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'Vivir con nuestros muertos' (el 7-O, imágenes de la matanza)
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José Antonio Zarzalejos

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'Vivir con nuestros muertos' (el 7-O, imágenes de la matanza)

Son imágenes de la masacre del 7 de octubre, que, por su delirante crueldad, no pueden ser ni siquiera imaginadas. Abruman

Foto: Imagen de edificios derruidos a causa de la guerra en Gaza. (EFE/Mohammed Saber)
Imagen de edificios derruidos a causa de la guerra en Gaza. (EFE/Mohammed Saber)
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La rabina francesa Delphine Horvilleur (Nancy, 1974) escribió en 2021 un sensibilísimo ensayo que tituló Vivir con nuestros muertos. En España se editó el pasado año en Libros del Asteroide. Ese texto ha cobrado para mí un sentido más profundo luego de contemplar ayer, entre el estupor y la compasión, las imágenes del pogromo terrorista de Hamás del pasado 7 de octubre que arrojó el saldo de 1.100 civiles asesinados, 300 soldados muertos y, hoy por hoy, 241 rehenes encerrados en algún lugar de la Franja de Gaza. Son imágenes que, por su delirante crueldad, no pueden ser ni siquiera imaginadas. Abruman.

El exterminio ha seguido al pueblo judío desde tiempo inmemorial. Por eso, la vecindad que mantiene con la muerte solo es comparable a la energía con la que defiende su vida colectiva. Y su aspiración a no ser recordado por la tragedia. Así lo explica la rabina Horvilleur:

“Me he dicho muchas veces que tanto para mí como para mis seres queridos deseo que el día de nuestro entierro nuestras vidas puedan ser evocadas desde una perspectiva distinta de la tragedia, que se nos brinde la posibilidad de ser rememorados mediante otros léxicos y otros registros, que nuestras vidas puedan verse como un thriller, una serie romántica, una leyenda mitológica o incluso una comedia popular. Lo que sea con tal de que en nuestro entierro se nos permita no ser reducidos a nuestras muertes y transmitir cuán vivos estuvimos en vida” (página 42).

Al joven que yace malherido, quizá ya muerto, al que un terrorista descarga fieros y letales golpes con un azadón sobre su cabeza; a los hombres y mujeres cuyos cadáveres se amontonan, ensangrentados, apilados en una estancia sórdida e indefinida; a los niños baleados, calcinados, mutilados que, irreconocibles, siembran la tierra lindante de Israel, nadie les podrá recordar por algo diferente a la tragedia de su muerte el 7 de octubre de 2023. Como tantos de sus antepasados, no pudieron escapar al designio inhumano de la solución final. Esa que también buscaban los terroristas cuando se preguntaban enfervorizados si los cuerpos desvencijados, yacentes, sangrantes, seguían vivos porque, de estarlo, había que rematarlos a todos.

Foto: EC Defensa

La voz eufórica de un joven terrorista que telefonea a su padre y le grita “soy un héroe, papá, he matado a 10 judíos” suena tan desgarradoramente para sus víctimas como para el propio asesino. Y luego el escarnio de los cadáveres pisoteados, las mujeres apresadas y exhibidas como trofeo cinegético, los cuerpos desfallecidos rodeados de un festejo monstruoso de la turbamulta que invoca la trascendencia divina, todo, en fin, en 43 minutos evoca el más oscuro de los horrores y, al tiempo, exige a empellones considerar la razón (la sinrazón) por la que la condición humana repta por infiernos tan apocalípticos.

Para Israel, aquel 7 de octubre no fue un pogromo más en su historia, ni su particular 11-S. Fue la masacre que reverberó el Holocausto. No por la cantidad de asesinatos en apenas unas horas de aquel Sabbat sino por la naturaleza de la matanza que fue ritual, sin más motivos que suprimir la alteridad del judío, sin otro objetivo que horrorizar, sin importar a quién ni cómo. Nada puede explicarse de lo que ocurre entre Israel y Gaza si antes no se procesa esa barbarie que nada tiene de bélica y todo de vesánica.

El portavoz de la embajada de Israel que introdujo las imágenes —un hombre joven, sereno, pero con gravedad en el gesto y concisión en las palabras— lo aclaró: la reacción de Israel no es de venganza, es de supervivencia. Dijo no buscar nuestra “simpatía” sino nuestro entendimiento sobre lo que ocurre allí. Se comprende ese planteamiento porque en el trasfondo de esa razia brutal late una cultura de teocratismo fanático y enfebrecido, ininteligible para las conciencias ahormadas en otros moldes intelectuales, de identidad personal y colectiva y de principios básicos.

Foto: Restos de sangre en una casa del kibutz de Nir Oz, en Israel, tras los ataques de Hamás del pasado octubre. (Getty/Alexi J. Rosenfeld)

La crónica de Ángel Villarino, ayer aquí, describe otras escenas de sofisticada crueldad. Solo un apunte más: cuando la vibración asesina posee al ejecutor, la vida, cualquiera, le ofende. Como la de esa mascota —un perro negro que mueve la cola y se aproxima confiado al terrorista— abatida de dos disparos que dejan destripado al pobre animal que ha seguido la suerte fatal de sus amos. De nuevo, Vivir con nuestros muertos. Ante ellos, justicia y piedad.

La rabina francesa Delphine Horvilleur (Nancy, 1974) escribió en 2021 un sensibilísimo ensayo que tituló Vivir con nuestros muertos. En España se editó el pasado año en Libros del Asteroide. Ese texto ha cobrado para mí un sentido más profundo luego de contemplar ayer, entre el estupor y la compasión, las imágenes del pogromo terrorista de Hamás del pasado 7 de octubre que arrojó el saldo de 1.100 civiles asesinados, 300 soldados muertos y, hoy por hoy, 241 rehenes encerrados en algún lugar de la Franja de Gaza. Son imágenes que, por su delirante crueldad, no pueden ser ni siquiera imaginadas. Abruman.

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