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Juan Carlos I y el decreto de la 'gratitud'
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José Antonio Zarzalejos

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Juan Carlos I y el decreto de la 'gratitud'

Quizá no haya otra medida adicional que revisar el otorgamiento al emérito del título de Rey, tratamiento de Majestad y prelación protocolaria

Foto: El rey Juan Carlos y el rey Abdulá. (EFE)
El rey Juan Carlos y el rey Abdulá. (EFE)
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La especulación sobre las medidas que la Casa del Rey y el Gobierno pudieran adoptar para salir al paso del ambiente social de malestar con el comportamiento de Juan Carlos I tiene un recorrido corto. Desplazar al ahora Rey emérito del complejo de la Zarzuela, donde tiene su residencia, implicaría disponer de una vivienda privada adecuada —no otras dependencias de Patrimonio Nacional— e implementar medidas de seguridad permanentes y reforzadas.

La eventualidad de que el padre del Rey se 'exiliase' es todavía más problemática cuando están en curso investigaciones de la Fiscalía del Tribunal Supremo, ante el que el Rey abdicado está aforado, y que sería competente para designar a un instructor y enjuiciar, después y si fuera el caso, las responsabilidades penales que pudiera haber contraído. Cualquier ciudadano sometido al escrutinio de la Justicia española debe estar, salvo excepciones, en la jurisdicción territorial nacional. La instalación en otro país hubiera sido posible antes, no ahora.

Esas dos opciones, ampliamente barajadas, no serían, pues, fácilmente viables. En realidad, más allá de lo que ya ha determinado Felipe VI retirada de la asignación presupuestaria a su padre, renuncia simbólica a su herencia contaminada, supresión de cualquier acto público en representación de la Corona—, no resulta sencillo encontrar alguna medida más que exprese de forma terminante la decisión del jefe del Estado de romper amarras ante la sociedad española —él lo ha hecho ya desde su proclamación— con su predecesor que, con una conducta inapropiada, ha rebajado la reputación de la institución y complicado el reinado de su hijo.

Foto: Los Reyes Felipe VI y Letizia, junto a los Reyes eméritos. (EFE)

En la conversación, restringida pero pública, se baraja una posibilidad alternativa aunque no sencilla: la derogación por el Consejo de Ministros, de acuerdo con la Casa del Rey, del real decreto de 13 de junio de 2014 que de forma honorífica y vitalicia habilitaba a Juan Carlos I a mantener el título de Rey con el tratamiento de Majestad, disponer de honores protocolarios similares a los que corresponden al heredero de la Corona —en este caso, la princesa Leonor— y una determinada prelación: inmediatamente después de las dos hijas de los Reyes. En la exposición de motivos de este real decreto, se apelaba a la costumbre en otras monarquías pero, sobre todo, a la “gratitud” por la entrega de Juan Carlos I a España y los españoles.

En otros países con monarquías parlamentarias —por ejemplo, la holandesa—, los reyes o reinas que abdican no siempre mantienen ese título ni ese tratamiento, pero en prácticamente todas, los monarcas que renuncian lo hacen de una manera absoluta y no aparecen en acto alguno. Se retiran, como lo ha hecho Alberto II de Bélgica, por poner un ejemplo. Eso es lo que, quizá, debió suceder también aquí. Pero la personalidad del rey Juan Carlos, el ser cofundador de la democracia española e impulsor de la Constitución de 1978, además de barrera infranqueable a la intentona golpista del 23-F (como bien acaba de relatar el profesor Juan Francisco Fuentes en su último y exitoso libro), fueron circunstancias que alentaron la 'gratitud' en que se fundamentó una disposición del Gobierno de Mariano Rajoy, de acuerdo con la Casa del Rey, que en estos momentos produce un chirrido que podría llevar a reflexionar tanto a la jefatura del Estado como al Gobierno sobre la conveniencia de mantener en el ordenamiento jurídico una norma administrativa de estas características.

En otros países con monarquías parlamentarias, los reyes que abdican lo hacen de una manera absoluta y no aparecen en actos

La semiótica, que no la semántica, aconseja, además, que en momentos de confusión hay que atenerse a los mejores criterios de claridad en los signos y en los gestos. En el imaginario colectivo, tan rey es Juan Carlos I como Felipe VI. Coinciden en el título, en el tratamiento, en la residencia…y la reina Sofía sigue manteniendo una agenda breve pero significativa de actos que, en ocasiones, no permiten una mejor transparencia de la labor de apoyo que realiza la reina Letizia. En otras palabras, se da, en una coyuntura de aguda crisis, una indeseable falta de nitidez que debería recuperarse.

De optarse por la derogación del real decreto de título y tratamiento de los actuales Reyes eméritos, tanto para materializar el distanciamiento con la jefatura del Estado como para que la emergencia de la magistratura de Felipe VI sea total, se tendría que proceder con mucha finura jurídica y política. Para Felipe VI, toda esta situación es abrasiva emocionalmente y la está abordando desde una priorización total de sus responsabilidades institucionales y proyectando su decisiones para asegurar el mantenimiento de la monarquía parlamentaria.

Foto: Los Reyes eméritos. (Limited Pictures)


En este contexto, es muy poco inteligible que la 'gratitud' a Juan Carlos I deba expresarse en los términos de ese real decreto de 13 de junio de 2014. Antes que otras medidas —y alguna más hay que adoptar en defensa de la institución de la Corona y de su actual titular, ajeno por completo al comportamiento de su padre y prescriptor de unos usos, actitudes y decisiones diferentes en muchos órdenes—, sería conveniente una reflexión sobre aquella decisión normativa que en este momento resulta, por decirlo de manera convencional, excéntrica.

La especulación sobre las medidas que la Casa del Rey y el Gobierno pudieran adoptar para salir al paso del ambiente social de malestar con el comportamiento de Juan Carlos I tiene un recorrido corto. Desplazar al ahora Rey emérito del complejo de la Zarzuela, donde tiene su residencia, implicaría disponer de una vivienda privada adecuada —no otras dependencias de Patrimonio Nacional— e implementar medidas de seguridad permanentes y reforzadas.

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