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Cataluña y el silencio de los corderos
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José Antonio Zarzalejos

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Cataluña y el silencio de los corderos

Illa acierta en el diagnóstico: el independentismo es divisivo y por su tozudez estéril Cataluña ha perdido una década

Foto: Disturbios en Barcelona. (EFE)
Disturbios en Barcelona. (EFE)
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Impresiona la secuencia diaria de violencia callejera en ciudades catalanas y, en particular, en las calles de Barcelona. Y surgen las preguntas: ¿por qué en la Ciudad Condal?, ¿por qué no prende esa supuesta revuelta contra las igualmente supuestas limitaciones a la libertad de expresión en otros territorios de España?, ¿por qué Cataluña se ha convertido en un manantial de conflictividad, populismo, desafío, desorden y, a la postre, decadencia institucional y política? La respuesta la está dando Salvador Illa en las declaraciones a medios de comunicación. Es el suyo un análisis con dos ideas fuerza: el independentismo es divisivo y Cataluña, a cuenta del separatismo, ha perdido una década de progreso y bienestar.

Foto: Manifestación en Barcelona por la encarcelación de Pablo Hasél. (EFE)

Hay que agradecer al exministro de Sanidad y secretario de Organización del PSC que formule de esta manera tan nítida las razones por las que Cataluña se encuentra en estado de postración. El independentismo consiste en declarar extranjera a una parte sustancial de la ciudadanía catalana y, al implicar un empeño inviable, ha canalizado toda la energía de las clases dirigentes a un debate —y a una confrontación con el Estado— totalmente estéril. Se ha perdido, efectivamente, una década, porque se ha insistido en una utopía que se creía disponible transformándola en una distopía amenazadora.

La suerte de Cataluña no depende solo —ni quizá principalmente— de su Gobierno. Es más importante que la sociedad civil catalana se rehaga si está todavía en condiciones de hacerlo. La burguesía barcelonesa, la aristocracia —que la hay— y el mundo empresarial parecen haber enmudecido. En Cataluña, toda la expresión pública es independentista; toda corrección que se manifiesta debe ser victimista y agraviada siempre por el Estado, España o por Madrid. La culpa de sus males siempre es ajena. Se ha quebrado por completo el principio de autoridad democrática, de modo que son los policías autonómicos quienes deben protegerse de sus responsables políticos, mucho más preocupados por lo que puedan hacer o decir los que impulsan y manejan la violencia callejera y los planteamientos destructivos. En Cataluña, triunfa la iconoclastia absoluta. Como si lo único valorable y elogiable fuera lo insurreccional, lo subversivo.

La catalana es una sociedad atrapada. Y su burguesía —que sigue existiendo, aunque se refugia en las catacumbas de un silencio sepulcral— apenas abre la boca. Las grandes empresas han cambiado de sede y el efecto de la mudanza se nota. Cataluña no es ya la comunidad más rica —lo es Madrid—, está perdiendo población y, sobre todo, está perdiendo reputación. Sobre Cataluña, además, se abalanzan las fuerzas rupturistas, porque creen que allí disponen de terreno abonado para comenzar un vuelco social y político-constitucional en el conjunto de España. Todo orden, toda norma, toda institución se han convertido en sospechosos de fascismo más o menos soterrado.

Cataluña aportó a la democracia española dos padres constitucionales —Solé Tura y Roca—, sus ciudadanos fueron los que con más entusiasmo refrendaron la Constitución e impulsaron el autogobierno propio, de otras nacionalidades y de las regiones españolas, Barcelona fue el escenario del mayor acontecimiento de dimensión internacional de nuestra reciente historia: los Juegos Olímpicos de 1992, que pusieron la capital catalana en el mapa de las ciudades referentes mundialmente. La Ciudad Condal fue la gran sede de la edición en castellano; por sus calles y bulevares pasearon premios nobel como Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez; Cataluña fue puntera en el turismo, las ferias, las manifestaciones culturales más vanguardistas y también las más tradicionales.

Foto: Disturbios en Barcelona. (Reuters)

Todo eso y mucho más lo han destruido a ciencia y a conciencia el independentismo y el populismo extremista de izquierda, que han tomado la comunidad como un laboratorio revolucionario, como el crisol de todas las frustraciones, como el escenario de todas las desventuras. Es duro observar, además de los disturbios violentos, saqueos de comercios y la destrucción de equipamientos urbanos, una forma de vandalismo que nos remite a comportamientos detestables. Y difícil comprender cómo la ciudadanía —desnortada por falta de líderes responsables— calla con ese metafórico silencio propio de los corderos.

Una parte importante de los ciudadanos no se siente concernida por este carnaval de despropósitos de los líderes independentistas

Más de 600.000 abstencionistas el 14-F fueron antes votantes independentistas. No solo les retrajo el miedo al contagio en los colegios electorales, también lo hizo el hartazgo. Una parte importante de los ciudadanos no se siente concernida por este carnaval de despropósitos de los líderes independentistas. Si se forma un Gobierno independentista, desoyendo los criterios prudenciales, sensatos, de dirigentes como Salvador Illa, Cataluña —en la que triunfan los extremismos de uno y otro lado— lo va a pasar mal, muy mal, y España se resentirá.

El Gobierno —el auténtico, que es el del PSOE— se enfrenta a decisiones muy difíciles si desde la Generalitat se reinstala esa mezcla de esencialismo y falso izquierdismo de ERC, con el apoyo de la CUP. Eso es lo que desean gentes sin hechuras para representar lo que pretenden, como Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y tantos otros. Cataluña, y en alguna medida también toda España, puede entrar en una situación crítica si en unas semanas se bloquea la investidura de Illa y sucede que los republicanos prefieren irse con los reaccionarios integristas de JxCAT. Lo cual es probable, porque la historia avala que siempre erraron y no han dejado de hacerlo desde los años treinta del siglo pasado. A todo eso nos enfrentamos.

Impresiona la secuencia diaria de violencia callejera en ciudades catalanas y, en particular, en las calles de Barcelona. Y surgen las preguntas: ¿por qué en la Ciudad Condal?, ¿por qué no prende esa supuesta revuelta contra las igualmente supuestas limitaciones a la libertad de expresión en otros territorios de España?, ¿por qué Cataluña se ha convertido en un manantial de conflictividad, populismo, desafío, desorden y, a la postre, decadencia institucional y política? La respuesta la está dando Salvador Illa en las declaraciones a medios de comunicación. Es el suyo un análisis con dos ideas fuerza: el independentismo es divisivo y Cataluña, a cuenta del separatismo, ha perdido una década de progreso y bienestar.

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