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Todas las cosas que has hecho hoy por última vez en la vida (sin saberlo)
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Héctor G. Barnés

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Todas las cosas que has hecho hoy por última vez en la vida (sin saberlo)

Las primeras veces tienen mejor reputación que las últimas, porque nos acercan a la vida y no a la muerte. Vivimos obsesionados con esa novedad que nos mantiene siempre jóvenes

Foto: Huyendo de la repetición a destinos que son todos iguales. (Reuters/Paul Hanna)
Huyendo de la repetición a destinos que son todos iguales. (Reuters/Paul Hanna)

Es una larga historia, así que resumiré. Determinada sucesión de acontecimientos imprevistos me llevó a pasar la Nochebuena de 2010 en un bufet chino del Puerto de Mazarrón, Murcia, España, el Mundo. Quizá el lugar menos apropiado para observar el discurso del rey. El otro, no el de ahora. Una opinión que probablemente no compartían las decenas de comensales que abarrotaban el local, supongo que cada uno de ellos con su propia sucesión de acontecimientos imprevistos a las espaldas que les habían llevado allí.

Lo que tuve claro después del tercer plato de pollo rebozado a la miel era que, de todas las cosas que volvería a hacer en la vida, visitar ese un bufet oriental de Mazarrón no se encontraba entre ellas. Quizá ni siquiera volver a Mazarrón, o a Murcia. Aquí viene el giro de guion: la pasada semana, invitado para dar una charla en la universidad de la región, me encontraba de camino al hotel… cuando me di cuenta de que este se encontraba justo enfrente de aquel bufet chino que sabía que nunca más volvería a ver. Tan solo la oscuridad invernal había sido sustituida por el mortal sol de sobremesa mediterránea.

Uno deja de ser niño cuando se da cuenta de que lo que forma parte de su realidad cotidiana dejará de existir tarde o temprano

Como no tenía mucho tiempo libre, no pude hacer lo que deseaba: entrar en el bufet chino y ser inmortal, vencer la batalla al tiempo, retorcer el destino con mis brazos desnudos. Es posible que la relación entre un rollito de primavera y la eternidad parezca un poco lábil, pero en mi cabeza tiene sentido: ¿qué es la inmortalidad sino la posibilidad de volver a hacer todo aquello que ya hiciste, incluso aquello que te parecía imposible? ¿Tener el futuro a tu disposición para repetirlo todo? Si hubiese entrado a aquel bufet libre, habría demostrado que cualquier cosa puede volver a ocurrir.

La realidad del ser humano es mucho más gris. Pasamos la vida haciendo cosas por última vez, sin que seamos conscientes, o quizá, porque preferimos no reparar en ello. El momento en el que uno deja de ser niño es aquel en el que se da cuenta de que la mayoría de cosas que forman parte de su realidad cotidiana —como pasar tiempo con sus abuelos— más pronto que tarde dejarán de existir. Lo divino es comer en el mismo bar una y otra vez; lo humano es no tener tiempo para volver jamás.

placeholder El susodicho bufet. Ambiente familiar, comida estándar. (Foto: Héctor G. Barnés)
El susodicho bufet. Ambiente familiar, comida estándar. (Foto: Héctor G. Barnés)

Las últimas veces tienen mucha peor reputación que las primeras, quizá porque estas nos acercan a la vida y las otras, a la muerte. Olvidamos que las primeras veces son también las últimas. ¿No es un primer beso, en el fondo, la última vez que damos ese primer beso, un momento por definición irrepetible? También nos podemos poner a lo Heráclito y esgrimir que no nos bañamos dos veces en las aguas de un mismo río, o que no nos comemos el mismo croissant con café con leche por mucho que desayunemos toda la vida en la misma cafetería.

La industria de las primeras veces

Lo triste de las últimas veces es que tan solo somos conscientes de que lo son cuando ya han pasado, así que solo podemos darle un significado retrospectivo. No hay nada que cause más remordimiento que aquellos últimos abrazos dados con desgana, desprovistos de sentido, ensuciados por la vulgaridad de lo cotidiano. Pero seamos sinceros: dar besos como si todos pudiesen ser el último es agotador. Mejor, como decía Warren Zevon, disfrutar cada sándwich.

Nuestros padres y abuelos disfrutaban haciendo lo mismo una y otra vez. Nosotros hacemos lo contrario, creyendo que podemos ser siempre niños

Esta particularidad cultural ha propiciado la aparición de una efervescente industria de las primeras cosas, que viene a ser lo mismo que la de las Experiencias™. De las ' 1001 películas que tienes que ver antes de morir' a los viajes imprescindibles a destinos que unos meses antes ni sabías que existían pasando por la larga serie de gastrobares, deportes absurdos o eventillos musicales donde uno tiene que ir, aunque sea una vez en la vida. Una vez es vivir, dos es morir.

Hay un gran salto generacional a este respecto. Nuestros padres y abuelos, por lo general, disfrutaban haciendo lo mismo una y otra vez. El mismo bar del barrio, el mismo combo dominical (caña y ración), el mismo destino veraniego, el mismo pueblo, la misma gente. Nosotros hacemos lo opuesto, intentando que las cosas no se repitan nunca. Para ellos, esa continuidad en las costumbres afianzaba quiénes eran y de dónde venían, y los pequeños cambios introducidos en ese ritual de lo cotidiano eran las cicatrices que el tiempo inevitable dejaba, pequeños funerales en sociedad. Para nosotros, la variedad nómada nos proporciona la sensación de que el mundo es infinito, de que podemos ser siempre jóvenes.

placeholder Probando tontunas hasta antes de morir
Probando tontunas hasta antes de morir

Por eso tienen tanto éxito las películas en las que Jack Nicholson y Morgan Freeman hacen mamarrachadas como tirarse en paracaídas desde un helicóptero después de cumplir los 70 años: porque nos recuerdan que podemos estar haciendo cosas por primera vez hasta el día que muramos. (Morirse, por cierto, es a la fuerza la última experiencia que vivimos por primera vez) 'Una vez en la vida', como en la canción de Talking Heads, un salvavidas frente a ese vértigo que sentimos cada vez que atravesamos el torno de la oficina cada mañana.

En la batalla entre monotonía y novedad continua, nos han vendido que la primera es enloquecedora, propia de quien malgasta su vida, que lo que mola es lo nuevo. Sirve para vender multitud de cosas absurdas —a ver quién iba a ir a un 'paintball' si no fuese porque "hay que ir a un paintball una vez en la vida"— y, sobre todo, para maquillar con el disfraz de lo innovador las consecuencias negativas de la inestabilidad económica: obsolescencia educativa, exilios forzados, un futuro en el que nos pasaremos la vida saboreando día tras día las mieles de la primera vez. Es decir, un futuro precario.

Las costumbres desaparecidas se convierten en el material del que está hecha la nostalgia por el tiempo en el que aún no existían últimas veces

Pero nada puede evitar que no dejemos de hacer últimas cosas continuamente. Me pasa a menudo en los conciertos, sobre todo cuando el artista tiene cierta edad. Lo conté en el obituario de Leonard Cohen: en su último concierto en Madrid, quise quedarme con la imagen mental de su salida del escenario porque sabía que, como ocurriría, probablemente sería la última vez que pasaría por mi retina. (También me pasa lo mismo con Dylan y siempre lo he vuelto a ver, la última hace dos semanas; es casi tan inmortal como un bufet chino) Hoy haré lo propio con Joan Baez, con un plus: será, si no anuncia ninguno más, su último concierto.

La realidad es que siempre estamos diciendo adiós y no lo sabemos. Compañeros que van y vienen, familiares que nacen y mueren, costumbres diarias que se extinguen. Y que, una vez han desaparecido, se convierten en el material del que está hecha la nostalgia. Una nostalgia no ya por tiempos que parecían mejores, sino en los que aún no había últimas veces porque quizá no teníamos conciencia de que existían las primeras. Un tiempo sin tiempo en el que la repetición no era un castigo, sino el privilegio de los dioses.

Es una larga historia, así que resumiré. Determinada sucesión de acontecimientos imprevistos me llevó a pasar la Nochebuena de 2010 en un bufet chino del Puerto de Mazarrón, Murcia, España, el Mundo. Quizá el lugar menos apropiado para observar el discurso del rey. El otro, no el de ahora. Una opinión que probablemente no compartían las decenas de comensales que abarrotaban el local, supongo que cada uno de ellos con su propia sucesión de acontecimientos imprevistos a las espaldas que les habían llevado allí.

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