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El fenómeno político declinante de la tía Lilibet
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José Antonio Zarzalejos

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El fenómeno político declinante de la tía Lilibet

La familia real británica teatraliza bodas, entierros y bautizos y hoy el protagonista no es Felipe de Edimburgo sino el príncipe Harry, introducido en el 'show business' por Oprah Winfrey. Espectáculo

Foto: La reina Isabel II de Inglaterra. (EFE)
La reina Isabel II de Inglaterra. (EFE)

El fallecimiento de Felipe de Edimburgo -el tío Philip para los reyes de España, puesto que son parientes, al igual que lo son de la reina Isabel, la tía Lilibet, a la que dieron el pésame con esa cercanía familiar- reclama una seria advertencia sobre la decadencia de la monarquía británica semejante a la del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. En la actual era isabelina -de 1952 hasta el presente, más larga que la interminable de la reina Victoria- el país no ha hecho sino deslizarse a un ritmo acelerado hacia un repliegue nacionalista que ha terminado con el mandato de un populista -Boris Jonhson- y con una familia real a la que le está salvando 'in extremis' el hieratismo pragmático y metálico de Isabel II.

La reina ha embalsado toda la sabiduría de sus antepasados y ha hecho honor al pacto entre la Corona y el pueblo que se sustanció en la revolución inglesa de 1688-89, después de que los súbditos de su graciosa majestad decapitasen a Carlos I (1649) y padeciesen la dictadura puritana de Oliver Cromwell (1649-1660). De ahí arranca el entendimiento entre el trono y el Parlamento que se plasmó en el 'Bill of Rights' de 1689 que fue un texto sencillo y práctico en el que se estableció un equilibrio entre ambas instancias que ha llegado hasta nuestros días con adaptaciones que adjetivan como 'elástica' a la política británica.

No se ve que “la tía Lilibet” haya ahormado una descendencia preparada para afrontar los duros capítulos que Inglaterra tiene pendientes

Bajo el reinado de Isabel II, el Reino Unido ha abandonado la Unión Europea y el país padece un grave problema de cohesión, con la renovada pretensión independentista de Escocia tras el referéndum de 2014 y la segregación de hecho de Irlanda del Norte abocada en un tiempo no lejano a vincularse a la República hermana del sur, mucho más después de que el Brexit haya establecido una frontera interna. Pese a que la casi planetaria anglofilia sirve para paliar la percepción decadente del Reino Unido, es un hecho que el desplome se está produciendo de manera acelerada. El siguiente capítulo será el fin de la Commonwealth y la emancipación de los países que todavía mantienen a la soberana británica como Jefa del Estado, entre ellos Canadá, Australia y Nueva Zelanda.

No se ve que “la tía Lilibet” haya ahormado con su marido una descendencia preparada para afrontar los muy duros capítulos que el Reino Unido tiene pendientes. El príncipe de Gales es un hombre permanentemente a la espera que exuda la frustración septuagenaria sin oficio aunque con muchos beneficios después de protagonizar el abochornante episodio de su malogrado matrimonio con Diana Spencer, el heredero del que su madre no se fía; su hermana Ana, divorciada y de nuevo casada, es la viva imagen de la inanidad; al príncipe Andrés, también divorciado, lo han recluido en algún palacete -con prohibición de salir del país no sea que vaya a ser detenido- por su peligrosas relaciones con el depredador sexual Jeffrey Epstein, aunque ni un fiscal haya movido un dedo para investigarle y, en fin, Eduardo, el menor de los hijos de la soberana es un personaje que pasa desapercibido. Todo ellos, sin embargo, disfrutan de un estatus privilegiado que alcanza a una abundante parentela cuyo descontrol quintaesencia el segundo hijo del heredero de la Corona, el príncipe Enrique, ya mundialmente conocido por su matrimonio con Meghan Markle, que ha puesto en la picota a la 'Empresa' (también 'La Firma'), eufemismo que alude al sentido mercantil de la familia real, bien nutrida por una generosa lista civil y un saneado patrimonio, exento de carga tributaria hasta 1993.

Foto: El duque de Edimburgo. (EFE)

La sociedad británica ritualiza todas las expresiones de la monarquía, sean bodas, entierros o bautizos. Esa teatralización subyuga a las clases medias y bajas del país que no olvidan -¿quién dijo anacronismo?- que la reina es la cabeza de la Iglesia de Inglaterra y que la exposición áulica reporta beneficios turísticos extraordinarios y genera un 'merchandising' que sirve tanto a la economía del país como a la propaganda monárquica. Y ofrece espectáculo, como el de hoy que protagoniza, no el fallecido Felipe de Edimburgo, sino su nieto Enrique, introducido en el 'show business' de la mano de la inmarcesible millonaria Oprah Winfrey. Nótese como la familia real combina la tradición (que “es la democracia de los muertos” escribió Chesterton) con la banalidad efímera de los 'realities' o la fascinación de las series como 'The Crown' que prácticamente mundializa la haraganería de un grupo de aristócratas supervivientes que cambiaron su apellido alemán (Hannover) por otro inglés (Windsor) para distanciarse de los indeseables teutones cuando estalló la Gran Guerra de 1914-18.

La insularidad y el supremacismo ingles (no exactamente británico) hacen que sus reyes sean particularmente soberbios y displicentes

Ignacio Peyró ('Pompa y Circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa' Editorial Fórcola. 2014) recupera la cita de Maurois que atribuía al pueblo británico “una inmensa indiferencia” por las demás naciones y la de Ortega que escribió que “no hay hecho más extraño en el planeta que el pueblo inglés”. Es verdad: todavía no se le ha exigido a la Corona británica que en su nombre y en el del Reino Unido pida perdón por su cruel colonización y por episodios de represión escandalosos como alguno de los sucedidos en el Ulster: el 'Bloody Sunday' de 1972. La insularidad y el supremacismo ingles (no exactamente británico) hacen que sus reyes -e Isabel II no se escapa a esa consideración- sean particularmente soberbios y displicentes.

La reina Isabel II es la decana de la realeza y está emparentada con todas. Pero también representa la cabeza de una familia decadente a la que las monarquías parlamentarias continentales -y entre ellas la nuestra- no deberían aspirar a parecerse. Hoy, con el funeral de Felipe de Edimburgo -infiel a Isabel y leal a la reina, padre incompetente y consorte eficaz- comienza el capítulo nuevo y distinto de una monarquía tradicional que representa en forma de caricatura una fascinación en la que no quedan apenas rasgos de ejemplaridad, más allá de los oropeles ceremoniales victorianos. Recojo otra cita que Valentí Puig refresca en su magnífico libro 'Malicia en el país de la política' (Editorial Alfabeto. 2021) y que firma Robert Nisbet: “Una tradición beneficiosa debe provenir del pasado, pero también debe ser deseable en sí misma”. Y ahora, la monarquía británica, anquilosada, no es deseable en sí misma porque se ha convertido en espectáculo.

El fallecimiento de Felipe de Edimburgo -el tío Philip para los reyes de España, puesto que son parientes, al igual que lo son de la reina Isabel, la tía Lilibet, a la que dieron el pésame con esa cercanía familiar- reclama una seria advertencia sobre la decadencia de la monarquía británica semejante a la del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. En la actual era isabelina -de 1952 hasta el presente, más larga que la interminable de la reina Victoria- el país no ha hecho sino deslizarse a un ritmo acelerado hacia un repliegue nacionalista que ha terminado con el mandato de un populista -Boris Jonhson- y con una familia real a la que le está salvando 'in extremis' el hieratismo pragmático y metálico de Isabel II.

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