Mitologías
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Si piensa que está rodeado de idiotas, no se preocupe, ellos piensan lo mismo de usted
No existe mayor consenso hoy en día que sobre la reconfortante creencia de que los demás son más tontos que uno. El problema es que si todos lo piensan, alguno se equivoca
Solo poseo un único talento que me ha permitido llegar donde estoy (sea donde sea): haber nacido en 1985. O, lo que es lo mismo, ser lo suficientemente viejo como para que las chorradas que pensaba sobre la mujer, la homosexualidad, la pena de muerte o la pobreza a los 16 años hayan desaparecido para siempre de la red. Si hubiese existido Twitter cuando era adolescente, ahora no podría trabajar en ningún lugar. Mi nombre estaría vinculado por siempre a esa sarta de estupideces que la experiencia y el tiempo me han hecho replantearme.
Mi gran virtud, de tener alguna, es ser consciente de mi propia estupidez, una epifanía temprana que me anima a destinar gran parte de mi tiempo y esfuerzo diarios en ocultar tras una capa de misterio mi propia vacuidad. No es falsa modestia, 34 años de experiencia fingiendo una falsa inteligencia me avalan. Apunten el truco: guardar silencio y no gesticular mucho, negar ligeramente con la cabeza como si no estuvieses totalmente de acuerdo cuando te hacen una pregunta, cambiar de tema cuando no sabes qué decir. O saltar algo enigmático, como Peter Sellers en 'Being There'. Refraneando: mejor cerrar la boca y parecer idiota que abrirla…
Los defectos del carácter, como ser un trepa o egoísta, son disculpados siempre y cuando uno sea inteligente. La estupidez es lo único no permitido
Vivimos en la era de la inteligencia, donde la estulticia es el peor tabú. Uno puede ser bruto, ciego, sordomudo, mala persona, egoísta, trepa, manipulador, un genocida o un asesino, pero lo que no puede ser nunca, bajo ninguna circunstancia, es tonto. Porque todas esas características negativas van ligadas al carácter —"es un auténtico cabrón, pero ¡es que él es así, cabrón!"— menos la estupidez. La inteligencia siempre alivia el hecho de ser mala persona, quizá porque pensamos que si alguien es tan tonto como para parecerlo merece todo lo malo que le pase.
Fíjense, tarde o temprano, en toda conversación emergerá alguna referencia a la idiocia. Ajena, claro. Mira lo que ha dicho Fulanito, tú te crees, y Menganita, pero qué garrula. Por supuesto, todo tiene el objetivo de reforzar nuestra autoestima. Si los demás son tan estúpidos, es que nosotros somos a la fuerza un poco más brillantes, aunque sea en nuestra parcelita de conocimiento absurdo. Si tan listos fuésemos, reconoceríamos la falacia argumentativa que supone pensar que si dos personas piensan que son más inteligentes que la que tienen al lado, al menos una está equivocada. Si usted piensa que los demás son idiotas, malas noticias, es probable que usted también lo sea.
Ni la Constitución ni la carta de los Derechos Humanos ni gaitas. La verdadera base del pacto social, el auténtico consenso democrático, se encuentra en nuestra libertad para rastrear, identificar y difundir la necedad ajena. Encontrar en Twitter a un adolescente que mantiene una opinión equivocadísima y, sorpresa, propia de un adolescente, llevarnos las manos a la cabeza y reenviarlo a los colegas es tan reconfortante como ponernos el pijama de franela, meternos debajo del edredón y que nos den un besito en la cabeza. El placer máximo adulto: dormir en paz sabiendo que siempre habrá alguien más tonto que tú.
Es uno de los pocos lujos que nos quedan en el mundo moderno, y además, barato. Para pensar que uno es más listo no hace falta ni serlo. Porque, en realidad, es muy sencillo encontrar un exabrupto argumentativo, una laguna cultural, una meada fuera de tiesto. Hay toda una industria construida alrededor de la idea de halagar nuestra inteligencia denigrando la ajena. Desde los 'reality shows' más chatarreros hasta las redes sociales (que han pasado de ser espacios de debate a rings de escarnio), todos se basan en la idea de ofrecer a gente, quizá no especialmente brillante, un recordatorio de que siempre hay alguien aún peor que ellos.
La tecnología no nos hace más tontos, tan solo nos ayuda a mostrarlo. Siempre hay alguien dispuesto a humillar la ignorancia ajena para apuntalar su ego
Por eso nos encanta que nos digan que el coeficiente intelectual en países como Francia o Escandinavia disminuye. Por eso adoramos la política moderna, aunque manifestemos que nos repugna. Porque las bobadas de nuestros políticos, medidas al centímetro por sus asesores para garantizar que nunca abandonan la agenda pública, también agradan al votante que ve confirmado que, efectivamente, él es más listo que el presidente. La democratización de la inteligencia, clasismo para todas las clases sociales.
¿Nos hace la tecnología más tontos? No, solo nos ayuda a parecerlo. Antes, las bravuconadas de facha revenido o demagogo con lecturas de menos se quedaban pegadas en la barra del bar, al lado del cerco dejado por el botellín de cerveza. Ahora son identificadas, localizadas y elevadas a la categoría de noticia con la colaboración cómplice de la prensa. O peor: señores de cincuenta años descontextualizando sentencias más o menos equivocadas de chavales a los que sacan 30 años para apuntalar su ego.
Del diálogo al engaño
No siempre fue así. Poco a poco, se ha perdido esa cortesía que presuponía a los demás un grado de inteligencia al menos similar al nuestro, un requisito imprescindible para cualquier intercambio razonable de pareceres; si no se da esa circunstancia que iguala a ambos, no hay diálogo, sino condescendencia, manipulación, engaño. La convivencia se convierte en un juego de pillos que intentan engañarse mutuamente. O al menos eso piensan. En realidad, es un diálogo de besugos que se creen mejores de lo que realmente son.
Puestos a filosofar, puede interpretarse como otro síntoma más del desencanto de nuestra era. Si el efecto Flynn, el constante aumento del cociente intelectual a partir de 1938, reflejaba ideológicamente el idealismo de la posguerra a partir del reconocimiento del avance cultural, el supuesto contraefecto Flynn es la consecuencia lógica de la era de la desconfianza, en la que pensamos que el hombre tocó techo hace mucho y solo queda ir cuesta abajo sin frenos. Es el discurso antipositivista por excelencia: la peña es lo peor, ¡no hay más que poner la tele! La paradoja es que pensamos que son más tontos porque pensamos que somos más listos. La competitividad nos traiciona.
Yo, desde mi privilegiada posición de lerdo, creo firmemente que no solo la inteligencia no ha decrecido, sino que, de existir, ha aumentado exponencialmente. Cómo vienen las nuevas generaciones, que lo saben todo, lo han vivido todo mucho antes y nos dan mil vueltas. De tenerles algo, es envidia por haberse criado en un mundo con infinidad de opciones a su alcance. Somos más inteligentes, sí, pero quizá el problema es que también estemos más pochos mentalmente y una cosa se confunda con la otra. El cansancio, el estrés, el miedo, la ansiedad y la furia no convierten a alguien en estúpido, pero pueden contribuir a que en un momento dado lo parezca.
En la inteligencia se refugian los que enarbolando su propia brillantez mental humillan a los demás defendiendo el final de una supuesta ilustración
Quizá simplemente estemos dando una importancia desmedida a la inteligencia, un mito moderno que ya no significa nada de tanto usarse. Preferimos a los gatos que a los perros porque los primeros son muy listos y los segundos, dóciles, preferimos la maldad a la mediocridad. Es en ese falso consenso en el que se refugia lo peor de nuestra sociedad, aquellos que consideran que la vida es una competición, llenos de prejuicios, condescendencia y odio hacia los que no piensan como ellos, enarbolando la bandera de su propia brillantez mental para humillar a los demás mientras defienden el supuesto fin de una ilustración. En la cueva de la estupidez respetuosa, modesta y humanista se respira mejor.
Solo poseo un único talento que me ha permitido llegar donde estoy (sea donde sea): haber nacido en 1985. O, lo que es lo mismo, ser lo suficientemente viejo como para que las chorradas que pensaba sobre la mujer, la homosexualidad, la pena de muerte o la pobreza a los 16 años hayan desaparecido para siempre de la red. Si hubiese existido Twitter cuando era adolescente, ahora no podría trabajar en ningún lugar. Mi nombre estaría vinculado por siempre a esa sarta de estupideces que la experiencia y el tiempo me han hecho replantearme.