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El odio anónimo y la desinhibición online
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José Antonio Zarzalejos

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El odio anónimo y la desinhibición online

Esta que termina ha sido una semana desoladora. El asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, ha sido un episodio repugnante y crudelísimo,

Foto: Lugar en que fue asesinada Isabel Carrasco. (Efe)
Lugar en que fue asesinada Isabel Carrasco. (Efe)

Esta que termina ha sido una semana desoladora. El asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, ha sido un episodio repugnante y crudelísimo, pero ¿cómo hemos de calificar los flujos de infamia y de banalidad moral que tras su acribillamiento se adueñaron de las redes sociales y de algunos foros digitales? Creo que hay en esta explosión sentimentalmente negativa y fétida un cierto comportamiento estructural de no pocos ciudadanos que al lanzar un tuit o escribir un comentario ejecutan “la venganza de un cobarde intimidado” que es como George Bernard Shaw define el odio. Es decir, que desean y gozan  con el mal ajeno.

Es ésta una actitud propia de la “cólera de los débiles” a la que se refirió con precisión Daudet y, por lo tanto, de los cobardes, de los que tanto nos habló el gran Michele de Montaigne. Para el autor de los Ensayos (Editorial Acantilado, según la edición de 1595 de Marie de Gournay), uno de ellos dedicado al “Castigo de la cobardía”, ésta es “la madre de la crueldad”, siendo el cobarde un ser agazapado que expele su amenazante odio “cuando está a salvo”. La gran trinchera de los cobardes que odian no es otra que el anonimato, o sea, la ocultación de la propia identidad, procurando que la ignominia de sus asertos resulte de autoría desconocida pero prenda en los corazones de otros similares a él y tan mezquinos como él.

Estamos ante un problema moral, individual y colectivo. Individual porque quien se emboza en internet para vomitar su odio o su complacencia con la maldad objetiva no sólo es cobarde y débil, sino que es un factor de reproducción de sus propios sentimientos y aversiones

Esto es lo que ha ocurrido masivamente tras el asesinato de Isabel Carrasco en León. Y, sin perjuicio de la persecución policial y judicial que corresponda, no podemos ni debemos circunscribir este fenómeno a un problema sólo legal, ni reducirlo a un debate sobre el derecho a la libertad de expresión que es, a estos efectos, una mera coartada. Estamos ante un problema moral, individual y colectivo.

Individual porque quien se emboza en internet para vomitar su odio o su complacencia con la maldad objetiva –un asesinato es ontológicamente perverso- no sólo es cobarde y débil sino que es un factor de reproducción de sus propios sentimientos y aversiones. Es también un problema colectivo, porque desde las comunidades que se alojan en las redes sociales, no hay reproche –demasiado silencio y a veces complacencia- ni expulsión de los energúmenos. En ocasiones se trata de una indolencia sobre la que advirtió el pensador y escritor irlandés Edmund Burke: “lo único que se necesita para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada”, y también que “hay un límite en que la tolerancia deja de ser virtud”.

Ya hemos sobrepasado ese límite y entramos en este caso en la impotencia ante la villanía moral. Es difícil –el debate lleva siglos vivo- saber si el hombre es bueno por naturaleza como suponía Jean-Jacques Rousseau y lo pervierte la sociedad y la necesidad; o es malo, como propugnaba Tomás Hobbes, porque le atenaza el miedo y el egoísmo. Pero sea una u otra la tesis acertada, la realidad es que las sociedades, y se pierde en la memoria desde cuando lo han hecho, han ido conformando una ética individual y colectiva que delimita un espacio de convivencia. Rebasarlo merece el reproche social y, en su caso, penal.

Los ciudadanos y las sociedades tenemos en nuestras manos que internet aporte más, cree más, sirva más, ayude más a todos que lo contrario. A condición de que las reglas de su funcionamiento resulten claras

Y lo mismo ocurre con internet: mientras para el profesor Manuel Castells, un teórico mundial de las nuevas tecnologías y sociólogo reputado, la red es un medio de comunicación, de interacción y de organización social, para el expresidente de Google, Eric Schmidt, se trata del “experimento de anarquía más grande que hemos tenido”.

La teoría de John Suler

Los ciudadanos y las sociedades tenemos en nuestras manos que internet aporte más, cree más, sirva más, ayude más a todos que lo contrario. A condición de que las reglas de su funcionamiento resulten  claras. Los periodistas estamos directamente concernidos –lo mismo que los editores- en este espinoso y difícil asunto. Por eso, es recomendable el trabajo de la colega Delia Rodríguez, autora del libro Memecracia, en Cuaderno de Periodistas del pasado 29 de enero bajo el sugestivo título de “El periodista que ha escrito no tiene ni idea (o el problema de los comentarios en los medios)”. En ese interesante texto –nada dogmático y en el que se establecen pros y contras hasta sobre el criterio de exigencia de la identificación de los comentaristas- Rodríguez desgrana la teoría de la desinhibición online formulada por el psicólogo John Suler, que “explica como la red permite cierta desconexión entre uno mismo y lo que dice en internet, facilitando hacer o decir ahí lo que se desea sin restricciones”.

Los seis razonamientos que componen esta teoría son los siguientes: “no me conoces” (el anonimato otorga sentido de protección), “no puedes verme” (sólo un seudónimo une a la persona con el personaje), “te veo luego”(la comunicación es asincrónica, por lo que se puede lanzar comentarios incendiarios y desconectarse), “todo está en mi cabeza” (se proyectan características en desconocidos), “es sólo un juego” (se produce un sentimiento de escapismo de las normas de la vida cotidiana) y “tus normas no son válidas aquí” (en internet nadie sabe cuál es el estatus de nadie). Efectivamente: una teoría de la desinhibición. ¿Construiremos una teoría de la responsabilidad en la red que abarque desde el respeto a los derechos de los demás hasta la protección legítima de la propiedad intelectual? La libertad no destroza, construye. Esa es la clave.

Esta que termina ha sido una semana desoladora. El asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, ha sido un episodio repugnante y crudelísimo, pero ¿cómo hemos de calificar los flujos de infamia y de banalidad moral que tras su acribillamiento se adueñaron de las redes sociales y de algunos foros digitales? Creo que hay en esta explosión sentimentalmente negativa y fétida un cierto comportamiento estructural de no pocos ciudadanos que al lanzar un tuit o escribir un comentario ejecutan “la venganza de un cobarde intimidado” que es como George Bernard Shaw define el odio. Es decir, que desean y gozan  con el mal ajeno.

Isabel Carrasco León