (Flickr/Daniel Lobo)
Fascinante y tedioso horizonte mostoleño, en 1994. (Flickr/Daniel Lobo)

Solo quien se ha criado en el extrarradio conoce el alienante placer que produce salir por la boca de metro de Cornellà y sentir que ha aterrizado otra vez en Móstoles. Todo es Kansas, Dorothy. Esos bloques de ladrillo entre un Lego y la arquitectura socialista, los toldos desteñidos, los pequeños parterres, las amplias aceras, las zonas comunes a pleno sol donde los viejos tuestan lo que les queda de piel. Propuesta de pesadilla: el día que sea anciano y me quede gagá, que me secuestren y me suelten en alguno de estos barrios en una ciudad desconocida. Daría vueltas buscando mi casa, pero pasarían los días y las noches y, claro, no la encontraría. Como una rata en un laberinto sin salida, moriría de hambre, pero soñando con que estoy a dos pasos de mi hogar.

Esta semana, gracias a Lucía Mbomio, hemos jugado a recordar qué nos hace de barrio. Pocos artículos hay en la prensa española con los que me identifique más que con los suyos, quizá porque nos hemos tenido que cruzar más de una vez en la periferia madrileña. Hay, sin embargo, algo con lo que no termino de estar de acuerdo: no, una ciudad dormitorio no es un barrio. A pesar de sus elementos en común, hay diferencias claves. La que separa ser cabeza de ratón o cola de león, el equipo que lucha por no descender a segunda y el que asciende a primera, mirar hacia abajo o hacia arriba. La frontera definitiva de lo aspiracional en España.

El barrio mira a su alrededor y ve la desigualdad. La ciudad dormitorio termina dándole la espalda al centro y contemplándose a sí misma, orgullosa

Eres de ciudad dormitorio si has pasado gran parte de tu infancia deambulando por esas grandes superficies con cine, supermercado y cadenas de comida basura. Eres de ciudad dormitorio si has gastado el mes de septiembre saltando de fiesta patronal en fiesta patronal, Getafe, Alcorcón, Móstoles, Fuenlabrada y vuelta a empezar. Eres de ciudad dormitorio si has gastado años en el interurbano, la Blasa. Eres de ciudad dormitorio si has ido de excursión a la urbanización de tu amigo rico —siempre recordaré nadar en una piscina con el escudo del Atlético grabado en el fondo—, eres de ciudad dormitorio si una de las primeras cosas que hacías al cumplir los 18 era sacarte el carnet de conducir para poder reducir las grandes distancias que lo separan todo.

Ahí está la clave. El barrio mira hacia dentro, hacia el centro de la ciudad y a su alrededor, y ve que algo no funciona. La ciudad dormitorio termina dándole la espalda a la capital y contemplándose a sí misma, orgullosa. Los habitantes de la periferia urbana se comparan con los de los barrios ricos, lo que impide que olviden su conciencia de clase. En el extrarradio, todo el mundo se parece (socialmente) bastante. Quizá el gran movimiento independentista de las últimas décadas no haya sido del nacionalismo, sino el de la clase social: fue el momento en el que esas ciudades del otro lado de la M-30 dejaron de rendir cuentas a la capital y adquirieron su autodeterminación económica. Cuando la ciudad dormitorio dejó de tener pesadillas con Madrid.

placeholder De Mirasierra a Callao. (Flickr/AmigoDeBusesEMT3)
De Mirasierra a Callao. (Flickr/AmigoDeBusesEMT3)

Era una historia épica. La ausencia de recursos y dotación pública (colegios, transportes, centros de salud) provocó una sonada respuesta ciudadana hasta que se consiguió dotar a esas ciudades de los servicios necesarios que, al mismo tiempo, sirvió para generar oferta de trabajo. Siempre recordaré que, el mismo día que Madrid celebraba San Isidro, Móstoles hacía lo propio con la fiesta del agua, que conmemoraba la llegada del Canal de Isabel II a la ciudad en 1982, año santo socialista. ¿Hay algo que resuma mejor la pequeña heroicidad de aquellos inmigrantes del campo español y descastados de la capital que celebrar un servicio público?

Entonces, llegó la clase media

El cinturón rojo madrileño fue uno de los grandes bastiones para la izquierda socialista, tanto o más que los barrios de la periferia. Entonces llegó la emancipación, que implica generar tu propia división de clases. Son los años de la aparente prosperidad, del 'boom' inmobiliario y de la construcción, el descanso del guerrero tras la batalla por la "ciudad vividera". El sueño definitivo era coger el coche y compaginar ciudad dormitorio con chalet en la sierra sin tener que acercarse a esa capital que nunca nos quiso. El centro comercial, su venganza frente a la gran ciudad, un lugar que ofrecía todos los servicios de la capital en apenas unos metros cuadrados. Ya no la necesitábamos.

La gran paradoja de la socialdemocracia es que genera las condiciones de vida idóneas para que aflore la derecha conservadora y aspiracional

Habían construido una vida mejor que la que pensaban que les correspondía, porque la comparación ya no se establecía con los pijos de los barrios ricos, sino con los inmigrantes que a partir de los 90 llegaban en masa desde Sudamérica, África o el este de Europa. Las expectativas aumentaron, las segundas viviendas brotaron y, en algún momento, el cinturón rojo dejó de serlo. Alcorcón y Valdemoro cayeron en 1999, Móstoles hizo lo propio en 2003, y a partir de ahí, le siguieron Leganés (2007), Getafe (2011) y Parla (2015). Tan solo Fuenlabrada, con menor renta, permaneció fiel al socialismo. Y, por supuesto, la excepción de Pinto. El antiguo cinturón estaba ya más cerca emocionalmente de sus vecinos de Pozuelo que de los de Puente de Vallecas, de donde habían salido. El sueño de la clase media produce proyectos conservadores. Pues de eso de trata, de conservar una vez se ha progresado lo suficiente.

En muchos casos, esas ciudades han vuelto a ser "rojas" en las últimas elecciones: Móstoles, Getafe, Parla, Valdemoro, incluso Alcorcón. Pero está comenzando a narrarse una nueva historia épica, que bien identificó Jorge Dioni en su artículo 'PAUers. Una aproximación'. Observo uno de esos mapas con los resultados electorales por barrio y veo una gran mancha naranja en los barrios de protección oficial de las afueras, esos que describí en un anterior artículo como “casas pensadas para vivir donde parece que no habita nadie”. Una mancha que brota una y otra vez en el extrarradio del extrarradio cuando se hace 'zoom' en el mapa.

placeholder Un monstruo a las afueras. (Flickr/Santiago López Pastor)
Un monstruo a las afueras. (Flickr/Santiago López Pastor)

Sé quién vive ahí: esos amigos con pareja, hijos y puesto estable. Cuesta verles el pelo, siempre están liados. Los niños, el trabajo, ya se sabe. Han conseguido, a su manera, una nueva emancipación de la generación de sus padres, con menos épica pero reproduciendo gran parte del discurso aspiracional aprendido que tarde o temprano termina ocasionando la comodidad. Como la canción de Carolina Durante, no votan al PP, votan a Ciudadanos. Es la gran paradoja de la socialdemocracia: que genera las condiciones de vida que son el caldo de cultivo perfecto para que se vote a la derecha.

El centro del afuera

Quizá se encuentre en ese viaje el verdadero espíritu de la ciudad dormitorio. La gran diferencia entre mi vida como niño periférico y la de mis compañeros barriales de Carabanchel era, ante todo, una cuestión espacial que implicaba a su vez dinámicas sociales que no podía entender aún. Su vida era la de la periferia del centro; la mía, la del centro de la periferia. Sus barrios eran enjutos, donde el pequeño comercio se agolpaba metro a metro generando pequeñas comunidades de vecinos y el autobús que iba al centro, un recordatorio constante de la pertenencia a una realidad mayor. Móstoles era una red donde cada nueva calle estaba cada vez más lejos que la anterior, vaciadas de vida, una pesadilla residencial de avenidas muertas pensadas para ser recorridas en coche, no para pasear.

Donde antes miles de personas se concentraban en el Festimad ahora decenas de familias agotan las últimas horas del finde entre pachangas de fútbol

Por eso decidí estudiar en Madrid (hola, Complutense) y no en el extrarradio, aunque habría sido más práctico. Casi dos décadas después entiendo que era mi forma de darle la espalda a esa insurrección conservadora de la ciudad dormitorio, persiguiendo nuevos tiempos heroicos de cola de león. Pero ya sabemos cómo va esto. Nacer, estudiar, vivir, envejecer, morir. Barrio céntrico, barrio periférico, ciudad dormitorio, allá donde nos lleve la estabilidad. Son las verdes praderas de José Luis Garci, aún uno de los mejores retratos de las aspiraciones de aquella generación que inventó el extrarradio.

Es domingo en El Soto, y donde antes miles de personas se concentraban en el Festimad, ahora decenas de familias agotan las últimas horas del fin de semana entre platos y vasos de plástico, barajas de cartas, algún balón de fútbol y las batallitas de esa Arcadia perdida que son las juergas juveniles, relatos míticos que se repiten religiosamente cada semana. Estoy allí despidiéndome de unos amigos que se escapan de la dicotomía barrio / ciudad dormitorio, cola de león y cabeza de ratón, probando suerte en otra comunidad. Otras Españas son posibles, especialmente si has dejado de creer en aquel espejismo de la clase media que creó príncipes de centro comercial, reyes de la hipoteca a 40 años.

Solo quien se ha criado en el extrarradio conoce el alienante placer que produce salir por la boca de metro de Cornellà y sentir que ha aterrizado otra vez en Móstoles. Todo es Kansas, Dorothy. Esos bloques de ladrillo entre un Lego y la arquitectura socialista, los toldos desteñidos, los pequeños parterres, las amplias aceras, las zonas comunes a pleno sol donde los viejos tuestan lo que les queda de piel. Propuesta de pesadilla: el día que sea anciano y me quede gagá, que me secuestren y me suelten en alguno de estos barrios en una ciudad desconocida. Daría vueltas buscando mi casa, pero pasarían los días y las noches y, claro, no la encontraría. Como una rata en un laberinto sin salida, moriría de hambre, pero soñando con que estoy a dos pasos de mi hogar.

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